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La ira de Buda

Soba Kunarathiram posa frente al altar en el que se recuerda a su esposo, asesinado por tropas cingalesas. Desde entonces sufre problemas cardíacos que le impiden trabajar. Sobrevive en Kilinochchi gracias a las clases de informática que da su hija. Fotografía: Zigor Aldama

Zigor Aldama

Sri Lanka/Birmania —

Viajar por la carretera que une Mulliativu y Mullivaikal pone los pelos de punta. Es la estrecha franja de asfalto en torno a la cual el Ejército cingalés y los guerrilleros de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) libraron las últimas batallas que, hace un lustro, pusieron fin a casi tres décadas de guerra civil en Sri Lanka. Fue un baño de sangre, y las heridas que provocó son todavía más que evidentes. Los balazos en las fachadas, los tejados destrozados por los morteros, las decenas de vehículos reducidos a un amasijo de hierros y las improvisadas cruces de madera que salpican la tierra reflejan todavía la masacre que aconteció en los primeros cinco meses de 2009.

El Gobierno del presidente Mahinda Rajapaksa niega que la ofensiva final, llamada ‘operación humanitaria’ por el Ejecutivo y calificada de genocidio por varias ONG internacionales, provocase la muerte de un solo civil. Sin embargo, diferentes organizaciones de Derechos Humanos, incluidas agencias de Naciones Unidas, estiman que hasta 70.000 personas perdieron la vida en el transcurso de un año. Y el Gobierno Transnacional de la Tierra Tamil, una organización que ha sustituido desde el exilio al LTTE en la lucha por los intereses de esta etnia originaria de India, eleva la cifra total a cien mil. Y añade que el cruento final de la guerra dejó 90.000 viudas tamiles que sufren una continua intimidación, y todo tipo de abusos, por parte de los militares cingaleses.

Quizá para evitar que la evidencia hable por sí sola, soldados apostados cada cien metros a lo largo de la desolada carretera apremian a los vehículos y prohíben la toma de fotografías. Sí que permiten el uso de cámaras en el improvisado museo de la guerra, una sucesión de tejavanas bajo las que se exhibe todo tipo de armamento utilizado por los guerrilleros, a quienes los letreros se refieren como terroristas. Y en el cercano monumento a la victoria, una desubicada escultura gigante protagonizada por un soldado dorado que agita la enseña nacional con una mano y sujeta un Kalashnikov AK-47 en la otra.

También son bienvenidos los visitantes con hambre de ‘selfie’ en el búnker que acogió hasta su muerte al líder del LTTE, Velupillai Prabhakaran. El lugar, escondido en el interior de la frondosa jungla del norte del país y rodeado todavía de minas antipersona, se ha convertido en uno de los principales atractivos turísticos de la zona, hasta la que se acercan muchos cingaleses para descubrir los secretos que guardaban los cuatro pisos subterráneos de la madriguera del Gran Tigre. Muchos se fotografían haciendo el signo de la victoria u orinando en alguna esquina, muestra de que la reconciliación nacional es todavía una utopía.

Los pocos tamiles que visitan el lugar, sin embargo, lo hacen en silencio. Muchos ni siquiera pueden reprimir el llanto, aunque la abrumadora presencia militar es aliciente suficiente para esconder los sentimientos. Porque la mayoría asegura que, a pesar de lo que el Gobierno quiere hacer creer al mundo, todos los elementos que provocaron el estallido del conflicto continúan vivos: la represión cultural, la marginación económica, y la violencia física. Incluso dicen que, desde que el país declaró el día de la victoria -el 18 de mayo de 2009-, el terror se ha agudizado. Y, curiosamente, llega ondeando una bandera que siempre se asocia al pacifismo: la del budismo.

“Es evidente que la estrategia del Gobierno incluye diluir la identidad de la etnia tamil para convertirla en una minoría en su propia tierra. Y nadie duda que Colombo cuenta con el apoyo de la comunidad budista, cuya radicalización salta a la vista”, afirma Joy Fernando, reverendo (cristiano) de la pequeña iglesia de Kokkilai, una de las localidades que más sufrió durante la última ofensiva. “Se han robado miles de acres de tierra de tamiles que ya están en manos de cingaleses, y se ha llevado a cabo una reordenación administrativa de provincias y de distritos para que cuenten siempre con algún territorio de mayoría cingalesa y evitar así que partidos políticos tamiles cobren fuerza. Aunque se trate de un proceso político, las consecuencias saltan a la vista: no tiene más que ver el número de nuevos templos budistas en el territorio que controlaba el LTTE -tercio norte de la isla-, y la decadente situación en la que se encuentran los santuarios hinduistas y las iglesias cristianas de los tamiles”.

Rayapu Joseph, obispo de la localidad eminentemente cristiana de Mannar, vivió en primera línea de fuego el fin de la guerra y ha recogido cientos de testimonios sobre lo que sucedió en los últimos meses. Pero lo que le preocupa es que la situación se deteriora cada vez más. Sostiene que casi 140.000 personas siguen desaparecidas un lustro después, y que los militares han quemado miles de cadáveres para destruir pruebas de las atrocidades cometidas. De hecho, se atreve a calificar lo sucedido como “una masacre inscrita en un proceso de limpieza étnica que continúa en todos los frentes”. Y señala el ‘poblado modelo’ de Keppapillavu, que pretende ser un modelo de reconstrucción, como ejemplo del Apartheid que se está instaurando.

Allí han sido reubicadas 120 familias tamiles que lo perdieron todo en la ofensiva final. Pero su nivel de vida dista mucho de la idílica existencia que publicita el Gobierno. Tharmaragini, una mujer que reside con los cinco familiares que sobrevivieron a la guerra en una de las chabolas del lugar, asegura que viven sin agua corriente ni electricidad, algo que evidencian las idas y venidas de los lugareños a un pozo cercano y las linternas que aparecen por doquier. Tharmaragini añade que, además, ella no ha tenido que abandonar su casa porque haya sido reducida a escombros, sino porque la han robado los militares y los monjes budistas. No es la única que denuncia este hecho. Mathusamy, un agricultor que construye su propia vivienda unos metros más allá, cuenta algo parecido. “Nos han arrebatado la tierra para construir asentamientos de cingaleses y templos, y ahora nosotros no tenemos de qué vivir”.

Algunos monjes budistas reconocen que su presencia es cada vez mayor en el antiguo feudo del LTTE. Y lo justifican. “Los tamiles son originarios de India, y trajeron consigo el hinduismo y el cristianismo. Pero Sri Lanka ha sido siempre budista, y creo que es lógico que busquemos afianzar nuestra cultura. Lo mismo que hicieron los españoles con los musulmanes hace siglos”, apunta el abad de un monasterio del sur que prefiere mantenerse en el anonimato. “Muchos creen que, como el budismo promueve la paz y la armonía sobre todas las cosas, pertenecemos a una religión débil que puede ser pisoteada. Así que agradecemos que el Gobierno y el Ejército la defiendan”.

Otros monjes sí que ven con preocupación la radicalización de una gran parte de sus correligionarios, algo que quedó en evidencia el pasado mes de abril cuando una turista británica, Naomi Coleman, fue deportada de la antigua Ceilán por exhibir un tatuaje de Buda en el brazo. Fue detenida nada más aterrizar, y el juez, a pesar de que no es una ofensa tipificada en ningún código, consideró que el dibujo supone un “insulto a la religión del país”. Coleman agradeció marchar del país tras su inesperada odisea legal, pero lo hizo con unas declaraciones contundentes: “El budismo está basado en la compasión y la amabilidad. Si Sri Lanka lo entiende de otra forma, debería dejarlo claro”.

Su rastro, también en Birmania

Desafortunadamente, la ex colonia británica no es el único país en el que se ha desatado la ira de Buda. 1.500 kilómetros al noreste, en la Birmania rebautizada como Myanmar, otro conflicto étnico y religioso tiene al budismo como protagonista desde que, el 28 de mayo de hace dos años, una de sus fieles fue aparentemente violada y asesinada por varios hombres de la etnia rohingya, que profesan el islam.

Según la versión oficial, eso es lo que detonó la salvaje ola de violencia que se extendió poco después por el estado occidental de Rakhine, y que ha continuado provocando chispazos de violencia que se han saldado ya con más de 300 muertos. Así, lo que comenzó como una venganza comunal se ha convertido en uno de los conflictos más graves de un país que busca culminar el año que viene un ambicioso proceso de democratización.

El conflicto se ha extendido por todo el país y enfrenta ahora a los budistas radicales del movimiento 969 con los rohingya -la etnia más perseguida del mundo según la ONU- y con el resto de musulmanes de un país en el que representan en torno al 8% de la población. Además, como consecuencia de las matanzas de 2012 se ha instaurado en Rakhine un Apartheid que está provocando una de las peores crisis humanitarias del continente: unos 150.000 rohingya sobreviven a duras penas encerrados en campos de desplazados que el Gobierno ha erigido “por su seguridad”, y en los que falta casi de todo: las raciones de comida llegan con cuentagotas, el agua corriente escasea, las instalaciones sanitarias son completamente deficientes, y no hay forma de encontrar trabajo. “Lo que están haciendo con nosotros es comparable al Holocausto judío de Hitler”, denuncia uno de los pocos políticos rohingya, Abu Tahay.

A pesar de su desesperada situación, la mayoría de la población birmana se niega a que la comunidad internacional les preste ayuda. “Los rohingya son inmigrantes ilegales venidos de Bangladesh con los colonizadores británicos. Por esa razón los consideramos bengalíes y no tienen derecho a la nacionalidad birmana. Además, pagan a las mujeres locales -budistas- para que se casen con ellos y se conviertan al Islam, y luego tienen muchos más hijos. Eso resta recursos a la población local y desequilibra la sociedad. Además, son una comunidad violenta y endogámica que busca la segregación del resto de religiones. Primero buscan la creación de un estado islámico en Rakhine -se estima que 700.000 de sus 3,8 millones de habitantes son de etnia rohingya- y luego esperan extender ese éxito al resto del país antes del año 2100”, explica U Jotika, abad del monasterio budista de Ooyin.

“Hay infinidad de documentos que certifican nuestra existencia en el país antes de la llegada de los británicos, incluso desde el siglo IX”, se defiende Tahay. “Y si tenemos en cuenta cómo ha crecido la población rohingya desde entonces, vemos que la natalidad ha sido incluso inferior a la de los rakhine. En cualquier caso, aunque eso fuese cierto, que los budistas se comporten como lo están haciendo debería avergonzarles”. Pero no es así. Al contrario, sus líderes se muestran abiertamente a favor de que los rohingya sean recluidos en campos, que sean desposeídos de los derechos más básicos, y que se busque una solución para expulsarlos del país. De hecho, en el último censo realizado por el Gobierno ni siquiera se les ha permitido identificarse como rohingya.

Es lo que ha pedido siempre Ashin Wirathu, uno de los líderes del movimiento 969 al que la revista estadounidense Time bautizó en portada como ‘el rostro del terror budista’. Él mismo se había autoproclamado antes el ‘Bin Laden birmano’, y, aunque después de la cascada de críticas recibidas ya no lo hace, su discurso le delata. “Somos la respuesta a la invasión musulmana que sufre Birmania, y nuestro objetivo es defender al país de ella. Nosotros no tenemos fusiles, no estamos detrás de ningún acto violento, sólo queremos evitar que los musulmanes se hagan con el control del país y dar a conocer la situación actual a nuestros compatriotas”.

Eso, aparentemente, incluye también abogar por la prohibición del matrimonio interreligioso, y denegar la nacionalidad birmana -incluso la residencia- a los rohingya para convertirlos en apátridas. “Suponen una amenaza directa para la forma de vida y el bienestar de la población local”, sentencia Wirathu, recalcando la idea central de un discurso que ya ha sido bautizado como budismo etnocéntrico. El monje apunta con el índice hacia las fotografías que ‘decoran’ la entrada al edificio en el que reside, dentro del imponente complejo budista del monasterio de Masoeyein, en la ciudad de Mandalay.

La pared está empapelada con brutales imágenes tomadas tras los choques entre budistas y musulmanes: jóvenes monjes con la cabeza aplastada, rohingyas eviscerados, niños con el cuello seccionado, y un largo etcétera que compone una amplia galería de horrores. “Todo esto podría evitarse si los rohingya no estuviesen en Birmania. Por eso pedimos a todos los que les ofrecen ayuda que los acojan en sus países”, apostilla Wirathu. Sus palabras han calado tanto que, a unos cientos de kilómetros de Mandalay, en la capital del estado Rakhine, Sittwe, ni siquiera las ONG son bienvenidas.

“Nos hemos convertido en un objetivo de los extremistas budistas y no podemos trabajar. Tememos por nuestra integridad física, así que exigimos al Gobierno que garantice nuestra seguridad. De lo contrario, lo que se va a vivir en los campos de los rohingya va a ser un exterminio”, apunta un cooperante de una ONG francesa que pide no hacer pública su identidad. La ONU ha lanzado ya varios llamamientos para impedir una tragedia a gran escala, pero tras la valla de alambre de espino que separa la libertad de los campos de desplazados, la situación es límite: la desnutrición mata a bebés continuamente, y los que sobreviven caen por culpa de enfermedades que tendrían fácil cura con unos cuidados básicos.

Es el caso de Ahmed, un niño de 12 años que comenzó a sentirse mal. Sus padres no le dieron mayor importancia hasta que se dieron cuenta de que la fiebre era especialmente alta. Pero el doctor de la única clínica a la que pueden acudir, un centro atestado de gente en el que conviven madres parturientas con enfermos de sida, le restó importancia y lo consideró una gripe. Pocos días después, tuvieron que evacuarlo al hospital de Sittwe porque su situación era grave. Como los rohingya no pueden abandonar los campos, la próxima vez que su madre lo vio fue en un ataúd. “Su historia es la de miles de niños y de adolescentes que van a morir aquí mientras el mundo no haga nada”, asegura Aung Win, uno de los pocos activistas rohingya que tratan de llamar la atención de la comunidad internacional desde los propios campos.

Afortunadamente, también hay monjes budistas que muestran preocupación por la violencia que ha comenzado a impregnar su religión en Sri Lanka y en Birmania. “El problema está en la manipulación política a la que están sometidos algunos de nosotros. El budismo respeta la paz y la vida por encima de todo lo demás, pero el ser humano casi nunca está a la altura de estos ideales”, se lamenta Shwe Mg, uno de los monjes más ancianos del comité de la pagoda de Shwedagon, en Yangón. “Quienes provocan violencia lo pagarán en la reencarnación”.

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