Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Benidorm
Una de las cosas más difíciles en este mundo, además de conseguir que alguien te pague algo por ejercer el desprestigiado oficio de periodista, es encontrar a alguien en Benidorm que no vista como si un momento a otro fuera a disputar una final olímpica, jugar un partido de baloncesto, correr una maratón o bailar reggaeton en una discoteca suburbial de las antiguas antillas holandesas.
La sombra se persigue y a la sombra de los impresionantes rascacielos que en Benidorm esconden las montañas de la sierra Helada, la sierra Aitana y el Tossal de la Cala, en chandal, gayumbos, pantalón pirata, bañador o minishorts vaqueros que te muestran perfectas o derrumbadas nalgas de mujer, la gente suda, tropieza, gesticula, planta sombrillas en la playa de Poniente o en la playa de Levante, huye de su mediocre rutina laboral, come nachos con queso, hamburguesas, kebabs o perritos calientes y bebe cerveza, gin tonic, whisky, ron con Coca-Cola o licor de café ya que en esta localidad turística no solo se viene a pasar unas vacaciones baratas y tumultuosas sino también a beber dado que, aquí, en este disparatado Manhattan costero, se vende el alcohol más barato que se puede encontrar en todo occidente e islas adyacentes. Nadie acude a Benidorm con el propósito de visitar museos, ermitas románicas o catedrales góticas dado que, en este antiguo pueblo de pescadores, no hay mas monumentos que los rascacielos ni más museos que la impresionante colección de bares que hay apostados en sus calles; bares, restaurantes, discotecas, chiringuitos, tabernas y demás tipos de abrevaderos.
La magia es el tumulto y el paisaje es la gente. Los ingleses son mayoría. Las calles por las que transitan, una vez que han conseguido llenarse el cuerpo de sol, salitre y helados industriales e impregnarse la piel con el color de los tomates maduros, calles céntricas casi todas, son una sucursal de las islas británicas donde los hombres, las mujeres, los jubilados y los ruidosos adolescentes hablan inglés, apuestan, compran camisetas del United, comen 'fish and chips', procuran llegar a tiempo a las numerosísimas horas felices que se publicitan en sus bares y pierden la conciencia, por lo general de madrugada, rebosantes ya de vino, cerveza, manzanilla, ginebra barata y demás combinaciones alcohólicas.
Los que no son ingleses son españoles. Españoles venidos de Albacete, Leganés, Badajoz o Aldeadavila de la Ribera y también, por supuesto, del País Vasco. Los vascos son tantos – recuerdese que en las pasadas elecciones autonómicas el 40% de los votos del País Vasco se emitieron desde la costa alicantina – que tomar un zurito en cualquier tasca, masticar una gilda, hablar euskera, apostar por tus muertos a que nadie en este mundo es capaz de hacer los chipirones en su tinta como los hacía la 'amama' que murió sola en el caserío y recibir abrazos y bendiciones apostólicas tras cada gol metido por el Athletic o la Real a cuenta de algún forofo enfundado en la sudada camiseta de su equipo del alma, es algo tan habitual como acudir a un bazar chino para comprarte una escobilla para el retrete.
Benidorm es una travesía moral. No tanto entre lo hortera y lo esperpéntico sino entre la riqueza y la esclavitud de las masas. Los pobres, o sea la estremecida clase media, ya casi desaparecida, lo habitan durante el verano con una mezcla de entusiasmo y resignación consumista y alcohólica. En este mundo tan incierto no hay nada que pueda considerarse categórico, nada salvo la muerte, claro, pero es muy posible que unas vacaciones en este tumulto costero sean las vacaciones más baratas que un contribuyente cualquiera pueda pagarse, ya que esta ciudad levantina es absurdamente barata. Los precios, cuando no inducen a la sospecha, te incitan a comprar constantemente; comprar toallas, bañadores, bebidas, pelucas, pucheros, megáfonos, zapatos de tacón, bolsos, cachivaches de playa, lencería, sombreros y hasta terribles vestidos de noche en la interminables tiendas abiertas hasta la medianoche.
En Benidorm, la ciudad con más rascacielos por habitante del mundo y la segunda en cuánto al número de ellos por metro cuadrado, no solo descubres un pequeño universo de rascacielos, trileros, jubilados, ingleses, chanclas, alcohólicos, playas abarrotadas, torneos medievales para niños, pajaritos cantados por María Jesús y hoteles con todo incluido sino también la incontestable certeza de que a la gente, a la gente pobre sobre todo, no le gusta nada estar sola. Mucho menos cuando se dispone tan solo de unos pocos días de vacaciones para encontrar un lugar donde huir, momentaneamente, del vértigo mediocre de tener que llevar, a la fuerza, una vida mediocre.
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