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La última oportunidad de Albert Rivera

Albert Rivera, en los camerinos del programa 'Espejo Público' el pasado mes de septiembre

Ignacio Escolar

El partido que más ha mirado a las encuestas desde su fundación es hoy el partido que más se despeña en las encuestas. Probablemente ambas cosas están relacionadas entre sí.

Albert Rivera se presenta a la presidencia del Gobierno por cuarta ocasión. Y lo hace tras una larga carrera en un partido que empezó siendo “socialdemócrata” y de “centro izquierda”, pactó después con la extrema derecha euroescéptica, se convirtió más tarde en centrista y ahora quiere liderar el bloque conservador. Es raro que un mismo partido dé tantos bandazos en solo 13 años. Es más raro aún que, al frente de proyectos políticos tan distintos, el líder haya sido siempre el mismo: Albert Rivera, desde 2006 hasta hoy.

Las encuestas y los 'focus group' aconsejaron a Ciudadanos su penúltima pirueta estratégica. Fue el 18 de febrero, en una reunión interna cuyos detalles ya conté en un artículo anterior. Ese día, los técnicos demoscópicos del partido convencieron a Albert Rivera de que era imprescindible cerrar la puerta, a cal y canto, a cualquier acuerdo con Pedro Sánchez. Que había que atarse al palo mayor de la derecha –como Ulises frente a los cantos de las sirenas– para taponar esa inmensa fuga de votos que se iban de Ciudadanos hacia el PP y, más aún, hacia Vox.

Sellaron esa vía de agua y el resultado del 28 de abril fue, para su partido, mejor del esperado. A corto plazo, la magia de las encuestas funcionó. A medio y largo plazo, es otro cantar.

Girar a izquierda o derecha en función de la oportunidad del momento, como un río que busca su camino más corto a ese mar que es el poder, es algo que hacen casi todos los partidos. No adaptarse a la realidad suele ser una estrategia política aún peor. Pero los meandros de Ciudadanos han sido demasiado pronunciados, incluso para su propia organización.

Tras el resultado electoral, muchos votantes de Ciudadanos, muchos de los dirigentes del partido y el mismo poder económico que tanto respaldó a Albert Rivera apostaron por que daría un giro más; por que, a pesar de lo dicho en campaña, Rivera apoyaría a Sánchez en su investidura, algo que una parte del PSOE esperaba también.

No les faltaban argumentos a los partidarios de ese acuerdo, más allá del interés. Y decisiones como la que tomó Manuel Valls al votar a Ada Colau –defendiendo que muchas veces hacer política consiste en apostar por tu opción menos mala– abrieron un nuevo boquete en el discurso 'regenerador' de Rivera. Ya no se iba el voto conservador. Se iban los que habían creído que Ciudadanos era un partido centrista y liberal, y que veían al Macron español pactar con la versión castiza de Le Pen.

Tras las generales de abril, Albert Rivera presumió de haberse convertido en el verdadero “líder de la oposición”. Tras las elecciones de mayo, su gestión de los pactos logró justo el efecto contrario: consolidar el liderazgo de Pablo Casado y salvar al PP de su peor resultado en décadas, garantizando un refugio para su aparato y sus cuadros en Madrid, en Murcia y en Castilla y León.

Con las cartas que tenía Ciudadanos tras las autonómicas y municipales, es difícil de entender cómo negociaron tan mal. Podían haber optado a la alcaldía de Madrid o a birlar al PP alguna autonomía. Podía haber buscado acuerdos con el PSOE para abrir las ventanas y que corriera el aire en administraciones donde la derecha gobierna desde el siglo pasado. O al menos sacar de esta posición de bisagra algún escaparate donde probar su gestión, como el Ayuntamiento de Madrid. Pero Rivera –tras consultar a los oráculos de las encuestas– se conformó con convertirse en la muleta del PP, siempre a tres bandas con Vox.

Con las encuestas a la baja, tras un agosto desaparecido, Albert Rivera volvió a rectificar. Después de varios meses negándose siquiera a reunirse con el presidente en funciones, al que trataba en sus discurso como el capo de una “banda” a la que había que detener, el líder de Ciudadanos hizo exactamente lo mismo que le pedían todos los dirigentes críticos que, en este tiempo, han abandonado su partido por su tozudez: proponer a Pedro Sánchez una investidura condicionada.

Nunca estuvo claro si ese triple lanzado en el último minuto era un intento serio de anotar, de llegar a un acuerdo con Pedro Sánchez. O si solo se trataba del primer acto de Ciudadanos en la nueva campaña electoral. A todos los efectos, ya da un poco igual, porque el daño está hecho. Ciudadanos entra en esta campaña malherido, y sus votantes son un pastel que PSOE y PP se quieren repartir.

Porque la pregunta ya no es quién ganará la pugna por ser el líder de la oposición. Nadie que mire las encuestas tiene alguna duda de qué ocurrirá en la batalla de la derecha. El PP ha alejado el 'sorpasso' en el bloque conservador, a pesar de la debilidad de su actual líder. Si Albert Rivera no venció a Pablo Casado en abril, si en mayo tampoco fueron capaces de ganar en ninguna autonomía o alcaldía importante, en noviembre es seguro que no ocurrirá.

Las preguntas son otras: ¿Cuánto caerá Ciudadanos en esta cita electoral? ¿Mantendrá esa llave de Gobierno que hoy tenía –mayoría absoluta con el PSOE– y que Rivera no quiso utilizar? ¿Adónde irán los votantes que hoy abandonan el barco? ¿Cuántos se van al PSOE, al PP, a Vox o a la abstención?

Rivera fue el favorito de las grandes empresas y de buena parte de la prensa, que durante años lo auparon aunque ahora renieguen de él. Estuvo cerca de alcanzar La Moncloa –él mismo así lo creyó– y ahora no hay nadie que apueste un euro por esa posibilidad, que para él probablemente ya pasó. A lo más que hoy puede aspirar Rivera es a una vicepresidencia, a un papel secundario siendo tercero o cuarto, a ser un subalterno del PSOE o del PP, a ser un satélite de un planeta mayor.

Albert Rivera soñó con convertirse en el Macron español, en el nuevo Adolfo Suárez de una segunda Transición. Pasará a la historia como el Suárez del CDS, no como el de la UCD.

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