22 de diciembre de 2025 13:44 h

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Julia dice que a los vecinos los están echando del Casco Antiguo. Lo dice sin rabia, con resignación, con cierta tristeza. Julia camina todas las mañanas hasta la panadería de la calle Hermanos Moroy. Su casa no pilla lejos. Julia vive en Portales, en el edificio que hace chaflán con Sagasta, que por cierto no entiende como no la han peatonalizado de una vez por todas. Más de una mañana coincido con ella al comprar el pan; ella la barra hueca, yo un bollo integral.

Julia tiene la edad en que el cuerpo empieza a protestar, pero la cabeza sigue mandando. Camina despacio no por cansancio sino porque ya no tiene prisa alguna. Tiene el pelo blanco, pero no de esos blancos de champú con colágeno premium extra, sino de los que cuentan historias. Su voz es suave y firme, como la de quien ha aprendido que gritar no sirve de nada si el otro no quiere escuchar. “Eso -dice Julia- es lo que pasa y ha pasado con el Casco Antiguo, que nadie quiere ni ha querido escuchar”.

“Nos echan, nos expulsan”, repite con la autoridad que dan los años y el sarcasmo que produce el hartazgo. Lamenta que ya no queden bares de los de antes; ahora todos son de sillas altas a las que no puede alzarse. Julia no lleva reloj porque el tiempo no lo mide en horas sino en cierres; la ferretería bajó la persiana, ya no hay tiendas de alimentación, ni ultramarinos, ni está la encajera, ni la droguería, ni la tienda de hilos, ni la mercería donde sabían tu nombre y tu talla sin preguntar; ahora todo son bazares chinos, heladerías, bares y pisos turísticos, que pronto será la única tipología de vivienda en el Casco Antiguo, asegura. Cuando le apuntan que acaba de abrir un Carrefour Express ella replica que eso, que express, para los visitantes de fin de semana.

Julia tiene la mirada triste, como esas personas que ya lo han visto todo dos veces. Lamenta que en el Casco Antiguo ya no se vive ni se compra, tan sólo se experimenta. “Te venden experiencias y los vecinos sólo somos figurantes de un escenario diseñado para los turistas. El Casco Antiguo cada día es un recuerdo menos”. Cuando Julia dice “nos echan”, lo hace con la elegancia de quien sabe perder sin armar jaleo, como una señora que ha vivido lo suficiente para entender que el progreso, a veces, no es más que una mudanza mal hecha.

Se ríe -se burla, más bien- de la decisión de no dar más licencias a nuevos pisos turísticos durante un año que ha aprobado el Ayuntamiento con el acuerdo de todos los grupos políticos. “Sólo quieren que pase la Legislatura diciendo que han hecho algo, escurriendo el bulto, pero no engañan a nadie -dice Julia-, después llegarán las elecciones y harán nuevas promesas que tampoco nos creeremos y que tampoco cumplirán”. Recuerda que sí hubo un tiempo “hará ya veinte años en que si se hicieron cosas… pero luego no continuaron”.

Ya en la puerta de la panadería, Julia recuerda que cada semana hay un vecino que hace las maletas hacia otro punto de la ciudad. “Es la evolución natural en el hábitat en el que vivimos; del barrio al parque temático”. Hemos pasado del saludo matutino al código QR.

En la panadería, cuando Julia ya va de camino a casa, es un hombre joven el que remata la conversación: “El Casco Antiguo ya no es un barrio, es un souvenir”. Se ríe de su ocurrencia con una risa amarga: “Los vecinos nos iremos -dice- nos echarán, mejor dicho; lo harán con más heladerías, con más pisos turísticos -esos 46 que quedan pendientes todos sabemos que obtendrán licencia-, con alquileres imposibles, no echarán sin parecer que nos echan, simplemente haciendo que la vida sea imposible”.

El hombre saluda antes de irse: “Cuando Julia también se marche, el Casco Antiguo quizá parezca limpio y brillante, pero estará vacío, como un decorado de cartón piedra, esperando al siguiente turista que venga a hacerse la foto; entonces igual ya no estamos ni los figurantes”.

  • ¿El bollo integral de siempre?
  • No, hoy quiero una barra con mucha miga, por favor
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