El veto de Trump no es la única legislación que divide a las familias sirias
A Abdulmonem Kitouh la vida le sonreía. En diciembre de 2015 era feliz porque se había casado con el amor de su vida.
Había conocido a Rana Damien en Alepo y muchas de sus citas habían sido clandestinas, ya que él era musulmán y ella, cristiana. La guerra en Siria cambió sus vidas; él se mudó a Estambul y ella a Beirut, junto a su familia, que se oponía a la idea de que se casara con un musulmán.
El Gobierno de Canadá autorizó la petición de asilo de la familia de Rana Damien. Tras el cambio de país, sus críticas hacia Abdulmonem Kitouh disminuyeron. Damien, emocionada, llamó a su pareja. Le anunció que llegaba a Estambul al día siguiente. Se casaron y tras pasar una luna de miel de tres meses en Estambul, ella regreso a Canadá para completar algunos trámites burocráticos.
Nunca pudo volver. En enero de 2016, el Gobierno turco introdujo nuevos requisitos para la obtención de visado para los sirios y a Damien le rechazaron la solicitud de visado tres veces, sin darle ningún tipo de explicación. Por otra parte, Kitouh vio cómo su solicitud para entrar a Canadá se quedaba en un limbo y no recibió ningún tipo de comunicación durante un año. Su historia de amor había sobrevivido a la guerra de Siria, pero ahora quedaba interrumpida por la fría lógica de las leyes migratorias y los requisitos para la obtención de visados.
“Pídele a uno de esos funcionarios que conceden visados que se pongan en mi lugar y que intenten comprender cómo se siente alguien que ha estado separado todo este tiempo de la persona que quiere”, indica Kitouh durante una entrevista en Estambul: “Cuando vivíamos en Siria nos veíamos, aunque fuera en secreto. Ahora que ya no vivimos en Siria, ya no podemos estar juntos porque dos países nos lo impiden”.
“Tengo la sensación de que gran parte de mi vida se ha ido al traste y no entiendo por qué. Parece que por el hecho de ser sirio”, lamenta.
Incluso antes de que el presidente de Estados Unidos aprobara un decreto que prohíbe la entrada en el país de los nacionales de seis países musulmanes, entre ellos los sirios, estos ya se encontraban con muchas cortapisas cuando solicitaban visados para entrar en otros países de Occidente y Oriente Medio.
En ciudades donde se tramitan muchas solicitudes de visados para entrar a Turquía, como Beirut, las listas de espera para una entrevista en el consulado turco superan los nueve meses. En muchas ocasiones, la solicitud se rechaza de plano y sin dar ninguna explicación. Líbano acoge en la actualidad a unos 3 millones de refugiados sirios.
En Jordania, que acoge a unos 600.ooo refugiados sirios, es difícil obtener un permiso de entrada salvo que asistas a una conferencia y Egipto tiene una nueva normativa y para esquivarla a veces es necesario pagar unos 3.000 dólares. Muchos países europeos simplemente no conceden visados a los sirios.
Esta situación ha generado una incertidumbre que ha dividido a muchas familias y ha obligado a los refugiados a navegar por un mar de trámites burocráticos absurdos y que no parecen tener en cuenta su situación.
“Plantó cara al mundo para estar conmigo”, indica Kitouh: “Como sirios, siempre estamos pendientes de tener una oportunidad para la salvación. Algunas personas se suben a una embarcación para alejarse de la guerra; en mi caso, fue ella la que me salvó”.
Dificultades en Alemania
Oudai Alhomsi terminó subiéndose a una de estas embarcaciones. En marzo de 2012 conoció a Alaa Masalmaa en su ciudad natal, Deraa, cuyas protestas ciudadanas habían propiciado el levantamiento sirio un año antes. Alhomsi fue a la tienda de Masalmaa para que le reparara su ordenador portátil. Se casaron tres semanas más tarde.
“Solía preocuparme cada vez que Oudai se iba a trabajar; tenía miedo de que los militares lo alistaran al Ejército”, indica Masalmaa, bromeando con su marido. “A veces iba a la tienda para hacer con él el camino de regreso a casa y que así no se lo llevaran”.
Cuando finalmente los soldados preguntaron por Alhomsi con nombre y apellidos, los dos supieron que había llegado la hora de huir. Masalmaa estaba embarazada de siete meses pero cruzaron a pie la frontera con Jordania y llegaron al campamento de refugiados de Zaatari.
“No fue fácil, pero sí seguro. No temes por tu vida o por una detención, no oyes los tiroteos mientras duermes, no te da miedo que alguien llame a la puerta y se lleve lo que más quieres”, señala Masalmaa.
Tras pasar una temporada en el campamento y más tarde en la localidad jordana de Irbid, donde nació su hijo, Samer, la familia se mudó a Amán. Sin embargo, sabían que no se podrían quedar allí mucho tiempo. Hicieron lo imposible por sobrevivir y finalmente aceptaron que allí no tenían ningún futuro. Fue entonces cuando decidieron que Alhomsi haría la misma ruta que hacen todos los refugiados que quieren llegar a Alemania y que cuando llegara intentaría traer al resto de la familia.
En octubre de 2015, Alhomsi voló hasta Turquía y allí se subió a una embarcación que lo llevó hasta Grecia. Una vez allí, cruzó Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia y finalmente Austria para llegar hasta Alemania. Se estableció en Berlín.
En noviembre de ese mismo año, solicitó que se le concediera la condición de refugiado. Tras un año de papeleo, descubrió que solo le habían dado una protección temporal y que no tendría derecho a solicitar la reagrupación familiar hasta 2018. Alhomsi ha recurrido esta decisión. “Ese día derramé las lágrimas de dos años enteros”, indica Masalmaa.
Su hijo, que ahora tiene cuatro años, suele correr delante de la casa de Amán cada vez que ve un avión y llama a su padre; piensa que todavía vuela en el avión que se lo llevó en 2015.
“Echo de menos levantarme por las mañanas y oler ese aroma a café recién hecho por la persona que quiero”, lamenta Alhomsi. “Los refugiados somos seres humanos y las circunstancias nos han obligado a huir de nuestro país”.
Los obstáculos del Gobierno belga
Ahmed al Taleb y Melina Nardi todavía comparten el café de la mañana en Estambul, pero la burocracia belga se empeña en separarlos.
Al Taleb es biólogo. Creció en Damasco y huyó de Siria en 2013, después de que las fuerzas de seguridad lo detuvieran por participar en las protestas. Estaba estudiando un máster en inmunología. En 2015, conoció a Nardi, una experta en marketing de origen belga, francés e italiano, en un evento de CouchSurfing. Un año más tarde, se comprometieron para casarse, pero cuando intentaron casarse en Turquía para así poder iniciar los trámites para establecerse en Europa, el consulado belga empezó a ponerles problemas.
Para poder casarse en Turquía, los residentes necesitan un documento de su país que lo autorice y que confirme su soltería. Nardi explica que el consulado belga en Estambul pidió a su prometido que consiguiera una carta del registro civil de Siria. Esta carta debía ser posteriormente sellada por la embajada siria en Líbano y por el Ministerio de Exteriores libanés y más tarde enviada al consulado belga de Estambul.
Al Taleb, que a sus 33 años habla cuatro idiomas, no puede salir de Turquía porque ha solicitado la condición de refugiado. Así que hasta que no encuentren otra vía para hacerlo, no podrán casarse.
“No lo dicen con estas palabras, pero está claro que no quieren que me case con un sirio”, indica Nardi: “Nunca quisieron conocerme, solo he podido hablar con ellos [el consulado] por teléfono o por correo electrónico”.
Nardi indica que probablemente las peticiones imposibles de cumplir del consulado de su país sean inconstitucionales porque representan una barrera infranqueable y le impiden casarse con el hombre al que ama, un derecho humano básico.
“Lo que quieren es que yo llegue a la conclusión de que es demasiado difícil y que diga que no me voy a casar con él”, afirma.
Al Taleb explica que a principios de mes organizó una nueva fiesta de compromiso para animar a su futura esposa. “No quiero que nos roben la felicidad o que la estresen”, indica. “Quieren acabar con nuestro amor, pero no lo conseguirán”.
Ahora la pareja está a la espera mientras intenta que el consulado italiano o el francés, las otras dos nacionalidades de ella, les den una solución mejor. Los padres de Nardi también han expresado su deseo de conocer a al Taleb pero él no puede ir a visitarlos y su futura suegra tiene un tímpano perforado y no puede volar.
Ahora se pasan el día visitando los museos de Estambul y paseando por la ciudad que los unió.
Nardi tiene una oferta de trabajo en España pero no quiere dejar a al Taleb y le preocupa que su solicitud para obtener la condición de refugiado sea rechazada y lo deporten. El hermano de al Taleb vive en España y tiene un doctorado en física.
“Tengo miedo”, reconoce Nardi. “Cada día se produce algún cambio. No quiero irme y que un buen día decidan que van a deportar a los sirios. Lo estaría dejando solo en un país que no lo está protegiendo”.
Traducido por Emma Reverter