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Historia de los inventores españoles que no salen en los libros de texto

Mientras que en el extranjero muchos inventaban el futuro en España nadie conocía las invenciones

Lucía El Asri

Año 1775. Birmingham (Reino Unido). Un grupo de investigadores que se autodenominan científicos “lunáticos” se reúne cada noche para pensar, diseñar y materializar el futuro. Su mente está en ferrocarriles, en grandes empresas mecanizadas y hasta en la luna. Son charlatanes que sabrán hacer, unos años después, que sus innovaciones tengan éxito. Para ello no basta con soñar, ni siquiera con realizar las utopías: también deben lograr que la historia recuerde sus nombres.

De sus mentes, en parte, están naciendo la máquina de vapor, los submarinos, los aviones y los remedios médicos más eficaces para erradicar enfermedades mortales. Pero no son los únicos: al mismo tiempo, cientos de personas dedican su vida a la ciencia y la tecnología en otros puntos del planeta.

Esa máquina de vapor, ese submarino y ese avión también están siendo concebidos a casi 2.000 kilómetros: los inventores españoles se dejan la vida trabajando, pero son pocos los que pasarán a la historia por haber contribuido (sí, ellos también) a construir el futuro que nosotros llamamos presente.

Alejandro Polanco, consultor tecnológico y autor del blog Tecnología Obsoleta, ha rastreado los rincones olvidados de nuestro pasado para restituir la memoria de esos pioneros. Se define como una rata de biblioteca y una persona muy despistada, lo que le ha obligado durante años a anotar en fichas cada dato que lee. El tiempo, cientos de apuntes y sus interminables lecturas han hecho posible 'Made in Spain, cuando inventábamos nosotros' (Glyphos Publicaciones), un libro que recoge historias reales de inventores españoles que vivieron (aproximadamente) entre 1880 y 1945.

Olvidados por la historia

Muchos de los científicos e inventores que “quemaron su vida” por la tecnología, cuenta Polanco a HojaDeRouter.com, aparecían a diario en la prensa de su época (“incluso más que ahora”), pero no supieron aprovechar su momento.

Los españoles nunca fueron capaces de 'venderse', y uno de los pocos que fueron conscientes y trataron de superar esa limitación es el astrónomo Francisco León Hermoso. Además de crear sus propios y originales mapas del tiempo, este palentino publicaba todas las semanas un boletín meteorológico mirando al cielo y basándose en la información de las publicaciones científicas que llegaban de Europa. Tenía el don de acertar casi siempre, pero con ese nombre nadie le prestaba atención. Un amigo periodista le aconsejó utilizar un pseudónimo extranjero, que sonaba a nórdico, y obtuvo un éxito rotundo a costa de perder su identidad.

Lejos de inventar por inventar, muchos científicos españoles creaban para sobrevivir o para paliar una necesidad. Después, la vida continuaba sin dar más importancia a lo que habían fabricado. También había en juego intereses nacionales. Es el caso de Jerónimo de Ayanz, cuya labor fue el origen de la máquina de vapor en España.

Ayanz era un funcionario encargado de las minas reales, y fue su necesidad de extraer agua para dichas prospecciones lo que le llevó a inventar el aparato y patentarlo en 1606. Sin embargo, quien pasó a los libros de historia fue Thomas Savery, que registró su patente en 1698. En este caso, el olvido era previsible: las autoridades españolas querían mantener su invento en secreto para no dar ideas a competidores extranjeros.

Ayanz fue también el inventor de una suerte de traje de buceo, una nave que casi puede considerarse precursora del submarino. Permitía a una persona respirar bajo el agua gracias a su espacio hermético y un sistema para renovar el aire. En 1602, y gracias a este equipamiento, un hombre se mantuvo una hora sumergido en el Pisuerga ante la atenta mirada de Felipe III.

Inventos que tuvieron que reinventarse

Muchos de los inventos que nacieron en España en épocas pasadas, a pesar de ser muy semejantes a las técnicas que utilizamos hoy en día, no tienen conexión directa con el presente. “No hubo continuidad. Muchos de los inventos murieron en aquellas épocas, salvo excepciones”, señala Polanco. Sin ir más lejos, la epidural de Fidel Pagés se sigue utilizando, aunque su nombre lo hemos olvidado.

¿Quién recuerda a Francisco Salvá y Campillo? Este médico catalán abrió el camino a la telegrafía eléctrica fabricando un aparato con cables, electricidad y ácido. Una idea que otros perfeccionaron más tarde sin tener constancia de su investigación. Al final, “los primeros en muchas cosas fueron muchos a la vez”.

También hay invenciones que parecen no encajar con la época en que se produjeron. Por ejemplo, uno de los precursores de la música electrónica fue Juan García Castillejo, un sacerdote valenciano que en pleno franquismo se empeñó en soñar con la música del futuro, con melodías creadas a partir de electricidad y válvulas.

“Vio el futuro, pero no le sirvió de nada, no llegó a ningún sitio”, afirma Polanco. Su nombre no fue recordado hasta hace un par de años, a pesar de haber realizado experimentos, registrado patentes y hasta escrito un libro que mostraba su trabajo.

Mateo Orfila tuvo más suerte. Su trayectoria fue seguida por muchos después de asentarse en París para estudiar - de forma casi obsesiva - la química de los venenos. Fue un pionero absoluto, “un genio de la toxicología” en palabras de Polanco. “Sus manuales aún se estudian”, y el tratado que escribió en 1813 se considera la base de la toxicología moderna.

Isidoro Cabanyes fue otro de los que tuvieron algo de fortuna. No solo diseñó submarinos, sino que sentó las bases de la industria eólico solar al diseñar el primer motor capaz de aprovechar el viento calentado por la radiación del sol como una fuente de energía. Nadie se acordó de él hasta que unos investigadores alemanes montaron la primera torre y lo ensalzaron “como padre de esta tecnología”.

Mientras tanto, al logroñés Manuel Jalón Corominas lo conocemos por su fregona, pero no por la jeringuilla desechable de plástico que salvó millones de vidas. “No fue la primera jeringuilla inventada, pero sí el primer invento práctico y real comercializable”, explica Polanco. Todo un logro allá por 1870.

Finales poco felices

Gran parte de las historias que Polanco cuenta en su libro acaban mal. A muchos de estos inventores nadie les prestó atención, y otros acabaron arruinados, olvidados o muertos. De hecho, la Guerra Civil frenó un sinfín de investigaciones. Es el caso de Federico Cantero, un ingeniero de caminos especializado en presas que creó un prototipo de helicóptero con “un diseño muy práctico”, conocido como 'la libélula española'. Jamás pudo alzar el vuelo, pero los primeros esbozos de su máquina datan de los años 20, una década antes de que se pusiera en marcha uno de los personajes más conocidos en materia de aviación: Ígor Sikorski.

Igual que Jerónimo de Ayanz diseñó un atuendo para explorar las profundidades marinas, Emilio Herrera Linares ideó el primer traje de “astronauta”, bromea Polanco. En realidad era un atavío para sobrevivir a vuelos de altitud muy elevada. Los cálculos de Linares era realmente buenos - era “un matemático brillante” -, pero jamás llegó a probar sus prototipos porque la guerra, una vez más, se puso en medio.

Lejo de la contienda, hubo otros que dieron literalmente su vida por la ciencia. El ejemplo de César Comas es impresionante a la par que aterrador. Junto con otros compañeros médicos, introdujo en España la investigación sobre la tecnología de rayos X y realizó las primeras radiografías a humanos en nuestro país. Quería averiguar la dosis de radiación a partir de la cual corría peligro la salud, así que utilizó sus propias manos y las de un amigo para averiguarlo. Los dos tuvieron un final realmente trágico.

A estas alturas, te preguntarás qué papel juegan las mujeres en toda esta historia. Aparte de doña Angelita, precursora de los libros electrónicos (“aunque el 'eBook' no tuvo nada que ver con ella, intuía que iba a llegar”, afirma Polanco), los nombres femeninos apenas han dejado rastro en la historia científica de España. Hay patentes registradas por mujeres, aunque “tristemente” la mayor parte de ellas están relacionadas con objetos del hogar. El libro apenas les dedica páginas “simplemente porque no hay muchas”, admite Polanco. Así eran las cosas en aquella época: el contexto social no lo permitía.

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Las imágenes que aparecen en este artículo son propiedad del Proyecto Ayanz o han sido cedidas por Alejandro Polanco

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