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¿Más turismo es democracia?

"Masificación y turismo o comer?", reza un cartel contra la masificaicón turística en Eivissa.

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La semana pasada se publicaron los primeros datos sobre recepción de turistas en los primeros cuatro meses del año. Para sorpresa de nadie, se batieron todos los récords posibles. Récord de llegadas: casi 3 millones de turistas, un 8% más que el año anterior, que ya había sido el mejor de la serie histórica. Récord de gasto turístico: más de 3.000 millones de euros, un 10% más que el anterior. A primera vista, estos datos invitan a pensar que las Illes Balears han logrado uno de sus principales objetivos de las últimas décadas: combatir la fuerte estacionalidad del turismo veraniego y alargar la temporada a los meses de invierno. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Estos datos son la antesala de lo que todas las proyecciones anuncian para este año: 20 millones de turistas en 2025, uno de cada cinco visitantes de todo el Estado. Para algunos, esto es un éxito; para la mayoría social, incluidos trabajadores del sector turístico, es motivo de preocupación.

Durante las últimas décadas, el gran crecimiento turístico —derivado en buena medida de la hiperespecialización económica impulsada por la UE— ha supuesto un evidente crecimiento económico y demográfico en el archipiélago, con luces y sombras. Es importante destacar que el desarrollo de nuestra economía y sociedad se ha producido a costa de un consumo territorial y de recursos claramente insostenible. Este hecho era conocido, pero mientras el crecimiento turístico siguiera aportando bienestar general y mantuviera una relativa paz social a través de la distribución de beneficios, la sostenibilidad ambiental quedaba en un segundo plano. A pesar de las advertencias de los grupos ecologistas que el tiempo ha acabado por confirmar de forma contundente. Sin embargo, desde hace algunos años, la sostenibilidad medioambiental ya no es la única en el centro del debate. Ha resurgido con fuerza el concepto de “sostenibilidad social”, un término acuñado hace más de tres décadas en el reconocido Informe Brundtland impulsado por las Naciones Unidas, y que en los últimos tiempos se ha recuperado para nombrar lo que comúnmente llamamos paz social y convivencia. Subrayo este punto porque el lenguaje importa: la adopción de nuevos términos y el abandono de otros no es cuestión menor en una época donde el discurso tiene un enorme poder de incidencia. Así pues, desde hace tiempo, el crecimiento turístico desmesurado ya no es sinónimo de prosperidad y bienestar, sino de incertidumbre, ansiedad y empobrecimiento para la mayoría social. La paz social y la convivencia están resquebrajándose.

El crecimiento turístico desmesurado ya no es sinónimo de prosperidad y bienestar, sino de incertidumbre, ansiedad y empobrecimiento para la mayoría social. La paz social y la convivencia están resquebrajándose

¿Cómo es posible que, si cada vez vienen más turistas y se gastan más dinero, nuestros niveles de riqueza sean cada vez más bajos en perspectiva comparada? Desde los años 90, las Illes Balears han descendido en el ranking de comunidades autónomas desde los primeros puestos hasta situarse por debajo de la media. A nivel europeo, la caída es aún más preocupante. ¿Cómo puede ser que un 20% de la población esté en riesgo de pobreza cuando recibimos más turistas que nunca y con un gasto récord? Sencillamente porque el sector turístico es cada vez más ineficaz a la hora de redistribuir la riqueza que genera, tanto entre sus trabajadores como entre los habitantes que soportan su impacto. Hoy, los beneficios del turismo ya no contribuyen a construir una sociedad cohesionada, con igualdad de oportunidades e inclusión. No es que el modelo anterior fuera plenamente justo, pero al menos proporcionaba unos mínimos de prosperidad económica y cierta expectativa de mejora. Ahora, ni siquiera un salario medio garantiza seguridad.

Algunos dirán que la explosión demográfica hace que el PIB per cápita disminuya al tener que repartirse entre más personas. Y sí, es cierto. Pero este hecho es inseparable del propio modelo turístico. El aumento de turistas y su gasto está generando cada vez más trabajadores pobres y precarizados. Desde mi punto de vista, no es una buena noticia que cada vez se bata el récord de personas trabajando en esta comunidad si esas personas no viven mejor. Este es un debate que debe plantearse con seriedad y rigor, sin connotaciones populistas ni xenófobas, especialmente desde las fuerzas progresistas, si quieren volver a canalizar este creciente descontento social. Porque es perfectamente compatible defender que no se puede crecer más —incluso que es necesario decrecer— y, al mismo tiempo, proteger los intereses de la clase trabajadora del sector turístico.

Otro tema, que bien merece un monográfico aparte, es el drama del acceso a la vivienda. Una problemática, nuevamente, inseparable del modelo turístico. Y no sólo por la presión demográfica mencionada anteriormente —que también—, sino sobre todo por el uso turístico, de segunda residencia y especulativo que se da a la vivienda en estas islas. Si hace unas décadas estos usos se concentraban en zonas turísticas bien delimitadas o en viviendas con características específicas que no competían directamente con la demanda local, hoy en día prácticamente cualquier casa, de cualquier barrio o pueblo, puede destinarse a un uso no residencial, legal o ilegalmente. Una vez más, el desmesurado crecimiento de la industria turística aparece como una de las principales causas de la crisis de vivienda.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la democracia? Mucho. Cuando el sistema institucional es incapaz de dar respuesta a los problemas reales de la ciudadanía, cuando los beneficios del crecimiento económico se concentran en pocas manos, cuando la frustración se cronifica y no hay expectativas de mejora, entonces debemos preocuparnos por la salud de nuestra democracia. Este es el caldo de cultivo ideal para la desafección política, el auge de formas autoritarias de hacer política y una polarización social que pone en peligro la convivencia. Basta mirar a los países de nuestro entorno: la extrema derecha se fortalece en estos contextos, y la rabia rara vez se canaliza hacia opciones políticas comprometidas con los derechos humanos, la diversidad social o los consensos básicos que sostienen nuestras sociedades.

Para concluir, respondiendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿más turismo es democracia? Desde el punto de vista de la Ciencia Política, evidentemente no lo es. Tampoco es una condición necesaria para una democracia sólida, ya que existen regímenes autoritarios con sectores turísticos muy potentes. El turismo puede favorecer la democracia si sus beneficios llegan a la población, si redistribuye riqueza y si contribuye a una mayor prosperidad, tolerancia e igualdad. Pero también puede perjudicarla, cuando genera desigualdad, pobreza, exclusión social, expulsa a la población de sus barrios y somete cada aspecto de la vida a la lógica del mercado.

Democracia es impulsar políticas públicas que garanticen que la actividad turística contribuye a los fines de nuestro sistema democrático: cohesión social, justicia, sostenibilidad, protección del territorio e igualdad de derechos. Así lo establece el Preámbulo de nuestro Estatut d’Autonomia. Todo lo que vaya en sentido contrario —por acción o por omisión— no hace más que tensar nuestra sociedad y debilitar un sistema democrático que, desde hace tiempo, sufre una profunda crisis de legitimidad y desafección.

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