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En Cuba todo sigue igual

Miguel Díaz-Canel, junto a Raúl Castro, tras ser elegido presidente de Cuba por la Asamblea Nacional

Elaine Díaz

El problema no es que nada cambie en Cuba después de la constitución del nuevo Consejo de Estado y de la nueva Asamblea Nacional del Poder Popular que acaba de ocurrir este 18 de abril de 2018. El problema es que ya a muy pocos nos importa. Vivimos, como generación, al margen de los diputados de la Asamblea, del presidente, del primer vicepresidente y de los otros cinco vicepresidentes. Haciendo caso omiso de su presencia.

Cuba enfrenta hoy una transformación simbólica, una puesta en escena que no ha alterado en lo más mínimo el día a día de sus ciudadanos en las calles. Las conversaciones en las filas de las paradas para el transporte público, los parques aún caros para el acceso a Internet y los agromercados no parecen reflejar al país que, por primera vez en 60 años, tendrá un presidente cuyo apellido no es Castro. El país que ocupa titulares en toda la prensa internacional. Cuba es trending topic y sus ciudadanos no se han enterado –o no han querido enterarse. Quizás el pueblo cubano es más sabio de lo que muchos suponen.

El ex presidente seguirá ocupando el cargo de Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba y “encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”, ha dicho el nuevo presidente en su discurso de toma de posesión. En otras palabras, Raúl Castro dictará la agenda de gobierno de Miguel Díaz Canel. Castro dirigente, Díaz Canel vocería. Y el pueblo, por su parte, seguirá haciendo lo que tan bien ha hecho durante décadas: sobrevivir. Sobrevivir los problemas de la vivienda, el salario, la alimentación, la migración interna, el transporte público, el acceso al agua potable; esos inconvenientes que se discuten con poco éxito de solución legislatura tras legislatura.

La salida de Raúl Castro marca el inicio del fin de la generación histórica en el poder –aunque detrás queda un vicepresidente histórico–. Los legados más importantes de Raúl fueron dos: el sentido común para restituir derechos tan ridículos que nunca debieron dejar de serlos: el derecho a la compra-venta de viviendas y autos, la reforma migratoria y el fin del permiso de salida del país, el acceso a hoteles, entre otros; y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos que culminó con el Air Force One aterrizando en La Habana en marzo de 2016. Su segunda victoria, la más importante, orgullo de la política exterior cubana, apoyada ampliamente por residentes en la Isla y fuera de ella, duró lo que Donald Trump en llegar a la presidencia de ese país. Cuba, desde entonces, pasó a ser la moneda con que se pagan favores del congresista Marco Rubio.

En la encrucijada política de siempre, a la generación que hoy no es ni tan joven para seguir esperando los cambios ni tan vieja para resignarse le queda varios caminos: la emigración –una salida cliché desde el triunfo de la Revolución en 1959–, la apatía y el desinterés, la transformación desde abajo hacia arriba con sus limitadísimos recursos, o una mezcla criolla de todo lo anterior.

Para transformar su realidad cuentan los jóvenes con muy pocas libertades políticas. La Asamblea se ha esforzado por lograr la representatividad de la sociedad cubana en términos de raza, sexo, lugar de origen, etcétera, pero ni siquiera se ha planteado reflejar la pluralidad política del país. No se discutirán, por tanto, en sus sesiones, ni cambios a las libertades de prensa, de asociación o de expresión; ni los tres únicos trabajadores privados podrán representar las inquietudes de un sector que hoy abarca el 29% de la fuerza laboral. Hay demasiado jefe y muy poco subordinado en esa Asamblea.

No obstante, a pesar de la Asamblea, del presidente y de los vicepresidentes, durante los últimos años han surgido medios de comunicación no estatales que disputan el derecho a contar el país a los hasta ahora únicos medios de comunicación. Muchos de ellos están compuestos por graduados de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, que visitó recientemente el electo presidente, cuando aún era vice. Desconocemos si alguien le comentó, de pasada, que muchos de sus graduados emigran y otros prefieren irse a ejercer el periodismo por su cuenta. O si su visita fue precisamente para ver por qué muchos de sus graduados emigran y otros prefieren irse a ejercer el periodismo por su cuenta.

Han surgido también grupos de trabajadores privados que piden cuentas al Ministerio de Trabajo y Seguridad Social tras la congelación de las licencias más importantes. Iniciativas ciudadanas para impulsar una ley de protección animal, para que se termine de aprobar el nuevo Código de Familia, para limpiar el río Quibú –contaminado en sus 30 kilómetros–, para que se exhiba una película en progreso censurada en la Muestra de Jóvenes Realizadores por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematrográficas (ICAIC). Iniciativas que –aún tímidas– resquebrajan el verticalismo con que se ha dirigido esta sociedad durante las últimas décadas y con las que deberá dialogar el nuevo presidente o hacer lo que el anterior: ignorarlas o descalificarlas, con la secreta esperanza de que no se sigan multiplicando, de que no ganen fuerza, legitimidad, de que no comiencen a transformar el país justo desde sus cimientos.

Pase lo que pase, por una cuestión meramente biológica, la juventud sobrevivirá a los históricos y a los hombres y mujeres que hoy desde sus 50 o 60 años ponen rostro al “cambio de poder”. Corresponderá a ellos liderar el rumbo del país en unas décadas, aprobar las reformas que sean necesarias, conducir la isla por un cauce más justo, más democrático, hacia un sitio donde cada individuo parezca ser dueño de sí mismo y no rehén de ‘la Revolución’. Preservar, asimismo, lo ya alcanzado, que no es poco. Puede que lo hagan peor que sus antecesores. O quizás no. No tenemos certezas. La única certeza es que, hasta hoy, no han tenido la oportunidad de equivocarse.

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