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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

¿Aturem la Justicia?

Isabel Elbal

Raro será el día que una sentencia deje a todas las partes contentas, pero pocas son las sentencias que generan una seria discrepancia jurídica, social y política. Precisamente, la dictada por el Tribunal Supremo en el caso del Parlament de Catalunya reúne todos los requisitos para estar en ese pequeño grupo de resoluciones judiciales que, en lugar de conseguir una solución jurídica a un conflicto, logra todo lo contrario. Se trata de una sentencia que ahonda en el conflicto, presentándose así como uno de esos casos disfuncionales en que la aplicación del Derecho se aparta abiertamente del momento histórico en que las normas han de ser interpretadas y aplicadas.

Desde un principio hemos sostenido que los incidentes ocurridos en torno al Parlament de Catalunya los días 14 y 15 de junio de 2011 no debieron ser enjuiciados en la Audiencia Nacional. Razones jurídicas no nos faltaban, pero dicho planteamiento fue desestimado entregando la competencia para el enjuiciamiento a dicho órgano jurisdiccional, cuya razón de ser y funcionamiento siempre hemos cuestionado.

No esperábamos una sentencia absolutoria en la Audiencia Nacional, pero la misma se produjo. Y no solo eso. Se trató de una resolución de indudable calado técnico en la que primó el Derecho y una interpretación correcta de las normas en conflicto. La sentencia -que tuvo un voto particular- no dejaba margen a la duda sobre la inexistencia de delito alguno. Se aplicaron criterios lógicos, jurídicos y principios básicos a la hora de interpretar las normas: los establecidos en la Constitución y el Código Civil que en su art. 3 establece que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas”.

Como cabía esperar, Ministerio Fiscal, Generalitat y Parlament recurrieron dicha absolución. Pensamos que lo hicieron con la esperanza de que se casase y anulase la sentencia y, en consecuencia, se celebrase un nuevo juicio en una sala más proclive a condenar a los acusados. Lo que nadie podía imaginar es que el Tribunal Supremo fuese a casar dicha sentencia y, sin tan siquiera dar audiencia a los absueltos, dictar una nueva resolución de condena como ha terminado haciendo el pasado martes.

No podíamos esperar que se condenase sin audiencia a los absueltos, porque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha dicho hasta la saciedad que la revocación de una sentencia absolutoria y el posterior dictado de una condenatoria sin audiencia del afectado vulnera el art. 6 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (al respecto y por ejemplo, véase el caso Nieto Macero contra España en el asunto 26234/12 de 8 de octubre de 2013; o el caso Román Zurdo y otros contra España, asuntos 28399/09 y 51135/09).

El Tribunal Supremo -perfecto conocedor de esta reiterada jurisprudencia del TEDH- lo que hace es no modificar los hechos probados de la sentencia de la Audiencia Nacional, pero darles una nueva calificación jurídica; es decir, asume y acepta los hechos probados pero entiende, a diferencia de lo que hizo la Audiencia Nacional, que los mismos sí son constitutivos de delito. Algo así como “lo que tú ves blanco yo lo veo negro y el balón es mío”.

El Tribunal Supremo parece olvidar que esta forma de burlar la jurisprudencia del TEDH ya ha sido igualmente detectada y reprochada por el propio Tribunal Europeo. Así, en el caso Sainz Casla contra España (asunto 18054/10) resolvió condenar a España mediante sentencia de 12 de noviembre de 2013. En ese caso fue la Audiencia Provincial de Barcelona la que aceptó -tal cual hace hoy el Supremo- los hechos probados de la sentencia dictada en primera instancia, pero entendió que donde entonces no se vio delito sí que lo había.

Son muchas más las resoluciones del TEDH que podríamos traer a colación, pero sin duda todas van en igual sentido. Lo realmente relevante es algo muy distinto: el Tribunal Supremo se ha hecho trampas al solitario a costa de la libertad de ocho personas que no han hecho otra cosa que manifestarse en ejercicio de un derecho fundamental.

Sin perjuicio de lo anterior, en este caso no sólo se ha vulnerado el art. 6 del CEDH, sino también el art. 13 en lo que respecta al derecho a un recurso efectivo en el ámbito nacional. Al dictarse la sentencia por el Tribunal Supremo, en contra de la misma no cabe recurso ordinario alguno con independencia del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, órgano que está fuera del ámbito de la jurisdicción ordinaria.

Pero si algo hay de rescatable en la sentencia del Tribunal Supremo es su voto particular firmado por el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez, el cual entre otras cosas dice que “el objeto de esta causa tiene connotaciones políticas tan intensas, que difícilmente podría darse una aproximación de derecho que no comporte o traduzca también una previa toma de posición del intérprete en ese otro plano”. Es decir, que la solución jurídica que se ha dado viene fundamentada por una previa posición ideológica de quienes resuelven y aplican el Derecho, que no es otra que la sala hoy sentenciadora del Tribunal Supremo.

No le falta razón al magistrado discrepante. Así se observa en la propia sentencia con razonamientos como que “el ejercicio de la libertad de expresión y del derecho de reunión no puede operar como elementos neutralizantes de otros derechos y principios indispensables para la vigencia del sistema constitucional. Paralizar el trabajo ordinario del órgano legislativo supone afectar, no ya el derecho fundamental de participación política de los representantes políticos y, en general, de los ciudadanos catalanes, sino atacar los valores superiores del orden democrático”. En este sentido, la sentencia llega a extremos tan poco jurídicos y de escaso rigor histórico como cuando afirma que “la historia europea ofrece elocuentes ejemplos en los que la destrucción del régimen democrático y la locura totalitaria se inició con un acto violento contra el órgano legislativo”.

Entre las muchas cosas que no aclara la sentencia están los “criterios de selección” que se han utilizado para elegir a los ocho hoy condenados de entre todos los absueltos. Seguramente no existe una clara explicación y, por ello, nada mejor que omitirla.

En todo caso, tal y como dice el voto particular, entender que lo sucedido ante el Parlament de Catalunya los días 14 y 15 de junio de 2011 es constitutivo de un delito contra las altas instituciones del Estado no es más que un ejercicio de voluntarismo judicial impropio de un Estado democrático y de Derecho. Se trata de una interpretación politizada de las normas que se aparta de la realidad social del momento en que han de ser aplicadas. El Tribunal Supremo no ha reparado en que se vulneran derechos fundamentales de los condenados, lo que nos llevará, irremediablemente, a una nueva condena de España en Estrasburgo.

El problema de Estrasburgo -y eso lo saben en el Tribunal Supremo- es que esa sentencia y la nueva condena a España llegarán tarde, es decir, cuando las penas ya se hayan cumplido. Tal condena sólo servirá para repararles moralmente, generando nuevas indemnizaciones a costa de las arcas públicas porque los errores del sistema los pagamos todos. Si las condenas y las indemnizaciones fuesen asumidas por quienes arrastran a España a dichas tesituras, las cosas comenzarían a cambiar.

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