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El nieto anarquista del Che

De izquierda a derecha: Hilda Gadea, primera esposa de Ernesto "Che" Guevara y la que lo inició en las ideas comunistas, Ernesto " Che" Guevara y en brazos Hilda Guevara Gadea, la madre de Canek.

Txema G. Crespo

“Nací en La Habana en 1974, en una casona en Miramar, sobre la Quinta Avenida: en resumen, en plena Aristocracia esquina con Burguesía. La vida en casa, empero, era cualquier cosa menos aburguesada. Además de mis padres (Hilda Guevara Gadea y Alberto Sánchez Hernández) habitaba el lugar un grupo de guerrilleros mexicanos llegados a la isla un par de años atrás. Ellos no eran Técnicos Extranjeros ni nada por el estilo, eran unos malditos revoltosos que estaban en Cuba —digamos— sin haber sido invitados por el gobierno (en otras palabras: secuestraron un avión en México y aterrizaron en La Habana; para hacer corta la historia)”.

Fallecido en México D. F. el pasado martes 20 de enero, el escritor Canek Sánchez Guevara, autor de las líneas precedentes, estaba a punto de publicar su primera obra en España y México, con la editorial Pepitas de Calabaza. La colaboración se ha visto truncada por el repentino fallecimiento de quien era nieto mayor del Che Guevara y uno de los más incisivos críticos del régimen de los Castro, primero en su Cuba natal, en los últimos años desde México.

En edición conjunta con la editorial mexicana Sur+, Pepitas de Calabaza publicará en mayo Diarios sin motocicleta. Centroamérica “que iba a ser el primero de una serie de viajes de Canek. El segundo iba a ser un ruta por los Estados Unidos. Además era el comienzo de una serie de colaboraciones con la editorial: algunas traducciones de libertarios americanos, una antología crítica de los escritos de su abuelo... En fin, un montón de proyectos que nos ilusionaban mucho a todos”, explica el editor Julián Lacalle.

[...] En la mañana abordo un mototaxi hasta «el otro lado», y en el puesto fronterizo de El Poy el guardia me bombardea con preguntas al ver mi pasaporte: «¿naciste en Cuba, eh?», como si fuera un delito tal eventualidad: «¿qué hacés aquí, quién te paga, a dónde vas, cuál es tu itinerario?», y como lo único que sé es que nunca sé a dónde voy, ni a qué, ni por qué, tengo que inventar un recorrido sobre la marcha. Me parece correcto vagar sin ideas preconcebidas, o al menos dispuesto a que la realidad las destroce y reorganice en cualquier instante. Quien viaja para confirmar una tesis o una ruta viaja a medias, pues tendrá que ignorar todo aquello que resulte molesto a la «integridad» de sus planes o ideas. Los manuales y el nomadismo no suelen llevarse bien. Las guías de turistas no funcionan cuando uno se mueve al azar. No sé cómo explicarle esto al policía. [...]

El libro de Sánchez Guevara servirá además para que la editorial de Logroño inicie una nueva colección que pretende dar cobijo a nuevas voces latinoamericanas. “La colección se llamará 'Americalee', en sentido homenaje a la librera y editora anarquista argentina América Scarfó”, adelanta el editor de Pepitas de Calabaza. Ese espíritu libertario es parte de quien desde bien temprano tuvo que asumir su condición de “nieto de”: “Ser El Nieto del Che fue sumamente difícil; yo estaba acostumbrado a ser yo, a secas y de pronto comenzó a aparecer gente que me decía cómo comportarme, qué debía hacer y qué no, qué cosas decir y qué otras callar. Imagina, para un preanarquista como yo, eso era demasiado. Por supuesto, me empeñé en hacer lo contrario. Mis padres me educaron (como a mis hermanos) con absoluta libertad. De hecho, a veces pienso que me educaron para ser desobediente... aunque quizás sólo esté buscando excusas, no lo sé. Lo cierto es que pronto comencé a sentirme a disgusto con tal situación”, relataba Sánchez Guevara en un bosquejo de autobiografía que publicó en 2006.

Aquel texto muestra el espíritu libertario de quien está considerado como un referente en la renovación de la izquierda latinoamericana. “Su escritura tiene, entre otras muchas virtudes, la de regenerar un pensamiento libertario que ahora mismo está acartonado y encerrado en consignas de época pretéritas”, comenta Lacalle.

Otro texto incluido en Diarios sin motocicleta. Centroamérica.

Intramuros

Admito que paredes, muros y murallas me fascinan de manera especial. Son la voz pública de una ciudad, ahí donde la imaginería política (así institucional como subversiva), religiosa, comercial, artística y cultural se encuentran y conviven, a veces entre anuncios de «No anunciar». Desde el inicio de la historia (incluyendo ese período al que sin sentido alguno llamamos prehistoria) toda idea, toda expresión, toda voz, busca plasmarse en un muro; sin ello el hombre se siente incompleto, y la idea también. En los muros se escribe la historia física de un pueblo: las cicatrices, remiendos y adendas aparecen en la arquitectura como relato simultáneo de las vicisitudes cotidianas y de los delirios de esa misma historia.

El muro cumple siempre con su doble e indisoluble función de proteger y excluir. Incluso los grandes muros están sujetos —y son percibidos— a partir de esta contradicción: la Muralla China, por ejemplo, nos parece una de las grandes obras de la humanidad, mientras las erigidas por Estados Unidos o Israel aparecen como ignominias, al menos para quienes estamos de este lado. Sin embargo, la función de todos estos muros es exactamente la misma: impedir la entrada de un pueblo a otro. A las murallas antiguas las visitan los turistas; a las contemporáneas los migrantes. Algunos las cruzan y otros no.

Hay, desde luego, muros menos materiales pero igual de sólidos. La tradición, la cultura, la religión, la política, la ideología protegen y excluyen tal y como lo hace cualquier otra muralla. No todas las fronteras tienen muro, pero todas lo son. Los muros de una casa son inútiles si no protegen del exterior, si no excluyen al otro de la vida privada. Los muros, en consecuencia, agradan o disgustan dependiendo del lado en que uno se encuentre. Y de la situación.

Los muros encierran.

Leer las paredes de una ciudad es algo más que un simple capricho; en ellas se cuentan historias que no aparecen en los periódicos, se escriben reclamos y declaraciones que no encuentran otro espacio y se ensayan por tanto en ese anonimato público que es la pared. Cierta economía de lenguaje se practica en el muro. El viejo rótulo desaparece en pos de la impresión digital y al grafiti lo sustituye el tag. La propaganda política parece igual en cualquier sitio, quizá porque la política misma se ha aplanado hasta lo indecible (y si por azar o realismo mágico aparece por ahí un político diferente enseguida reclamamos: «oye, ¿por qué no eres normal?»). Las paredes narran amores adolescentes y anuncian todo lo que uno podría desear, sean bienes raíces o revoluciones.

Un llamado constante aparece en los muros de esta ciudad: «Vecindario organizado contra la delincuencia». En teoría este tipo de avisos deben ser tranquilizadores; en la práctica, al leer en una misma oración las palabras vecindario y delincuencia el instinto, con razón o sin ella, ordena huir de ahí. Algo similar ocurre con la cantinela aquella de «por su seguridad lo estamos videograbando», que por supuesto lo único que logra es exacerbar mi paranoia: el letrero indica que soy una posible víctima, aunque en realidad no duda en tratarme como a un sospechoso...

Hace unas noches, a ritmo de aguardiente en un bar de heavy metal, hablaba con un grafitero y estudiante de sociología llamado Bitcher. Discutíamos en torno a la idea de que si la calle es de todos, el muro (por estar «en la calle») también lo es; en consecuencia, así como el ayuntamiento regula (a veces) el uso del espacio público, bien podría reservar espacios para los grafiteros, «y hasta pagarnos por decorar la ciudad». El punto es que el grafiti, aún a riesgo de generalizar, está más cerca del arte que de la criminalidad, y sin embargo la percepción político-policiaca es exactamente la opuesta. Ahora bien, a pesar de ciertos deseos de legalidad no podemos olvidar que parte del placer de todo esto tiene que ver justo con esa suerte de clandestinidad, o al menos de nocturnidad que envuelve al acto mismo. Tal y como ocurre con las drogas, su fascinación proviene también de la prohibición misma, de su condición de ilegal.

Las experiencias del grafitero en ocasiones son frustrantes, no por el hecho de una ocasional noche guardado por la policía, sino por el nihilismo impuesto: tras pasar horas (o noches enteras) trabajando un muro, llegan los trabajadores del ayuntamiento y en un par de horas lo cubren con pintura gris. ¿Qué sentido tiene un muro gris? Se podría pensar que cierta mezquindad rodea este asunto; quizá también algo de miedo a un «arte» que escapa al museo y la galería y, en consecuencia, al curador. Quizá en ello radique su belleza, y por eso el grafiti organizado, mediado por el ayuntamiento siempre parece algo falso, antinatural, como si el gobierno instituyera un Ministerio de la Subversión para controlar y dirigir las actividades contra el Estado mismo.

Pero el muro habla por sí solo. El estado de una pared es ya un discurso completo (la pintura, el repello, las grietas, los adornos): todo habla de la ciudad, de la sociedad, de la cultura y de la riqueza o pobreza de un pueblo, de un barrio. Por donde vivo abundan los muros abollados, en perfecta consonancia con las calles empedradas y serpenteantes, ajenas a la línea recta. Por contradictorio que parezca, me fascinan estos muros lastimados, con raspones y ampollas, y los nuevos, en cambio, me producen cierta aversión, como si lo impoluto fuera en verdad un delito estético. No hay aquí, desde luego, consideraciones ideológicas; se trata tan solo del goce visual de la decadencia, la belleza de la vejez, el encanto de la corrupción y la irresistible atracción de la destrucción.

Desvarío en la estrechez de la habitación. Las paredes me impiden pensar con claridad. Las miro y de alguna manera resiento su falta de adornos. En este instante esos muros me parecen la mejor metáfora del vacío de mi vida (ese que me obliga a deambular entre muros vacíos) y a la vez adquiere tintes de refugio, incluso de asilo. Me agrada escribir en bares y cafés pero en estos días futboleros prefiero la reclusión a la gritería golística de unos y otros. Me divierte el patrioterismo deportivo; me gusta ver a la gente pintada de colores, con ropas extravagantes y cánticos jocosos, aunque después de un rato tiende a agobiarme. Entonces, los muros de mi habitación me contienen y la ausencia de televisor me tranquiliza.

El encierro me libera del mundo exterior...

Quetzaltenango (Guatemala)

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