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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Las dos naciones

Uno de cada cinco españoles vive en riesgo de pobreza con 8.500 euros al año

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Durante décadas se ha venido produciendo en España una secesión exitosa, un proceso de independencia finalmente consolidado, que no ha recibido ni de lejos la misma atención mediática y política que el malogrado procés catalán. Por supuesto, tampoco le ha preocupado lo más mínimo a muchos de los férreos defensores de nuestra democracia constitucional, a pesar de que sus efectos sobre la misma son mucho más destacados. Me refiero a la secesión que ha protagonizado, y sigue haciéndolo, la clase más adinerada de nuestro país, y de todos los de nuestro entorno, que ha conseguido independizarse del resto del pueblo al que antes pertenecía mediante la creación de una auténtica “sociedad paralela”, nutrida del espectacular crecimiento de la desigualdad económica que estamos padeciendo desde la irrupción neoliberal y el fin del Estado social. Tenemos hoy fuera de “nosotros” a una minoría que ha concentrado capital y riquezas y que existe de espaldas a su entorno: vive en urbanizaciones privadas, con seguridad privada, con sanidad y educación privadas, y con fondos que le garantizan también una seguridad social privada para ellos solos. ¿Por qué les debería preocupar el deterioro de la educación y la sanidad públicas? ¿Por qué podrían llegar a preguntarse sobre el futuro de las pensiones o la calidad de vida en nuestros barrios? No viven en ellos, no participan de las prestaciones sociales del Estado ni utilizan sus recursos ni su administración. Existen como una nación aparte.

La idea, y la realidad aparejada a ella, no es nueva. La “Igualdad, Libertad y Fraternidad” que proclamó la Revolución francesa intentó suprimir los viejos privilegios y la separación radical que antes se daba entre una clase aristocrática rentista y rodeada de prerrogativas, y un pueblo llano, la mayoría, que vivía de sus migajas. Todos los ciudadanos no es que fueran iguales y libres, es que debían serlo, y para ello se desplegaba una solidaridad fraterna vinculada en todo momento a la desaparición de cualquier forma de esclavitud, servidumbre y dependencia material. Pero aquella trinidad se difuminó enseguida con la consolidación del liberalismo doctrinario que protegía únicamente los intereses de la nueva burguesía y con otra revolución, la industrial, que llevó a occidente, una vez más, a un escenario de extrema desigualdad. ¿Qué unía a un empresario de la Inglaterra victoriana con el joven, pobre y díscolo Oliver Twist? Nada, más allá de la absoluta dependencia del segundo. El Antiguo Régimen había regresado de la mano del neofeudalismo capitalista y descarnado de fábricas, chimeneas y grises barrios depauperados.

La existencia de realidades completamente separadas en el cuerpo de la (teórica) misma nación fue, de hecho, una de las principales preocupaciones no solo de los primeros demócratas, sino hasta de algunos liberales conservadores. Como pone al descubierto Pierre Rosanvallon en su recomendable libro “La sociedad de los iguales”, dicha preocupación no vino solamente de la constatación de la desigualdad económica, sino también de la certeza de que un pueblo separado de tal forma no podría tener futuro como comunidad política cohesionada. El proletariado se “quedaba fuera” de la nación, de la patria, según la célebre expresión de Blanqui; exclusión que era doble si atendemos a la que ya padecían las mujeres, las minorías étnicas o las personas consideradas superfluas (“los otros”). El conservador político británico, Benjamin Disraeli, llegaba a escribir una novela, “Sybil y las dos naciones” (1845), donde con tono paternalista abogaba por una nueva unificación de los dos mundos, del proletario y el burgués, porque preocupantemente se consideraban entre sí como “habitantes de planetas diferentes”.

Para evitar aquel desgarro, los liberales y conservadores recurrieron espuriamente al nacionalismo y al colonialismo como válvulas que rebajaran las tensiones sociales, mientras la democracia iba haciéndose paso gracias al movimiento obrero y la conquista paulatina del sufragio universal. Pero la fórmula de mayor éxito en la integración de ambos mundos, hasta hacerlos casi desaparecer en uno solo en la segunda mitad del siglo XX, vino constituida por el Estado social de posguerra. Con él, el avance de la desigualdad no sólo se cortó, sino que se alcanzaron cotas de justicia social y redistribución de la riqueza nunca antes conseguidas. La Europa de la clase media se alzaba con la democracia y los trabajadores se integraban en el seno de la nación política blandiendo nuevamente la bandera de la fraternidad, de la solidaridad y la justicia. Es este modelo de igualdad, no solo política, sino también de condiciones de partida, el que el neoliberalismo ha terminado enterrando en nuestros días bajo la pesada losa de una fiera competencia individualista que vuelve a desgarrarnos como comunidad. Y es este neoliberalismo, con su impulso de la diferencia y la desigualdad, el que ha permitido que toda una minoría se separe de aquella comunidad, del país al que en teoría deberían pertenecer. En su día fueron los proletarios los que fueron separados forzosamente de la comunidad política; hoy son, voluntariamente, quienes detentan en sus manos el gran capital. El 10% más rico de la población española concentra más riqueza que el 90% restante, y los porcentajes tienden a agravarse año a año. Lo que está por ver es si la crisis actual provocada por la pandemia va a aumentar o no esa tendencia, pero lo que sí podemos conjeturar es que, si se sigue el mismo ideario neoliberal de la respuesta a la crisis financiera anterior, nos veremos volcados a un mundo de mayores desigualdades y de una hiperconcentración en manos de unos pocos incompatible con la propia idea de democracia.

Para evitarlo quizá habría que reivindicar con más fuerza que la patria, la nación verdadera, el pueblo auténtico y el país real, son los de la mayoría de la gente que no se ha independizado, que no se ha separado de sus hermanos y hermanas (¡eso era la fraternidad!, nos acaba de recordar el Papa Francisco) y que lucha conjuntamente por su bienestar y por cuidarse los unos y los otros. Pero cuidado: esta “secesión de los ricos”, como denuncian los profesores Joan Romero y Antonio Ariño en su obra de idéntico nombre, está conllevando desde hace ya décadas el empobrecimiento de quienes no lo son. La proletarización de las clases medias es la consecuencia de aquella separación insolidaria, de aquella ruptura voluntaria y consciente del pacto social de posguerra. Por ello hay que evitarla, con más ímpetu si cabe que otras secesiones más famosas, y hay que reconducirla al interior del Estado. Recordarle a esa minoría privilegiada que es tal porque el resto no lo es, y que ese resto es la aplastante mayoría de la comunidad a la que pertenecemos. Un recordatorio que podría comenzar a darse a través de la reactivación de los viejos instrumentos del Estado social, remozados y adaptados a la realidad global de nuestro presente, pero aún funcionales para garantizar el lema de la Revolución francesa. Una tributación verdaderamente progresiva y que grave a los grandes capitales, la reactivación de la iniciativa económica pública y de la institución de las reservas en los sectores estratégicos, un reparto más equitativo de la riqueza y un renovado impulso al principio de solidaridad, también entre territorios. ¿Utopía? Todo lo que acaban de leer viene en nuestra Constitución de 1978. Lo dicho: defendámosla de quienes ya se han independizado de ella con éxito, rodeados hipócritamente de su bandera y recibiendo hasta vivos aplausos por quienes se creen sus más ardientes protectores.

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