El Partido Laborista pierde cuando no es suficientemente radical
Ahora ya lo sabemos: el Partido Laborista no perdió en 2015 por pasarse de izquierdista sino por no ser suficientemente radical. ¿Para qué hacer ahora una autopsia de algo que murió hace tiempo o rascarse una vieja costra cuando hay tantas heridas frescas? Después de todo, el 2015 pertenece a otra era de la política. Como lo describía un tuit el año pasado, “la política de 2015: Ed Miliband come un bocadillo de manera un tanto extraña”; “la política de 2016: todo está en llamas”. Trump, Brexit, Corbyn, una elección anticipada que salió desastrosamente mal: a veces parece como si cincuenta años de política se hubieran condensado en dos.
El análisis de lo que pasó es necesario porque todavía hay un debate de ideas por resolver. Durante el ascenso inicial de Jeremy Corbyn, Tony Blair se tomó un respiro de su labor como asesor de despiadados dictadores y confesó que no quería que un Partido Laborista de izquierda ganara las primarias, incluso si eso era lo que había que hacer para ganar luego las elecciones (aunque él tampoco pensaba que electoralmente fuera bueno). Blair aconsejó entonces a los partidarios de Corbyn que se hicieran un trasplante de corazón.
Ahora tiene la honestidad de decir que esta plataforma radical realmente tiene posibilidades de ganar en unas elecciones generales, pero sigue sin desear que eso ocurra. La mayor parte de los diputados laboristas no comparte su perspectiva: aunque muchos pensaban que el variado surtido de políticas de izquierda desembocaría en un Armageddon electoral, se han sentido aliviados y hasta emocionados al descubrir que no fue así. Pero aún queda una facción del laborismo inclinada por esa visión de Blair, que los poderosos analistas políticos hacen parecer más popular de lo que es.
Cuando el Partido Laborista liderado por Ed Miliband perdió en 2015, el periódico The Financial Times resumió la opinión generalizada: “Que Ed Miliband se haya pasado a la izquierda costó la elección al Partido Laborista”. En la carrera por reemplazar a Miliband, Yvette Cooper acusó al manifiesto laborista de sonar “anti-empresas, anti-crecimiento y, en definitiva, anti-trabajadores para la gran cantidad de personas que tiene empleo en las grandes compañías”. El argumento era el siguiente: Miliband había pasado demasiado tiempo atacando al nuevo laborismo, lo que provocó que el electorado no apreciara los logros del partido y sentó las bases míticas para la fundación de la desgracia corbinista. El ascenso de Corbyn era percibido entonces como un absoluto desvarío político. Tras perder una elección tan estrepitosamente, el Partido Laborista parecía estar redoblando la apuesta con las mismas ideas que lo habían condenado a la derrota la primera vez.
Los éxitos y fracasos de la era Miliband (2010 – 2015) deberían ser repasados ahora. Tradicionalmente, a las derrotas laboristas les sigue una amarga pelea interna. Así ocurrió en 1979, en 1951 y en 1931, pero no en 2010, una era de falsa unidad. La derecha laborista pensaba que la conducción del partido no estaba dando la batalla ante las acusaciones de despilfarro con que les atacaban los conservadores (después de que el partido fallara a la hora de combatir el mito de que el gasto público había causado la crisis económica del país) y ante la impresión generalizada de que eran blandos en temas de inmigración y seguridad social.
Para la izquierda laborista, los problemas del partido eran una agenda “de austeridad light” en lo económico, una retórica demasiado dura en el tema inmigración (sintetizada en el lema “controles a la inmigración” que se leía en las tazas laboristas antes de las elecciones) y el constante ataque a las prestaciones sociales. Pero si esas divisiones no fueron tan amargas entonces fue porque las dos alas creían que la victoria estaba al alcance de la mano, en gran parte debido a la inevitable derrota del Partido Liberal Demócrata.
Miliband reconocía que el consenso al estilo Thatcher era transitorio y se caía a pedazos. El análisis de lo que estaba mal en el Reino Unido, desde la crisis en el coste de la vida (el país sufre la era de reducción de salarios más larga desde la época Napoleónica) hasta una galopante precariedad laboral, era el acertado, aunque no se propusieran soluciones más extremas.
Miliband era hijo de un prominente pensador marxista que se curtió como asesor del nuevo laborismo: la contradicción era evidente en un líder que decía querer salvar al capitalismo y traer de nuevo al socialismo. Su error no yace en las caricias que prodigó al partido para hacerle sentirse mejor, sino en haber cedido demasiado ante la derecha laborista. Su error no fue haber vapuleado demasiado al nuevo laborismo, sino no haber definido una separación clara entre uno y otro para rechazar el mantra de “son todos lo mismo”.
Tanto Blair como Corbyn tenían sus facciones (Progress y Momentum, respectivamente) y se enfrentaban al ala opositora de su partido. Miliband venía de una generación política que temía a los conflictos internos de los 80. Su imagen se redujo a la de ser el miembro más izquierdista del partido dentro de su propio gabinete paralelo, sin una base organizada y con muy pocos partidarios entre los medios de comunicación.
Tras salir del parlamento, Ed Balls culpó a Miliband por frenar su “agenda pro empresa”. Pero fue Balls quien evitó que el laborismo tuviera la alternativa económica radical que podría haber salvado al partido de la derrota. Según una investigación del Congreso de Sindicatos de Trabajadores (TUC, por sus siglas en inglés) publicada tras la derrota de 2015, el 42% de los votantes creía que el laborismo era demasiado laxo con las grandes empresas, en comparación con el 22%, que creía que había sido demasiado duro.
Seamos claros. El éxito de Corbyn se debe a él y a la rebelión que trajo consigo. Como dijo un representante del viejo orden laborista, Corbyn tomó la decisión de pintar su manifiesto radical con “los colores primarios”. Veamos el ejemplo del tren: la antigua oferta laborista incluía promesas de opciones públicas demasiado complejas y enrevesadas para llegar al fondo de la cuestión; el laborismo de Corbyn simplemente ofrecía la nacionalización. En verdad, el manifiesto reflejaba el cambio de la gente. Corbyn se tiró al vacío y llevó al Partido Laborista más cerca de ganar el gobierno de lo que había estado tras su estrepitosa derrota dos años antes.
Pero fue Corbyn quien defendió más apasionadamente el manifiesto de Miliband cuando lanzó su campaña para liderar el partido hace dos años. Las bases estaban ahí: desde los impuestos no domiciliados y los contratos de cero horas hasta los temas de vivienda. Él fue el nexo entre el nuevo laborismo y el Corbynismo, como el propio Miliband dijo. Un salto directo de uno a otro hubiera sido imposible. En lugar de una fallida aberración, la era laborista 2010-2015 podría ser evaluada por la historia como un necesario período de transición. La derecha laborista acusaba a Miliband de ser el culpable dentro del partido. Si lo pensaran mejor, tal vez llegasen a la conclusión de que lo que generó el mayor daño político fue el intento de Miliband de mantenerlos a ellos, la derecha del partido, junto a él.
Nada de esto tiene como objetivo pedir a la derecha que muestre señales de arrepentimiento, como se le hubiera exigido dolorosamente a la izquierda tras una aplastante victoria conservadora. Hopi Sen, exasesor laborista y partidario de Blair, sugirió una vez que su ala del partido gritara a la izquierda que nadara por un río de mierda “para que podamos decirles por qué están completamente equivocados” y, si lo hacían, para “decirles que ya era tarde y que eso significaba que nadie los escucharía en el futuro”. Esta forma de hacer las cosas no debe ser imitada.
En lugar de eso, hay que hacer una petición. Los tiempos han cambiado. El nuevo laborismo era un producto de su época. El Thatcherismo no hubiese podido ganar en los 60; el Corbynismo es el hijo de nuestra propia era. Para entender el futuro, debemos reconsiderar el pasado. Y la enseñanza es esta: la función del Partido Laborista es tirar abajo un orden social en ruinas y no defenderlo.
Traducido por Francisco de Zárate