Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La inconstitucionalidad de un 155 indefinido
Los líderes del Partido Popular y de Ciudadanos han defendido recientemente, y de forma constante, la necesidad de aplicar indefinidamente el hoy famoso artículo 155 de la Constitución en Cataluña para restaurar, según dicen, el propio orden constitucional. Ahora bien, una aplicación como la que piden y desean sería ella misma atentatoria contra el orden que se pretende proteger y, por ende, abiertamente inconstitucional.
Nuestro texto fundamental del 78 quiso remediar los defectos y taras principales que el constitucionalismo español había lastrado en sus intentos históricos de consolidación. La subordinación del ejército a la autoridad civil, la separación de la Iglesia Católica y el Estado o la distribución territorial del poder fueron ejes centrales de dicho esfuerzo y han venido obteniendo, en su resolución, relativo éxito hasta el momento actual. El Estado autonómico pudo crecer y desarrollarse al calor de una Constitución que lo permitía desde su apertura y que, sobre todo, le daba carta de naturaleza mediante la consagración del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones” (art. 2). El Estado se adjetivó así como Social, Democrático y de Derecho, pero también como un Estado autonómico en el que aquel principio se convertía en estructural y definitorio de la naturaleza misma de la nueva polis. Eso sí, la apertura seminal de la autonomía no quiso decir nunca indefinición absoluta, y el desarrollo ulterior de las CCAA ha debido tener siempre su límite en el respeto del principio de solidaridad que las acompaña, del reparto competencial que las delimita y de también, sí, la garantía última de la unidad de la comunidad política a la que pertenecen. Caso contrario, el Estado se reserva una serie de mecanismos ordinarios para hacer cumplir tales límites, como los recursos ante la jurisdicción contencioso-administrativa o ante el Tribunal Constitucional. Sin embargo, la tentativa continuada de quebrar en Cataluña el límite del principio de unidad provocó la activación, por primera vez, de un mecanismo extraordinario que la Constitución contempla como ultima ratio, el famoso artículo 155, y que recoge la coacción estatal frente a los ataques graves al interés general de España o frente a los incumplimientos sistemáticos, y también graves, de la propia Constitución o del conjunto del ordenamiento.
Este mecanismo es extraordinario, decimos, y sólo tiene virtualidad cuando se acude a él como último recurso tras haber agotado el resto de instrumentos que la Constitución permite, incluidos los políticos. Pero cuidado: la excepcionalidad de su aplicación no constituye un abandono del principio constitucional de autonomía, que sigue existiendo como estructural. Es más, lo que se persigue con tal excepcionalidad es precisamente lo contario, el restablecimiento de este principio en tanto garantía de la unidad del Estado y de la unidad del propio ordenamiento que se considera quebrado. Por ello es un mecanismo temporal, sujeto a determinadas acciones restitutorias del orden constitucional y de la legalidad vigente, y no una puerta subrepticia de reforma de nuestro texto fundamental que le prive de uno de sus principios estructurales. La suspensión sine die del de autonomía para una Comunidad Autónoma, sin otra limitación que la del criterio de oportunidad que considere en su momento el Gobierno tras el respaldo del Senado, sería así abiertamente inconstitucional, ya que atentaría contra una de las adjetivaciones, permanentes, del propio Estado que se desea salvar en su unidad. Advertíamos en otro momento que “en democracia los medios y los fines se confunden e identifican, y que aquel país que viva en una excepcionalidad continua para mantener su sistema constitucional, ya no puede considerarse una verdadera democracia”. De mantenerse la proposición mentada de ambos líderes políticos este riesgo podría convertirse en realidad, por lo que si queremos protegernos de tal deriva no estaría de más que el Tribunal Constitucional se pronunciara ya sobre la aplicación del 155 de finales de 2017, pues pesa sobre ella, recordemos, un recurso planteado por Unidos Podemos. Así, el máximo intérprete de la Constitución podría delimitar el alcance de este precepto de uso excepcional y contener, con ello, las posibles extralimitaciones que hoy ya se plantean.
Paradójicamente, quienes defienden la aplicación inconstitucional del 155 se denominan a sí mismos como “constitucionalistas”. Identifican lo constitucional y el potencial democrático que sí reviste el texto del 78 exclusivamente con uno de sus principios, el de la unidad de España, pero se olvidan de que la Constitución no sólo tiene 168 artículos más, sino que el propio artículo 2 que recoge aquel principio contiene a su vez, en el mismo precepto, la garantía del derecho a la autonomía. Porque el constituyente entendió que la mejor manera de salvaguardar la unidad de la comunidad política era, precisamente, a través de la división territorial de su poder político y del reconocimiento de autogobierno a sus pueblos. De tal suerte que aquella identificación restrictiva de todo lo constitucional con la unidad del país parece responder a una interpretación equivocada, cerrada y antipluralista de la Carta Magna, incompatible con ella y con el mismo espíritu de una Transición a veces tan denostada como injustamente comprendida. Si de verdad quieren proteger la unidad de España deberían trabajar por unir a quienes se sienten separados, no por la suspensión indefinida e inconstitucional (inconstitucional por indefinida) de sus derechos. La unidad de la comunidad política es indisociable de la existencia de la misma y de los derechos que dimanan de su pertenencia, pero tal unidad no está ontológicamente asentada ni se garantiza con sólo mentarla. Para salvaguardarla valen más la política y la altura de Estado, las armas de la palabra y la comprensión plural del otro, que la imposición inconstitucional de una idea estrecha, y equivocada, de lo que en verdad constituye la propia comunidad.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.