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La victoria de Corbyn entierra al Nuevo Laborismo de Tony Blair

Jeremy Corbyn, un líder con aires de profesor universitario.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La izquierda británica ha puesto fin a 15 años en los que el Partido Laborista se ha movido al ritmo de las ideas de Tony Blair, muy efectivas en las urnas pero a veces indistinguibles en política económica del mensaje liberal de los tories. La rotunda victoria de Jeremy Corbyn, diputado desde 1983, supone un giro a la izquierda que parecía imposible hace seis meses. Lo viejo y lo nuevo se juntan en un líder accidental que entró en las primarias para elegir al sucesor de Ed Miliband en el último momento y sin muchas posibilidades de éxito.

Corbyn, de 66 años, es en muchos aspectos el antiBlair. Su ataque a la era de la austeridad no se queda en generalidades, como era el caso de sus adversarios en esta pelea. Está a favor de aumentar los impuestos a los ricos, de incrementar el gasto público para reducir las desigualdades –mucho más acusadas en el Reino Unido que en el resto de la UE–, de renacionalizar los ferrocarriles y las grandes empresas de energía, de eliminar las matrículas universitarias, y en contra de modernizar el sistema de armamento nuclear Trident y de las intervenciones militares en Oriente Medio que caracterizaron a los años de Blair.

Ese es el viejo laborismo al que se oponen la mayoría de los diputados laboristas. “El programa que ofrece Jeremy Corbyn no es nuevo. Son las mismas políticas de los años 80 y acabarán con el mismo resultado”, dijo en la campaña la candidata Liz Kendall, la más blairista y que acabó con el 4,5% de los votos. Es decir, una larga estancia en la oposición y la victoria segura de los tories en 2020.

Corbyn no habría ganado si representara sólo eso. El nuevo líder no habría alcanzado el 59% si fuera sólo un símbolo del pasado. Ha vencido entre los militantes laboristas, los ciudadanos que pagaron tres libras (cuatro euros) para participar en estas primarias abiertas, y los militantes de sindicatos y otras organizaciones cercanas al partido que se registraron para votar.

Hay en esto último una curiosa ironía. Los partidarios de Blair habían apoyado en el pasado abrir la elección del líder a la sociedad con la esperanza de diluir la influencia de los sindicatos, decisivos en la elección anterior de Ed Miliband. Precisamente, el carácter abierto de las primarias fue lo que dio el primer impulso a la candidatura de Corbyn, cuyas ideas tienen el rechazo completo del aparato del partido.

Rechazo a la ortodoxia de la austeridad

El nuevo líder laborista simboliza también algo nuevo: el rechazo a una ortodoxia económica entre los socialdemócratas que considera que no hay alternativa a los principios económicos de la austeridad o que sería contraproducente poner límites al gran poder de la City, el sector financiero al que los gobiernos de Londres siempre conceden la máxima libertad para aumentar sus beneficios. Los rivales de Corbyn sí pedían un aumento del gasto público en educación y sanidad, pero al mismo tiempo se negaban a cuestionar la necesidad de reducir el déficit presupuestario. Sólo querían hacerlo a un ritmo menos veloz que los conservadores, es decir, una cuestión de grados.

No se atrevían ni siquiera a aceptar por completo la idea de renacionalizar los ferrocarriles, que goza de bastante apoyo en los sondeos, ya que la privatización no ha arrojado un servicio más eficaz, pero sí mucho más caro para los contribuyentes, tanto en lo que pagan por sus billetes como por los subsidios públicos.

Corbyn representaba el rechazo a todo lo que han aceptado los dirigentes laboristas para conseguir ser atractivos ante el electorado, especialmente en el sur de Inglaterra, una zona más conservadora que el resto del país y fundamental para ganar en las urnas. Sus votantes acaban de descubrir en las elecciones de mayo que esa moderación ni siquiera servía para impedir la victoria por mayoría absoluta de David Cameron.

“La izquierda radical ha sido a menudo criticada, incluso por mí”, escribía hace unas semanas Owen Jones, “por ofrecer no mucho más que eslóganes, normalmente para detener algo malo, como los recortes y las privatizaciones. Y sin embargo, la campaña de Corbyn ha sido única al ofrecer políticas coherentes y una estrategia económica completa”, en vivienda, impuestos y sanidad, en reclamar un aumento sustancial del salario mínimo o en ofrecer alternativas a la pobreza energética.

Cuando durante la campaña de las primarias se votó en los Comunes una nueva reducción de los subsidios sociales aprobada por el Gobierno de Cameron, los laboristas (pero no Corbyn) decidieron abstenerse en vez de votar en contra. Era la última demostración de que el aparato del partido no se atrevía a llegar hasta el final en su oposición a los tories.

Un rebelde en su partido

Corbyn nunca ha tenido que cambiar sus principios para ganar en las urnas. Su circunscripción de Islington Norte, en Londres, con un electorado muy a la izquierda de la media nacional, le ha elegido durante tres décadas. Por eso, en cerca de 500 ocasiones votó en la Cámara de los Comunes en sentido contrario a lo que ordenaba el grupo parlamentario. Era el rebelde que nunca se dejó doblegar por Tony Blair y Gordon Brown. Ahora está al otro lado de la barrera y los demás diputados le harán probar la misma medicina. Está por ver cuántos pesos pesados del grupo aceptarán formar parte del gabinete en la sombra, que dirige la oposición al Gobierno desde los escaños.

De entrada, Corbyn ya ha anunciado que no pretende monopolizar, como es tradicional, la contestación al jefe del Gobierno en el Primer Minister's Question Time que se celebra cada miércoles. Permitirá que otros diputados se enfrenten a David Cameron. Será una forma de aceptar que no puede ser un líder máximo e incontestable.

Corbyn necesitaba un número mínimo de avales de diputados para participar en estas primarias. Los consiguió en el último momento. Algunos de ellos procedían de diputados que admitieron que no le iban a votar, pero que creían que su participación permitiría un auténtico debate ideológico en la contienda, un reconocimiento implícito de que sus rivales representaban más de lo mismo.

Corbyn se enfrenta ahora a unos diputados decepcionados con su triunfo, a unos medios de comunicación hostiles que le marcarán con una agresividad inusitada, como se ha visto en esta campaña, y al recuerdo del pasado con las elecciones de 1983 cuando otro líder izquierdista del partido, Michael Foot, fue arrollado por Margaret Thatcher mientras enarbolaba un programa al que otro diputado laborista llamó “la nota de suicidio más larga de la historia”.

Frente a esas amenazas, los militantes y simpatizantes laboristas han llegado a la conclusión de que lo que sería un suicidio es continuar con el único discurso económico que acepta el establishment británico.

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