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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Arriba las manos

Alberto Carrio Sampedro

El anuncio de la abdicación del rey Juan Carlos I ha reabierto el debate, latente desde la transición, sobre la forma política del Estado. Como es sobradamente conocido el anuncio viene precedido, y no cabe descartar que al menos motivado en parte, por la reclamación de la sociedad catalana del derecho a decidir su futuro político. La reclamación se extiende de este modo al conjunto de la sociedad española y la negativa a celebrar una consulta popular consiste en apelar a la vigencia de la legalidad constitucional. Como quiera que esta es una aspiración genuinamente democrática, lejos de ser motivo de preocupación, debería ser recibida como un claro síntoma de normalidad política y, como acertadamente señaló el presidente Rajoy en el reciente debate sobre la ley de abdicación, requiere ser abordada con seriedad.

A pesar de que la aspiración soberanista y la republicana no caminan necesariamente en paralelo, tienen en común dos aspectos básicos: i) la exigencia de mayor participación democrática en los asuntos públicos y, ii) la tajante oposición de quienes abogan por el mantenimiento del statu quo amparándose en la vigencia del sistema de reglas consensuado en la Constitución. No resulta ocioso por tanto traer a colación aquí algunas consideraciones básicas al respecto. La finalidad no es otra que comprobar cuál es la solución más plausible a una cuestión de indudable trascendencia para nuestro futuro político, que ha sido absurdamente banalizada en el espectáculo mediático representado en la Cámara baja.

Dado que la vigencia de la Constitución queda fuera de toda duda, conviene recordar que, por idéntica razón, goza también de plena vigencia el principio democrático que en ella se consagra. Obviamente, este principio se refiere a un procedimiento de decisión que trae consecuencia de una consideración moral más básica, a saber, la igual dignidad y capacidad para decidir sobre los asuntos públicos de todos los individuos que componen la sociedad política. En esto consiste la soberanía popular de la que emanan los poderes del Estado. No es difícil colegir de todo ello que la legitimidad de la que goza este procedimiento de decisión radica precisamente en que todas las opiniones cuentan por igual y es, en consecuencia, incompatible con cualquier tipo de privilegio.

Una vez que se tienen en cuenta estas consideraciones básicas, no parece difícil dar respuesta a ciertas objeciones que aluden a cuestiones instrumentales como la legalidad, la oportunidad o el riesgo de inestabilidad que una consulta popular sobre el cambio de régimen podría conllevar en una situación de grave crisis económica e institucional como la actual.

En relación con lo primero, es evidente que la abdicación no supone más novedad que la sucesión en el trono, y que ésta se encuentra perfectamente prevista en la Constitución. Ahora bien, no es menos cierto que la Constitución prohíbe expresamente las leyes particulares, como a la que se ha dado luz verde en el Congreso, y prevé además la consulta ciudadana para las decisiones políticas de especial trascendencia. Así las cosas, la objeción de la idoneidad temporal de la consulta no ofrece ningún contrapeso al argumento moral con el que reequilibrar el fiel de la balanza democrática, como vergonzosamente se ha defendido por algunos portavoces parlamentarios. Por otra parte, si de lo que se trata es de esgrimir razones prudenciales y defender lo que la Constitución permite, quizá haya llegado la hora de someter a consideración de la ciudadanía la conveniencia de dar o no continuidad a un régimen cuya mayor hazaña parece consistir en haberse autoproclamado garante de un proceso transicional que lleva camino de consolidarse como inacabado. A fin de cuentas, si algo resulta evidente, es que el fundamento moral del principio democrático se pronuncia claramente en contra de cualquier pulsión de paternalismo injustificado. Parece que va siendo hora por tanto de que nuestra sociedad política se haga responsable de su llegada a la mayoría de edad y asuma el coste que conlleva liberarse de las ataduras de los muertos.

Es cierto que en este tipo de procedimientos no cabe presuponer fidelidades electorales ni divisiones preestablecidas, por lo que no es fácil acertar con los pronósticos. Pero si algo ha quedado palmariamente claro en el debate sobre la ley de abdicación es que la vocación democrática atañe por igual a quienes abogan por la continuidad del régimen monárquico y a los que aspiran a recuperar la forma de Estado republicana. Si esto es verdad, la solución más adecuada pasa por consultar a la ciudadanía a través del referéndum previsto en la propia Constitución. El procedimiento no puede ser más sencillo, consiste en levantar las manos y proceder al recuento. Las reglas que importan en este caso son las de la aritmética. Y como son políticamente neutras, el resultado que arrojen tan sólo puede fortalecer el principio democrático que todos estamos de acuerdo en defender. Lo contrario, además de ser una clara contradicción pragmática por parte de los conservadores del statu quo, constituiría un nuevo hurto al derecho ciudadano a decidir sobre los asuntos públicos que más directamente nos atañen.

Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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