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RUIDO Y SILENCIO

Pasa el canutito

Fotograma de la película "Criando ratas", de Carlos Salado (2016)

Montero Glez

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Cuando se le ponen etiquetas a una expresión artística se están restando sus posibilidades. Al contrario de lo que se piense, marcar con etiquetas una novela, una película o un disco, sólo favorece a la industria mal llamada cultural, es decir, a la empresa que distribuye el trabajo artístico y que busca su nicho en el mercado, fetichizando un producto cuyo origen es el trabajo vivo de los creadores. 

La mercadotecnia es cosa de los despachos, un asunto que poco o nada tiene que ver con el criterio cualitativo. El ejemplo que hoy nos ocupa es la película “Criando ratas”, primer trabajo cinematográfico de Carlos Salado y que viene etiquetado como cine “neoquinqui”, un subgénero dentro del género llamado quinqui; una marca con la que se vende una obra de arte que es mucho más que una simple mercancía.

Porque la película que ha firmado Carlos Salado es un derroche de vocación cinematográfica, una declaración de principios que supera toda etiqueta posible y donde se trenzan tres historias suburbiales con final dramático. Con un estilo realista, y una realización virguera, pongamos que de vanguardia, Carlos Salado va construyendo los instantes de unos personajes que se mueven con lo poco que les dejan, es decir, con nada. 

Todo sucede en un día, y Carlos Salado ha tardado años para filmarlo en carne viva. Una película valiente, hecha con ganas  desde los márgenes y lejos de la pereza epistemológica a la que nos tienen acostumbrados la mayoría de los cineastas de este país, hijos de su papá que disponen de todos los medios necesarios para demostrar su falta de talento. 

Pero las comparaciones siempre fueron injustas y más en este caso, en el que un chaval pasado de talento ha realizado una de las mejores películas de los últimos tiempos sin ayudas, sólo con el empuje de sus riñones. Luego esta la música, que bien merece un aparte por ser banda sonora de gitanería y vacilón.

Para ello, Carlos Salado hizo una llamada por los Interneles en busca de una voz bronca y adecuada para cantar al estilo rumbero. Al final dio con Antonio Clavería, un tipo de Alicante cuya garganta parece hecha a medida para cantar las rumbas callejeras de Carlos Salado, y con el que ha formado “Uña y carne”, un dúo que da la narrativa necesaria a las imágenes de “Criando ratas”. Temas como “Pasa el canutito”, “Yo me drogo” o “Bandidos” aliñan la película de manera acertada.

La delincuencia, la estigmatización social y el abandono de ciertos estratos, ya habían sido cosas retratadas en los años 80 por Carlos Saura en “Deprisa, deprisa”, y luego por Eloy de la Iglesia, nuestro Fassbinder nacional. Con la llegada al poder del Partido Socialista, aquellas películas fueron quedando orilladas a  sesiones dobles de barrio. No interesaba presentar una verdad tan cruda. Por lo mismo, se canonizó el cine de Almodóvar, un cine frívolo influido por la españolada de Pajares y Esteso, pero con su toquecito de humor escatológico. La Movida Madrileña necesitaba un cineasta y Pedro Almodóvar fue el elegido. 

Llegados los primeros años de este siglo,  una exposición titulada “Quinquis de los 80” vino a revitalizar aquellas películas de Eloy y de José Antonio de la Loma. La etiqueta, que en su día no se puso, serviría para marcar un género que hoy está absorbiendo el mercado; el género “quinqui” cada día que pasa tiene más público. Los macarrillas de entonces, con sus bardeos y sus tirones, son mitos que forman parte del imaginario colectivo de una generación a la que Carlos Salado pertenece.  

A partir de aquí, el cine de Carlos Salado lleva la marca “neoquinqui”, algo de lo que el cineasta tendrá que escapar si quiere seguir vivo. Porque lo peor que le puede pasar a una expresión artística es que lleve un código de barras con su fecha de caducidad. 

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