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La vida a tres meses vista

Borja Ramírez

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Cuando uno trabaja en una cadena de producción, a menudo tiene mucho tiempo para sus pensamientos. La tarea, constante y repetitiva, da lugar a una especie de abstracción mental que aísla a cada individuo en sí mismo, por encima del ruido y la repetición.

Desconozco cómo sobrellevarán las horas aquellos más veteranos, pero en mi caso dedico mucho tiempo a repetirme porqué estoy ahí, cuál es el objetivo y que soy un “afortunado” porque estoy de paso. Sin embargo, para la mayoría de mis compañeros, pensar que están de paso únicamente ofrece el estrés propio del que no sabe cómo saldrá adelante en unos meses, la incertidumbre en la que nos ha sumido una salvaje precariedad laboral disfrazada de recuperación económica.

Entre todos esos trabajadores que, a su pesar, vienen y van cada pocos meses, hay historias que son testimonio de los excesos y pecados de unos tiempos no tan lejanos en los que las cosas parecían mejores. Tiempos en los que, cuenta un compañero, “supe lo que era la buena vida”. Y prosigue relatando, con la mirada fija en el trabajo, cómo tenía coche y móvil de empresa al poco de comenzar a trabajar. De las vistas al parque desde la cristalera de su antiguo despacho. De los muchos trabajos temporales que ha tenido desde entonces, el último de ellos procesando carne, desde que perdiese su puesto de administrativo en una constructora propiedad de un familiar de Cotino cuando, al fin, los contratos públicos dejaron de llegar.

Los hay, sin embargo, que jamás tuvieron un pedazo del pastel. Trabajadores sin cualificación que se llevaron la peor parte de la crisis y que, entrados ya en años, subsisten empalmando miserable contratos temporales para pagar a duras penas las facturas. Algunos poseían pequeños negocios locales, papelerías que subsistían abasteciendo anualmente a tres o cuatro colegios y que no pudieron competir en la guerra de precios de las grandes superficies. Y por encima de todos los que de forma injusta pagan día a día la crisis, están las mujeres.

Ellas, que componen el grueso de los trabajadores de la planta mañana, tarde y noche, son la principal víctima de una precariedad que todo el mundo parece haber aceptado. Una precariedad que tiene forma de mujer de mediana edad, sin estudios y con un largo historial encadenando contratos de campaña. Tiene rostro de madre que se deja a diario las manos y la espalda por menos de seis euros la hora, para llevar a casa un segundo sueldo, en el mejor de los casos, para, entre dos, hacer uno decente. De la que intenta rehacer su vida tras una separación. La que quiere poder tener sustento el día de mañana, después de haber dedicado la vida a un trabajo en el hogar que nadie dará por cotizado.

El empeoramiento de las condiciones de trabajo ha convertido en privilegiados a aquellos que cuentan con un contrato indefinido cuya precariedad causaba alarma y abría informativos hace apenas unos años. Ya no se trata de exigir derechos laborales y mejorar las condiciones de los trabajadores, sino que lo que antaño fuera pugna entre trabajadores y patronos, se ha tornado ahora en un recelo individualista entre los propios trabajadores, que aspiran a alcanzar algún día la tan ansiada condición de indefinido, miserias aparte, para no tener que organizar su vida a tres meses vista.

Los años duros de la crisis parecen haber quedado atrás y, una década después de que nuestra burbuja se viniese abajo, la nube de polvo surgida del colapso comienza a disiparse, mostrando el nuevo tablero en el que hemos de jugar. La precariedad, establecida en todos los campos, se ha tornado una constante común y general a la mayoría. A estas alturas de la película nadie puede culpar a los que se aferran a lo poco que creen tener, a los que temen protestar, a los que no hacen huelga. Aquellos que se han enriquecido con esta situación, sin embargo, se benefician ahora de la abundancia de una mano de obra necesitada, asustada, a precio de saldo y fácilmente desechable.

Según un artículo de El País, publicado el pasado 9 de abril, los empleos más demandados este año son el de teleoperador, preparador de pedidos y el de kelly. Ninguno de ellos supera, de media, los 20.000 euros brutos anuales y en el caso de las tristemente conocidas kellys, las pésimas condiciones laborales llegan hasta el extremo de cobrar 2,30 euros por habitación limpiada. El nuevo puesto de trabajo estándar se ciñe más que nunca a un modelo neoliberal caracterizado por la precariedad. El objetivo es vender una suerte de miseria “cuqui”, hecha atractiva a través del márquetin. No poder permitirse nada más allá de la subsistencia, en el mejor de los casos, ha sido desmenuzado en una serie de términos anglosajones que hacen de la pobreza algo llevadero, interiorizada por los más jóvenes, siempre y cuando dé para un par de post en Instagram al día.

En los vestuarios de la fábrica, al acabar el turno, se escucha un murmullo sobre el jaleo. Han vuelto a cambiar los horarios, tocará trabajar también el sábado. Los temporales callan, los fijos se quejan tímidamente y todos concluyen resignados que “es lo que hay”. Y lo que no hay es lugar para la queja, no es posible la organización. A la aislación propia de una cadena de producción se suma el continuo cambio de los turnos, el perpetuo rotar de personal cada pocos meses. La mayoría de trabajadores, de carácter temporal, ni siquiera se siente formar totalmente parte de aquello y tienen asumida su condición de precarios. Los fijos temen dejar de serlo y no pueden respaldarse en el grupo, viendo pasar la oportunidad de una cierta colectividad con cada remesa de caras nuevas. No hay lugar para la organización y la defensa de los propios derechos cuando ni siquiera hay un grupo de trabajadores estable, cuando somos desconocidos para aquellos con los que compartimos suerte y pena.

No es época de héroes, las reglas de antaño ya no parecen valer y de los líderes hace mucho que no se escucha nada. Nadie sabe a ciencia cierta cómo actuar en un mundo post crisis en el que muchos se sienten a la deriva, sabiéndose los grandes derrotados de la globalización. El temor hacia aquello que escapa a nuestro control se instala en nosotros y, poco a poco, somos derrotados y resignados a una precariedad impuesta, a una desigualdad social sin precedentes, a un 28% de españoles en riesgo de pobreza. De cada uno de nosotros depende que los próximos años supongan la hegemonización de un sistema injusto, de las jornadas de doce horas de las que se cobran ocho, de trabajar seis días a la semana y no llegar a fin de mes, de que la idea de una vida sea un sueño lejano. De nosotros depende seguir el ejemplo de las kellys, que consiguieron llevar sus reivindicaciones laborales a la Moncloa. De los trabajadores de Deliveroo que se organizaron y, tras una huelga y varias denuncias, consiguieron que los tribunales les dieran la razón. De los miles de jubilados que salieron a las calles para defender sus pensiones, marcando el camino a los más jóvenes. De las millones de mujeres que tomaron las ciudades españolas el 8M, plantando cara a una opresión histórica y sistémica. La lucha contra la precariedad y la desigualdad social es justa y más necesaria que nunca en un momento en el que, como antaño, lo único que debemos temer es al miedo mismo.

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