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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Despoblamiento rural

Inquietud por la tardanza de las ayudas para recuperar pueblos abandonados

Julen Rekondo

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Las movilizaciones celebradas en los últimos dos años contra el despoblamiento rural, e impulsadas en un inicio principalmente por las plataformas Soria ¡Ya! y Teruel, nos trae a la memoria que cada vez hay más pueblos abandonados o con muy poca gente. Pronto la cifra aumentará y mucho, pues en muchos de ellos ya sólo viven mayores de 60 años o algunos más. Es un fenómeno preocupante que se repite a escala planetaria, aunque no es el caso de Euskadi, con una sociedad muy humanizada, y con una serie de servicios a nivel de sanidad, transporte, internet, comunicaciones, etcétera, relativamente bien dotados, aunque siempre se puede mejorar. Y por supuesto, en el impulso de ciertas actividades económicas adaptadas a cada zona.

De todas formas, tampoco se puede echar la “campanas al vuelo”, ya que, según algunos estudios, “un centenar de municipios vascos se encuentran en grave peligro de extinción por la despoblación”. En el caso de Navarra, la situación con respecto al País Vasco, es diferente. Como se dijo en la I Conferencia Internacional sobre despoblación rural organizada por la Red Ibérica de Ecoaldeas (RIE), en la que participó el Gobierno de Navarra, y celebrada en noviembre de 2018 “la realidad aquí es la concentración de la población en Pamplona y su Comarca y en Tudela, mientras quedan grandes superficies de territorio con densidades de población muy bajas como son el Pirineo, gran parte de Tierra Estella o la Zona Media. Los datos son estos: El 42% de los navarros y navarras se agrupa en sólo cuatro localidades -Pamplona, Tudela, Sarriguren y Barañain- mientras que únicamente el 13% reside en municipios de menos de 2.000 habitantes del medio rural”. Lógicamente, con estos datos, no es el caso de Euskadi.

En el caso del País Vasco, es necesario señalar también que nos hemos encontrado con que han ido no pocas personas y familias a vivir al campo, a pueblos menores, pero han adoptado modos de vida urbanos en su economía, en sus formas de vivir, en su ocio, en sus intereses, etcétera, con muy poca relación con lo que es el mundo rural. Se trata y lo digo sin ningún ánimo de acritud sino de reflejar mejor lo que quiero señalar: “un urbanita que vive en una urbanización en plena naturaleza”. Es lo que llamo “mentalidades pavimentadas”.

La realidad que vive el mundo rural en amplias zonas de la península Ibérica, me incita a hacer algunas reflexiones.

Sin duda, es duro, pero conviene conocer al menos alguno de estos lugares. Entre otras cosas, porque de ellos brotan preguntas como éstas. ¿Hay silencio más grande que el de la ausencia de los murmullos cotidianos y de la música chisporroteando por las ventanas?

¿Hay soledad más densa que la falta hasta de gallos en la aurora y de ladridos en el crepúsculo?

¿Hay dolor más evitable que la erradicación de los niños y las niñas, de sus risas, de sus juegos, ya perdidos?

¿Hay cadáver más horroroso que el de los anhelos de no sé cuántas generaciones segados, acaso para siempre, de ese futuro que les quería dar sentido?

Hasta se echa de menos lo menos envidiable, que es la envidia del que suda hacia el que deja de sudar, porque se come su esfuerzo: apenas pagado, no reconocido, menos aún agradecido.

Se fueron las gentes adonde ahora y de momento sobra de todo. Sobre todo, gente, ruido, humo, paro y soledad. Pero están ahí, acaso para decir algo a lo que se debería prestar atención. Su sacrificio, inútil y veloz, podría ayudar a una reflexión. Que habitar lo disperso no es rentable. Que cuidar de los cultivares, los bosques, el ganado, la transparencia, los suelos y las culturas, no merece un pago justo.

Vacío es lo que rodea a lo lleno. Nuestras concentraciones de esplendor recuerdan a esas frutas, magníficas, que penden de las ramas de árboles viejos a los que se les están pudriendo las raíces. Logros que nos admiran, pero que anuncian una interrupción entre lo que sostiene y lo que produce, entre lo que nutre y lo que es comida. Tal vez comencemos a entender mejor el proceso, porque ahora se nos ha caído encima que también en lo densamente poblado se está produciendo otro abandono muy parecido. Se están vaciando las bases de la pirámide demográfica. Escasean los nuevos habitantes. Se pudre otra raíz.

La expansión incontenible de lo urbano es progreso, no cabe duda. Pero mucho más si no se salda con tantas ausencias. Buena parte de los abandonos son la respuesta a una incapacidad para reconocer cultural y económicamente las funciones de lo rural, de los procesos vitales, de lo no rentable. No menos son la secuela de una estimulada concentración uniformadora. Esa que de momento resulta un buen negocio para los dueños de una virtualidad que desprecia sus bases de aprovisionamiento, las ahora en ruinas.

No sobra gente en ninguna de las periferias. Nadie debería sobrar, pero menos aún la presencia del humano sobre la piel de una Tierra que, aun así, todavía nos acoge y nos sustenta.

En mi modesta opinión, se trata de poner en marcha políticas alternativas que puedan contribuir a mejorar diferentes aspectos como, frenar el éxodo rural, construir nuevos marcos legislativos, potenciar los mercados de cercanía, las comunicaciones, los servicios básicos, revertir tendencias climáticas, y un sinfín de cosas más. ¿Es posible?

*Julen Rekondo es experto en temas ambientales y Premio Periodismo Ambiental de Euskadi 2019

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