Plaza Mayor
Es jueves. Pablo sale de su portal y consulta su reloj: aún hay tiempo, y hace sol, así que en vez de coger su coche, irá dando un paseo hasta la plaza Mayor para aprovechar este otoño veraniego de finales de octubre. Esta mañana Pablo se ha levantado más animado. Por primera vez, desde principios de septiembre, al incorporarse de la cama no ha tenido que hacer tanta fuerza contra ese peso que se le ha metido dentro y le tira tan hacia abajo; no ha tenido que forzar sus músculos adormecidos, que renegaban por seguir manteniendo su cuerpo encogido sobre sí mismo; ni sacudir su cerebro, empecinado en conseguir una modorra mortecina, en alejar las pesadillas, aún a costa de perder también los buenos sueños.
A mitad de camino, Pablo gira a la izquierda, en vez de a la derecha como viene haciendo últimamente. Esta mañana se siente con más fuerza y por eso ha decidido, al llegar a este cruce, no evitar la calle Real. La enfila y, por primera vez desde el 21 de junio, mira de frente el edificio del colegio. Aunque hoy está prácticamente vacío y en silencio, Pablo oye en su mente esa bendita algarabía matutina, que le estuvo rodeando tantos días durante diez meses y que cesó para él, hace ahora cuatro. Y recuerda, como si lo viviera en este instante, el mágico momento en que la música que suena por los altavoces del patio consigue, como flautista de Hamelín, que los pequeños se reordenen rápidamente en sus filas. Y puede ver, como si las tuviera delante de nuevo, esas 25 caritas sonrientes en línea, expectantes, que esperan su gesto ritual: la mano en alto de Pablo que empieza a moverse guiándolos hacia la entrada del colegio; su sonrisa que se ensancha, antes de que su boca se abra para pronunciar la frase que ellos esperan para comenzar la marcha: ¡vamos a clase!
Va llegando al final de la calle Real, un tramo que le gusta especialmente: antes de desembocar en la Plaza Mayor, la calle hace un recodo, de forma que sólo cuando has acabado de recorrerla por completo, puedes ver ante ti, de golpe, toda la belleza de la plaza. Hoy las palomas se han visto desplazadas por otros seres más ruidosos y más coloridos (casi todos de un verde brillante), aunque, al igual que ellas, también van llegando en pequeñas bandadas.
Pablo entra en la plaza, y al irse acercando al cuadro humano salpicado de verde, empieza a distinguir sus detalles.
Desplegando una pancarta están sus compañeros del pasado curso Mario y Ana; él, titular de educación física, ella interina en paro, como Pablo. Alguien sujeta un megáfono mientras charla animadamente en un grupo en el que Pablo reconoce a la madre de Vicent y al padre de Carles. Más allá, varios de 1º A persiguen a algunas incautas palomas despistadas. Junto a la fuente, chicos y chicas de la ESO prueban la percusión, dirigidos por el profe de música, para la batucada que está a punto de comenzar. Los de 2º de Bachillerato ensayan lemas para gritar en un rato que no están dispuestos a que la Universidad sea, cada vez más, asequible para menos de ellos…
Es jueves, 24 de octubre. Y Pablo no sabe si es el sol, que alienta, o la caminata, que despeja, o las caras amigas, que animan, pero ese nuevo vigor que ha comenzado a brotar poco a poco en él esta mañana desde ese adentro que antes tanto pesaba, llega a su cerebro, y justo cuando está a punto de confundirse, también él vestido de color esperanza, con la multitud, lo ve claro: hoy es el primer día de un nuevo camino, y no sabe si el recorrido será más largo o más corto o con cuantas piedras tropezará, pero sabe que no está sólo y que si él ha podido hoy levantarse, mirar de frente a su sueño y seguir avanzando, otros muchos también lo harán.