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Antonina Semedo: las mujeres, la música y el mar

La caboverdiana, Antonina Semedo.

María Rúa

Antonina Semedo llegó hace cuarenta años desde Cabo Verde al pequeño pueblo de Cangas de Foz, en la costa de Lugo, siguiendo los pasos de su marido, un experimentado marinero caboverdiano que decidió viajar a Europa en busca de trabajo. Después de dos años dedicados a la construcción de la fábrica Alúmina-Aluminios -hoy Alcoa-, Paulo le pidió a su mujer que se viniera para Galicia con él y que le trajera toda la documentación para poder ir al mar, convirtiéndose sin saberlo, en el primer caboverdiano que embarcaba en una nave gallega.

Antonina, una joven de 24 años de la isla de Santiago, hizo las maletas y con su prole puso rumbo a tierras gallegas sin saber qué le depararía el futuro. “Fue muy duro”, recuerda. “Dejas a toda la familia atrás. Como dice nuestra canción, lloraba yo y lloraba toda la familia”. Además de ser una de las vecinas más destacadas y queridas del lugar, tiene un grupo de música caboverdiana con trece mujeres, llamado Batuko Tabanka, y dos discos en el mercado. Se reúnen los domingos por la tarde para ensayar y cantarle a su país, a la vida del emigrante, al mar y a las mujeres de marinero.

“Da igual que seas gallega o caboverdiana. La mujer de marinero lo es todo. Somos madres. Somos padres. Cuidamos y educamos a nuestros hijos. Trabajamos dentro y fuera de casa. El sentimiento es el mismo aquí o en cualquier otro lugar”, afirma en alusión a las largas ausencias de los maridos cuando están embarcados.

A lo largo de más de veinte años Antonina salió diariamente a recoger algas. Comenzó animada por unos vecinos del pueblo que se dedicaban a lo mismo, tras un fatal accidente que mantuvo a su marido seis años incapacitado. “El mar lo es todo para mí” sentencia. “Cuando más necesidad tenía, fue el mar quien me salvó. Iba y cogía unas nécoras y hacía un arroz y ya me servía para comer y para cenar. También me permitió trabajar”.

Con ayuda de los lugareños, Antonina aprendió el oficio de las algas, que por aquel entonces estaba en boga. “Estudié todo el proceso. Cuáles eran buenas y cuáles no. Cómo se limpiaban y cómo se secaban para venderlas”. En el año 2002, con el hundimiento del Prestige, la caboverdiana se vistió el traje blanco y limpió la costa gallega. “Fui al chapapote hasta el final. Hasta fui a recoger las herramientas que sobraron”.

Con el tiempo, Antonina, que también hizo el curso de redeira, comenzó a trabajar puntualmente en la hostelería hasta que esos trabajos la fueron alejando poco a poco de las duras jornadas en el mar. Con casi sesenta y cinco años y a punto de jubilarse, recuerda en un perfecto gallego aquellos primeros momentos en los que los niños de Burela se le acercaban para ver si manchaba, o las señoras de Lugo le preguntaban si podían tocarla porque nunca habían visto a una mujer negra en su vida.

Hoy ya no sorprende por su color. La comunidad caboverdiana representa casi el diez por cien de la población local y tienen una concejala. A pesar de sentirse una más en el pueblo, asegura que “siempre hay racismo. Tanto aquí como en Cabo Verde, pero en la convivencia no se nota mucho. ¿Sabes cuándo lo encuentras? Cuando mi hija negra se va a casar con tu hijo blanco. Ahí prefieres que tu blanco se case con una blanca y no con mi negra”.

Después de una vida llena de fatigas, Antonina aspira hoy a retirarse tranquila entre Galicia y Cabo Verde viendo crecer a sus nietas, fruto de la relación de su hija con un burelés, y quiere centrarse en el grupo de música, con el que fueron recibidas por el Presidente del archipiélago en el 37º aniversario de la independencia. “Salimos de Cabo Verde como emigrantes -cuenta emocionada- y volvimos como artistas”.

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