PREGUNTA A SARA TORRES

“Llevo seis años con la misma pareja y muchas veces acabamos siendo como hermanas, ¿cómo mantener el eros vivo?”

'Las dos Fridas', de Frida Kahlo (México, 1939).

Sara Torres

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Hace seis años que salgo con la misma persona, muchas veces entramos en modo fusión, acabamos siendo como hermanas. ¿Cómo mantener la distancia/separación necesaria para mantener el eros vivo, cuando da tanto placer la fusión?

Chatin Legrande lectora de elDiario.es

Hay muchas formas de nombrar, pensar y vivir el deseo. Uno de los caminos que ha tomado la tradición occidental invoca a Eros como portador de una experiencia ambigua, que tanto ofrece momentos de plenitud y goce como revela la necesidad, la inseguridad y la angustia. No hay posibilidad de eros sin contacto o conciencia de la vulnerabilidad y la falta. Anne Carson, en su ensayo Eros dulce y amargo, lo define con seguridad:

“Quizá haya muchas maneras de responder a esto. Una se ve con más claridad en griego: la palabra griega eros denota «necesidad», 'carencia', 'deseo por lo que falta'. El que ama desea lo que no tiene”.

El que ama desde el eros, entendido eros como deseo erótico, busca en el afuera lo que no tiene. Elige con la mirada aquello que representa un mundo con el que quisiera fusionarse, pero que aún se muestra a la distancia justa. El deseo erótico sería entonces la tensión que produce la diferencia entre los seres, una diferencia que se percibe como irreductible cuando, gracias a la perspectiva, admiramos las cualidades de otra con la que ansiamos fusionarnos. Para seguir desarrollando esta línea de interpretación, Carson se apoya en un texto de Emily Dickinson, bajo el título Tuve hambre.

Durante tantos años tuve hambre–

Hasta que llegó mi mediodía –mi hora de comer–

Temblando me acerqué a la mesa–

y probé el vino extraño–

Era lo que había visto sobre otras mesas–

Cuando volvía, hambrienta, a casa

y veía por las ventanas la opulencia

que no podía pretender para mí–

No reconocí la abundancia del pan–

Tan diferente de las migajas

que los pájaros y yo compartíamos

en el comedor de la naturaleza–

La plenitud me lastimó –era algo tan nuevo–

Que me sentí enferma –y rara–

como un fruto del árbol montañés–

trasplantado al camino.

Tampoco estaba hambrienta ya –descubrí

Que el hambre –es algo que sienten

aquellos que miran por las ventanas desde afuera–

y que, entrando, lo pierden.

Según el uso que le da Carson, en el poema de Dickinson es el hambre, la falta, la condición del deseo. Lo ansiado se desea si se contempla situándonos a una justa lejanía y con cierta percepción de un obstáculo. La imagen de la ventana representa el obstáculo, una mediación que nos permite ver a través, enfocar nuestra atención, pero no llegar a ocupar el lugar de fusión completa. También en el texto queda reflejada una divergencia entre la relación del hambre con la migaja y del hambre con la abundancia. La migaja sustenta, al mismo tiempo, la supervivencia y el ansia de la poeta –comparable a la de los pájaros que incansables picotean– actuando de estímulo que sostiene el ritmo de la búsqueda. Mientras, la plenitud y la abundancia generan un aletargamiento, una sensación de rareza y de enfermedad (¿tal vez enfermedad del deseo?).

La tensión, el exceso de energía que el eros produce en nuestros cuerpos suele despertar la atención, los sentidos y hasta la memoria

La tensión, el exceso de energía que el eros produce en nuestros cuerpos suele despertar los sentidos y hasta la memoria. Con todas las sensibilidades desplegadas y preparadas para captar infinitos matices, cuando no hay frustración las deseantes nos sentimos en una especie de versión excelente de la vida (me imagino que esto no me pasa sólo a mí jaja). Nuestras capacidades se multiplican y activan, en un baile de seducción que busca caminos para resolver la distancia hasta llegar a la otra. Nuestros los colores y las plumas, nuestro también el canto: una proyección del deseo que toma la justa mesura de la distancia que buscamos atravesar para llegar junto aquella a quien ansiamos. 

No todo es gloria en el “Eros dulceamargo” que cantaba Safo, maestra en las artes del amor. Pensarlo dulceamargo implica reconocer que la búsqueda también puede angustiarse, truncarse. Que la vulnerabilidad de la apertura radical a la otra tiene consecuencias y que estas no han de ser necesariamente felices. Si el deseo precisa la aceptación de la diferencia entre yo y la otra, de su libertad y libre albedrío al margen de nuestra voluntad, entregarnos al eros comporta un riesgo, el del contacto frontal con el vértigo de la posibilidad de abandono y rechazo.

Duffourmantelle describe la posibilidad del abandono como un miedo que, activo o latente, constituye una parte fundamental de nosotrxs “ese miedo agazapado en el fondo de nosotros, que nos acecha sin nunca soltar prenda”. Quizás la fusión, el hermanamiento con la pareja es tan placentero porque por un tiempo suspende la percepción de que el abandono es posible. Incluso puede llevarnos a un lugar de satisfacción de las necesidades que se parece a la relajación infantil de sentir que hay otra vida que se hace cargo de la nuestra. Ese placer no ha de subestimarse, es una fuerza brutal que motiva a elegir un camino u otro.

Quizás la fusión, el hermanamiento con la pareja es tan placentero porque por un tiempo suspende la percepción de que el abandono es posible

El placer de la fusión también es erótico, pero eventualmente puede adormecer el ciclo del deseo, el ciclo del hambre y de la búsqueda. Parece la mala broma de algún demonio burlón: ¿Por qué algo que temporalmente nos proporciona tranquilidad y satisfacción termina por adormecer lo que inicialmente nos ha reunido? Tal vez porque se fragua en el escurridizo principio de que dos pueden ser uno, y de que siendo uno es posible seguir deseando dentro de esa unidad creada. El placer de la fusión promete por un tiempo la satisfacción completa de todos nuestros anhelos al ofrecer una intimidad colmada con la otra. Cuando se da una ruptura después de haber vivido un proceso de fusión los duelos nos sorprenden por su tremenda dureza.

Celebramos el subidón del deseo, pero la exposición al ciclo del hambre, al ciclo del deseo, también es agotadora. En contextos donde falta una bella ética de las amantes, nos desgasta la superficialidad de la búsqueda, la exposición al rechazo, la incomprensión. El sufrimiento erótico ocurre hoy en un tiempo donde los ciclos del deseo se fuerzan hasta ser cada vez más cortos, para favorecer así la velocidad del consumo. Extenuadas por la velocidad del deseo obligatorio, a veces buscamos la suspensión total de esa búsqueda, “nos retiramos”, retiramos la atención, para también retirarnos del “mercado” y sus violencias.

El sufrimiento erótico ocurre hoy en un tiempo donde los ciclos del deseo se fuerzan hasta ser cada vez más cortos, para favorecer así la velocidad del consumo

Como bichitos deseantes, creo que no hay solución más allá del entendimiento de las distintas etapas que atravesamos en la vida, y las necesidades muchas veces misteriosas que nos mueven. ¿Cómo no tener miedo a la distancia con la otra, si la ruptura de la fusión evidencia la posibilidad natural de la pérdida? Y, por otro lado, ¿cómo no echar de menos el estado del cuerpo deseante? Cuando la memoria de los momentos en los que la realidad no parecía plana, sino que se curvaba y ofrecía su éxtasis, pertenecen al periodo donde eros animaba nuestra vitalidad… Por presencia, o por apreciación de su ausencia, el deseo siempre acompañará a los cuerpos que lo hemos conocido. Es una suerte de intensidad con la que tal vez lleguemos a aprender a convivir.

Y mientras amamos, ¿cómo mantener la distancia? Yo diría que la distancia está siempre entre nosotras, sólo que a veces la promesa del amor incondicional y las prácticas amorosas de la rutina monógama nos hacen olvidar que no es posible sostener en el tiempo una fusión total con la otra. Que cualquier día la otra puede girar su rostro y su deseo hacia una dirección donde no nos encontramos. Del reconocimiento de esta realidad, puede resurgir, tal vez, la perspectiva que anime a un Eros adormecido en una rutina de abundancia. 

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