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Siria, fábrica de héroes... fábrica de mártires

Soldados sirios traen comida a su posición en Alepo. Foto de Natalia Sancha del libro 'Siria. La primavera marchita'.

Natalia Sancha

  • El libro se pone a la venta este lunes y ha sido posible gracias a la aportación de más de 200 mecenas a través del crowdfunding de Libros.com. Aquí publicamos como adelanto del libro el capítulo de Natalia Sancha

Siria se hunde en una guerra fratricida, con compañeros de pupitre enfrentados, o amigos de infancia divididos en dos bandos. Los jóvenes del ejército sirio se antojan asesinos a la vista de muchos; los del bando rebelde, yihadistas radicales sin escrúpulos llegados de lejanos países y producto de las guerras de Afganistán, Argelia o Irak. Sin embargo, el recorrido durante una docena de viajes desde marzo de 2011 al frente de las tropas del régimen en Siria o a la de los rebeldes sirios en la localidad libanesa de Ersal, permite descubrir las capas que envuelven unas vidas, que más allá de las caricaturas, tienen mucho en común. Los jóvenes caídos son todos héroes para su bando. Los sirios caídos son todos mártires. En ambos lados se combate por su justa causa, por su Siria, aunque lo hagan de forma asimétrica. Unos disponen de medios para atacar por aire y otros combaten bajo tierra en un laberinto de túneles.

Siria se convierte en un cementerio gigante y bajo ella se labra una ratonera de túneles. Con el tiempo, el odio entre sirios crece y los extranjeros, individuos o potencias, secuestran una guerra que todas vaticinan durará una década. Al tiempo que Siria se desangra de sus mártires, los que sobreviven se esfuerzan por mantenerse cuerdos. La vida en los dos frentes contada por sus protagonistas se antoja simétrica en ambos lados de la delgada línea que separa el cañón de sus fusiles.

31 de diciembre de 2012

Entre el Ejército Sirio Libre y Tora Bora

¡Salam aleikum! (¡la paz sea con vosotros!). Retumba una voz al tiempo que una mano corre la cochambrosa tela que hace las veces de puerta al bloque de cemento y hogar de una familia de refugiados sirios. Al asomar una cabeza, Ragda se restriega los ojos y ahoga un sollozo, no se esperaba ver a su hijo. Faltan pocas horas para que termine el 2012, y han pasado casi dos años desde que comenzó el conflicto sirio. El joven de veintiún años besa a su madre. «Los soldados se han retirado de la frontera así que he aprovechado para venir a verte», responde sonriente el joven rebelde.

Mohamed ha cambiado. Hace más de seis meses que abandonó su refugio en la localidad libanesa de Ersal, a diecisiete kilómetros de la frontera con Siria, para unirse al Ejército Sirio Libre. Entonces lucía los rasgos de un adolescente aunque con el rostro curtido, recuerdos de un clima hostil. A los quince años, Mohamed ya cruzaba diariamente las montañas que separan Siria de Líbano para ganarse la vida como contrabandista de fuel. Conoce bien el terreno. El afeitado impoluto que lucía seis meses atrás, cuando le vimos la última vez, se ha convertido en una maraña de finos vellos casi forzados a crecer. «¡Estos jóvenes se van y parece que regresen de Tora Bora!», anticipaba, sin saberlo, el abuelo que se ensañaba burlón con las barbas del joven.

Entre estufas de sopia (fuel) y alternando entre humaredas de tabaco y sorbos de un amargo café, el joven relata sus entrenamientos y combates en la región de Qalamún. Al terminar su conversación con los adultos se muda a la esquina opuesta de la alfombra para volver a ser un adolescente junto a sus jóvenes amigos. Estos se empeñan en desgastarle la pantalla del móvil al pasar casi compulsivamente con los dedos las fotografías en las que Mohamed posa orgulloso con todo tipo de armamento. A las cuarenta y ocho horas, el joven cruzaba las montañas de regreso a su país para reunirse con su qatiba en Quseir. Allí proseguiría su lucha contra el régimen de Bashar al-Asad.

13 de junio de 2013

El médico que sobrevivió a la ruta de la muerte

Seis meses más tarde y entre nubes de polvo llegaban a Ersal docenas de camiones repletos de caras desencajadas huyendo de Quseir. Ni rastro de Mohamed. Una operación combinada entre efectivos de Hezbolá y la aviación del ejército sirio reducían la ciudad a la horizontal, convirtiéndola en un vasto cementerio. Cerca de cinco mil almas intentaron escapar entre tanques, bombas y ametralladoras. Unos cientos se quedaron en lo que se conoce como «la ruta de la muerte». Ninguno de los que atravesaron ese camino salió indemne. Física o psicológicamente. El doctor Abu Bakr fue de los últimos en abandonar la ciudad junto a aquellos médicos y enfermeras que sobrevivieron. Arrastraron consigo a los heridos civiles y rebeldes que les escoltaron en su huida.

En un piso franco de Ersal y a los pies de Abu Bakr, yacen una treintena de jóvenes heridos envueltos en vendas y con herraduras médicas que atraviesan sus extremidades. Tirados en colchones ensangrentados, esperan ser evacuados a un hospital libanés. Helicópteros sirios rondan la zona intentando localizar y eliminar el improvisado hospital. La mayoría de los heridos son rebeldes que como Omar Khmeir, de veinticinco años, esperan ser operados.

«Salimos de Qusair bajo una manta de bombas, caían tantas que chocaban entre sí en el cielo. Me hirieron en las piernas y me subieron a una camilla. La gente huyó despavorida para encontrarse con un camino plagado de tanques y militares que sumaban cañonazos y balas a las bombas. En el camino enterraban a los muertos cavando la tierra con una navaja a tan solo un par de palmos bajo tierra antes de proseguir la huida. Supliqué a mis compañeros que me dejaran y salvaran sus vidas. Lloraban de impotencia mientras avanzábamos entre un reguero de heridos abandonados a una muerte segura», rememora el joven combatiente. Entre los muertos que dejaron atrás, estaba el hijo de Abu Bakr y mejor amigo de Omar.

En menos de veinticuatro horas, Abu Bakr, que aun no ha tenido tiempo de llorar a su hijo, organiza a los heridos. Un cirujano sirio, un médico libanés y varias enfermeras junto con un armario escuetamente abastecido de medicamentos y bolsas de suero son todo el apoyo con el que Abu Bakr cuenta para mantener a los cuarenta y siete heridos con vida. Entre el verde caqui ennegrecido por las manchas de sangre, sobresalen unas bermudas azules. De las bermudas asoman dos muñones vendados. Son del pequeño Suleimán, de «catorce años y medio», tal y como se afana en precisar el joven, que yace con ambas piernas amputadas tras haber sido alcanzado por una bomba en su huida de Quseir. Su padre murió en el acto.

27 de septiembre de 2013

Ersal, el hospital de Qalamún

Los gritos del médico Abu Mahzen retumban por las escaleras del hospital donde se apilan los heridos que siguen llegando. Es septiembre de 2013. Un atentado con coche bomba en una mezquita del poblado sirio de Rankus, a escasos kilómetros de la frontera con Líbano, deja decenas de muertos. Sonriente, Khaled estira las piernas y aprovecha para visitar a los convalecientes que trajo en su último viaje. Este gigante de largas barbas y vestido de militar es el conductor de ambulancia que evacua a los sirios heridos al otro lado de la frontera. Atraviesa montañas en plena noche para llevarlos hasta el hospital de Ersal. En su empeño, Abu Bakr ha convertido el miserable piso franco en el primer hospital de Ersal con dos salas de operaciones y una enfermería con veinticinco camas.

A pesar de lo dantesco de la escena, Khaled se alegra de haber llegado a tiempo. «Hay otros dos que no lo pueden contar», responde bromeando. Cuestionado por la mirada, Khaled se defiende: «No me mires así, llevo dos noches sin dormir, he conducido bajo las bombas sin parar y casi no llegamos. Si no fuera por estas no podría ni sostenerme en pie», dice al tiempo que engulle una gragea de Prozac –conocido antidepresivo–. Khaled asegura que tiene muy mala puntería, pero que es muy bueno al volante. «Antes que matar por error a uno de mis compañeros, prefiero intentar salvarles la vida», define así este rebelde su nueva profesión. El equipo de Abu Bakr se pone manos a la obra para curar a los cinco quemados graves. Con una jeringuilla, un enfermero se esmera en verter cuidadosamente unas pocas gotas de agua en la boca de un rostro calcinado. Otro intenta desprenderles las vendas pegadas a la piel.

3 de agosto de 2014

La guerra llega al Líbano

«¡Vosotros id por ahí y aseguraos de que no hay movimiento en ese lado de las montañas!». Quien habla es Hassan, aparentemente a cargo del puñado de hombres de la milicia Amal que toman posiciones a camino entre el poblado de Labue y Ersal. Unas cuantas casas sirven de zona de operaciones simultáneamente para los combatientes chiíes de Hezbolá y los de Amal. El ejército libanés está apostado más arriba desde donde sus tanques hacen incursiones a Ersal. Docenas de combatientes de Al Nusra y del Estado Islámico acaban de entrar en Ersal. A estas alturas de la guerra, esta localidad libanesa es hogar de ciento veinte mil refugiados sirios, algunos de ellos familiares de milicianos y yihadistas rebeldes.

«¿Quién ha disparado?», pregunta un oficial del ejército libanés. Las tropas regulares intentan mantener a las milicias a raya pero entrada la noche y con más de veinte militares muertos y cuarenta heridos, es difícil contenerlos. Los milicianos armados con granadas, machetes y fusiles toman sus posiciones. Más abajo, unidades de Hezbolá disparan morteros desde las suyas. Entrada la noche, las vistas a Ersal parecen la pantalla en la que se disputa uno de esos vídeojuegos de guerra. Una lluvia de luces rojas intermitentes cruzan entre posiciones enemigas, y una miríada de sonidos les siguen con todo tipo de explosiones desde ráfagas de Kaláshnikovs a lanzagranadas o morteros que se mezclan con los gritos de uniformados ya sean militares, paramilitares o milicianos. Aunque lo parezca, no es en Siria, sino en territorio libanés donde se libra esta noche la batalla.

Varios chicos de Amal hacen una pausa para tomar café en una de las casas. Las mujeres del pueblo les han traído termos que aun mantienen el oro negro caliente. La cena se compone de manzanas, café y pitillos. El veterano que manda no para de despotricar. «Menudos zoquetes estos jóvenes del ejército. Llegó uno con un tiro en el pie y me lo veo llorando. ¡Le he metido un bofetón y le he dicho que se comporte como un hombre!», grita lanzando varios trozos de manzana fuera de la boca. Atemorizados, los jóvenes asienten sin pestañear. Una de las luces rojas pasa por encima de nuestras cabezas para estrellarse varios metros más arriba. La casa que hace las veces de cuartel improvisado retumba.Tras varios segundos de caos los jóvenes retoman sus posiciones.

Durante cinco días, Ersal permanecerá sellada a cal y canto. Sitiada de lado y lado de la frontera que divide hoy a dos países que antaño fueron uno. Los rebeldes suníes combaten en dos frentes. En Líbano, al ejército libanés y milicianos chiíes de Amal y Hezbolá. En Siria, al ejército sirio y milicianos de Hezbolá. Al teléfono, y aunque a tan solo a apenas un kilómetro de distancia, Abu Bakr contabiliza cincuenta y cinco cuerpos civiles en su improvisada morgue. «Los hemos tenido que enterrar a toda prisa en el cementerio para evitar posibles epidemias», dice la voz de un médico que lleva setenta y dos horas sin dormir. Cuarenta y cinco de los cincuenta y cinco eran sirios que huyeron de la guerra de su país para encontrar la muerte en Líbano.

18 de agosto de 2014

La vida en el frente leal

Sobre unos destartalados sofás de la ciudad vieja de Alepo, jóvenes soldados conversan en un frente que lleva dos años estancado. Parece como sí, a la espera de que sonara la campana, siguieran yendo a clase. Los únicos tiros que se oyen son los que se cruzan los francotiradores de ambos bandos y algún que otro cañonazo los días más ajetreados. El menos sonriente de los soldados es Alí Ismain Othman, de veintiún años, la misma edad que Mohamed tenía cuando dejó Ersal para combatir a los soldados sirios en Quseir. De ojos color miel y cara afable, Alí mata el tiempo libre como lo hacen todos: a base de mate –infusión argentina–, algo de música, intercambio de fotos en los móviles y largas conversaciones. Para llegar al frente donde están Alí y sus compañeros, hay que cruzar varios centenares de metros. Mantas colgadas entre los edificios les cubren de la mirilla de los francotiradores. En las zonas más expuestas, los soldados han aprendido de los rebeldes y abren boquetes entre los muros de las casas para cruzar protegidos.

El camino al frente se antoja un viaje en el tiempo a través de numerosas vidas, de gentes desconocidas y a la vez tan cercanas. Sujetadores, cepillos de dientes, cartas, fotos de boda, peluches descosidos o apuntes de matemáticas recuerdan que allí, entre esos tres muros y un boquete, hubo un hogar. Acostumbrados a su rutina, las botas de los militares pisan esas vidas a diario, sin estremecerse al violentar la intimidad de los que allí existieron. Alí sin embargo, es más consciente de su entorno. La posición que ocupa está en su barrio. La casa en la que está apostado es la de su vecino.Y la suya, la colindante desde donde provienen los proferíos de combatientes de Al Nusra. Su primo, también del barrio, combate con el enemigo. En la operación en la que esta unidad del ejército sirio logró hacerse con la posición que defiende Alí, el soldado recogió entre los muertos el cuerpo de Hasan, su compañero de pupitre del colegio. Antes ya había reconocido a otros compañeros entre los cadáveres.

Las condiciones de vida en el frente dejan mucho que desear.Y algunos están voluntariamente por convicción. Pan, cebolla, mate y cigarrillos se antoja la base de la dieta de los uniformados. Colchones mugrientos les sirven de cama y en algunas puertas unos hierros a ras de suelo impiden las incursiones nocturnas de las ratas. Rodeados de cimientos y destrucción, estos adolescentes se esmeran en darle una pincelada de normalidad a su área de descanso. En un muro derruido y con impactos de metralla, alguien ha plantado unas flores de plástico en los orificios. Otro se las ha ingeniado para colocar varias luces de colores que tintinean al anochecer. Una pegatina de Mickey Mouse gigante acompaña a un reloj de pared de plástico desconchado que va con retraso.

La mayoría están cumpliendo el servicio militar obligatorio, que de dieciocho meses ha pasado a veintiocho para suplir la falta de efectivos. Cobran setecientas veinticinco libras sirias mensuales, unos cinco euros. Los que se quedan en el frente una vez completado el servicio pasarán a cobrar quince mil libras sirias, 70 euros por mes. Otros como Sam están exentos del servicio militar al ser el único varón de su familia. «Mataron a mi hermano en Homs en la batalla de Baba Amer, por lo que ahora soy el único hijo varón y podría dejar el ejército. Pero me he presentado voluntario. Me he acostumbrado. Este es ahora mi trabajo y me gusta la vida con los chicos. No sé qué haría metido todo el día en casa», da por respuesta el soldado.

Al ver por primera vez a Rami, es difícil saber si se trata de un militar sirio o de un yihadista del Estado Islámico. Luce una larga barba al más puro estilo salafista sobre la que sobresalen una ancha nariz y dos grandes ojos negros. Este oficial chií dice tener veinticuatro años. Su mirada dice cuarenta. Al cinto se ciñe una pistola con culata blanca. Lleva cerca de cuatro años sin ver a su familia, básicamente desde que comenzó la guerra. Forma parte de un comando antiterrorista de las fuerzas especiales de la Guardia Republicana –la rama del ejército sirio más temida–. Las hazañas de este batallón son leyenda en zona leal. Su líder, el coronel Suhail al Hasan, es más conocido como el namer (tigre en árabe). Fue el hombre que logró romper el cerco rebelde que aisló a la Alepo leal durante dos semanas. Pero sobre todo, fue el que liberó de una pesadilla en vida a cientos de sus compañeros cercados durante año y medio en la prisión central de Alepo. De los mil doscientos hombres, entre soldados y presos que había en la cárcel, tan solo cuatrocientos cincuenta salieron con vida.

En esta región, el retrato del tigre compite con el de Bashar al-Asad en los salvapantallas de móviles, y hasta le han dedicado una canción. Los rumores dicen que namer se despidió de su mujer embarazada antes de ir al frente. Juró que no volvería a casa ni conocería a su hijo hasta que ganara la guerra. Todos los jóvenes de su batallón siguen ciegamente al líder que admiran.

En el camino al frente de la periferia de Alepo, donde se acerca la marea negra del Estado Islámico, nos cruzamos con unas señales. Un cartel azul indica Raqqa todo recto y Sheij Najar hacia la izquierda. El largo y desierto camino que se abre al frente produce escalofríos. Nos desviamos a la izquierda. En los últimos días, rebeldes de Al Nusra, Tawhid y del Frente Islámico se disputan varias posiciones con las unidades de la Guardia Republicana. El camino al frente es un reguero de ciudades muertas convertidas en museos de destrucción y vehículos calcinados. En Manasher, los tanques del ejército sirio se ensañan con los rebeldes apostados del otro lado de una cantera de piedras, en el pueblo de Ibrij. Las balas cruzadas rezuman en el aire y algunas van a estamparse contra las rocas. Rami, el más alto de todos, es el único que ni corre ni se agacha ante los zumbidos. Entre las rocas, decenas de jóvenes soldados se agazapan para asomar la cabeza solo cuando disparan. Han muerto ciento veinte soldados en esta posición en el último mes.

Admirado por su aguante físico, Rami también lo es por sus cualidades intelectuales. A pesar de que sus estudios se vieron truncados por la guerra, este joven oficial devora cada libro que cae en sus manos. Especialmente si se trata de poesía. En pleno frente y en medio del fuego cruzado, el joven se las apaña para componer varios versos. Seguro de estar en el bando de los justos, lucha sin miedo. «Para liberar a la humanidad, hay que liberar antes sus mentes», reflexiona entre cañonazos.

En el camino de regreso, entre improvisados cuarteles militares y pueblos devastados se podían leer las mismas pintadas repetidas en los muros: «Siria, fábrica de héroes. Al-Asad para siempre».

5 de Octubre de 2014

La otra Siria

En el mes de octubre, Ersal era cercada de nuevo en represalia por una operación de Al Nusra. Un par de meses antes, más de cien uniformados libaneses perdieron la vida en los combates de una guerra que no es suya, y veinticinco permanecen capturados en manos del Estado Islámico y Al Nusra. Esta vez, la filial de Al Qaeda atacaba a Hezbolá en su propio territorio. Al menos diecisiete milicianos libaneses perdían la vida en un ataque sorpresa por parte de los combatientes llegados de las montañas sirias. En pleno centro de la ciudad de Ersal, tan solo se podía oír un lejano tronar. Al poco,los bips inundaban el silencio. Varios jóvenes yihadistas empezaban a recibir en sus móviles los vídeos de la batalla. No podían contener su exaltación ante lo que consideraban una gran victoria, un golpe al gigante amarillo. Las largas barbas no lograban ocultar algunos rostros que un par de años atrás se habían alistado en el Ejército Sirio Libre.

Abu Malek, quien reina en los territorios rebeles de Qalamún es su líder. Al Nusra, su equipo. Los que le siguen, le describen con el mismo fervor con el que los soldados sirios veneran al namer. Incluso algunos llegan a considerarle una especie de Che Guevara, eso sí, en versión piadosa. Sus hazañas militares le convierten en leyenda. «Con apenas treinta y cinco años posee un valor e inteligencia que le ha valido la admiración de todos. Cuando entra en Ersal, sus hombres llevan pecheras repletas de explosivos con un cable que conecta los chalecos a un detonador atado a las muñecas. Si los militares libaneses les pillaran, se los llevarían por delante al volarse por los aires», relataba admirado un joven de Al Nusra en Ersal. Mientras en Europa los jóvenes sueñan con superhéroes o con convertirse en estrellas de la tele, los jóvenes sirios lo hacen con ser guerreros de renombre o convertirse en mártires. Ese día, los heridos de Al Nusra a manos de Hezbolá no llegaron al hospital de Abu Bakr. Tan solo el cuerpo sin vida de uno de ellos pasó el cerco militar.

Antes de dejar Ersal, Heirat, refugiada desde hace más de tres años, nos ofrece uno de sus deliciosos cafés. En su móvil guardaba una foto que le había enviado su hijo, combatiente rebelde en Siria. Este posaba junto a su arma en alguna posición que su brigada había arrebatado a las tropas sirias cerca de la ciudad de Hama. Allí es donde el namer y Rami están hoy destinados con sus hombres para intentar arrancarle la ciudad a los combatientes rebeldes. Detrás del hijo de Heirat se podía distinguir una pintada en un muro que rezaba: «Siria, fábrica de... mártires», había completado alguien sobre el borrón que interrumpía la ya conocida frase.

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