Elogio a mi madre

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El 23 de agosto mi madre, Olga Pérez, cumple sesenta años. Nació en Sanjuan de Paluezas, una aldea de El Bierzo que, según acostumbramos, hemos visitado durante estos días y que tuvo que ser desalojada el pasado domingo por la inminencia de las llamas. Los incendios justifican, aún más que la fecha, la pertinencia de este elogio. El cielo deprimido por humo y ceniza (y, quizá aún más, ese sol siempre rojísimo y crepuscular, distópico) ha inoculado en la población un escepticismo peligrosamente disolvente para la democracia. La desconfianza en las instituciones sigue creciendo en apatía y nihilismo: los ciudadanos están convencidos de que, a pesar de la tragedia, nada cambiará, que los incendios se repetirán el próximo año y que solo la calcinación del ecosistema agotará su pavorosa sucesión. Los calamitosos fallos sistémicos no deberían rendirnos a la melancolía, sino, más bien, convocarnos a la rebelión: la desesperanza arrasa la libertad porque alimenta, en espiral, los totalitarismos de todo signo (político, económico, cultural o religioso). Y de ahí, como decía, la pertinencia de este elogio.

La crítica absorbe la opinión ordinaria de la gente, mientras que cualquier elogio implica, por el contrario, una excepcional rebelión de alegría y esperanza. La celebración de mi madre me brinda, y me permite brindarles, una oportunidad para que traduzcan mi elogio (no es un retrato biográfico, sino, lo subrayo, una alabanza) a su experiencia personal, aunque sea como una fugaz evocación. No se puede negar que existen las malas madres, de la misma manera que existen los malos hijos, pero la maternidad es un vínculo tan universalmente constitutivo (y, muchas veces, tan bellamente misterioso) que, quizá, sea el que más nos fascina e interpela: el único que atesora suficiente esperanza para imponerse a la devastación que nos rodea.

Mi madre es una mujer intrépida, y en este sentido, como cualquier persona valiente, muy consciente de su propia dignidad. Siempre la ha defendido cuando se han abatido sobre ella los conflictos laborales y familiares o las desgracias familiares y de salud, que, tristemente, preñan su itinerario vital (las buenas personas provocan escándalo, por contraste, en quienes no lo son: y por eso les atacan furiosamente). Fabularía ingenuamente si dijera que ha vencido esas desafecciones y desencantos, esos desarraigos y hostilidades, pero sí puedo asegurar que nunca la han doblegado. Sin embargo, no es esa resistencia lo que me asombra (la resistencia no deja de ser una actitud pasiva, por muy robusta que sea), sino la capacidad creativa con la que siempre ha contraatacado: como si quisiera refutar con su propia vida a los acólitos de un estricto determinismo conductual, mi madre ha sabido crear, para sí y las personas a las que ama, contextos y experiencias muy diferentes a los ejemplos que, promovidos por otros, le ha tocado padecer. Nuestra identidad surge, en parte, de la imitación de nuestro entorno más cercano; pero la intuición moral de mi madre buscó, e incluso inventó, émulos valiosos para sustituir a los nocivos referentes que antes había descartado, hasta revelarse, a sí misma, como un modelo. Podría decirse, en fin, que ha sido desafortunada en muchas de esas cosas que nos vienen dadas, pero que ha elegido con acierto en ésas de las que somos autores, ésas que libremente nos damos y construimos.

Mi madre también es una mujer carismática. Aún seguimos concibiendo el carisma, según la lírica del romanticismo, como un don genial y arrebatado inherente a escogidos líderes y artistas. Sin embargo, su carisma (probablemente, el carisma socialmente útil) tiene una escala menos genial o sublime y una dimensión más rutinaria y práctica, y por eso más influyente: posee el raro encanto de las personas con las que otras personas quieren estar. Esa gracia nace de una combinación de inteligencia discreta y de elegancia clásica en el comportamiento que funda rápidamente la intimidad o confidencia con su interlocutor. No caeré (tampoco aquí) en la trampa del romanticismo: si bien reconozco que su carisma es una aptitud genuina y natural, prefiero reconocerle la actitud con la que lo proyecta y ofrece; porque también podía reservarse ese carisma, en lugar de expandirlo, y porque, sin duda, la delicadeza, siempre justa, con la que escucha, reconforta y ayuda exigen esfuerzo y trabajo, voluntad de ser y actuar así.

Por último, mi madre es una mujer que ha satisfecho su vocación prevalente: la conformación de una familia, junto a mi padre. Confieso que la evidente devoción por sus hijos (que todavía incurre a veces, aprovecho para recordárselo, en cierto sobreproteccionismo) me resulta paradójica, en abstracto, para un carácter tan intrépido y carismático como el suyo: no parece que pueda congeniarse ese desprendimiento del ego con una individualidad tan acusada. No entiendo y me deja perplejo (en alguna medida, seguramente, porque todavía no soy padre) que alguien pueda fiar lo más esencial de su personalidad, o su narración, a la personalidad o a la narración de otros: pero mi madre quiere ser (no solo asume que será) lo que sus hijos contemos de ella; no por un vetusto sentido de linaje, sino porque quiere definirse (quiere ser) por lo que es para nosotros.

Cuando era un niño, rescatamos una cría de pájaro, recién nacida, y perdida o abandonada. La acunamos dentro de una caja de cerillas, la calentamos con una lámpara y la alimentamos, pero, a la mañana siguiente, cuando regresé del colegio, había desaparecido. Mi madre nos explicó que la madre del ave se había colado en la habitación y la había salvado, lo que encendió nuestra ilusión e imaginación. Lo creí, con tierna sinceridad (candor, credulidad), hasta hace pocos años, cuando mi madre, sorprendida de que ni aun de adulto ya me hubiera percatado, me reveló que el animal había muerto… Me parece que esta anécdota compendia, a modo de conclusión, el elogio a mi madre (¡feliz cumpleaños, mamá, te quiero!); y también, creo, la pertinencia de que se publique en una tribuna mediática mientras las llamas asolan España: recomiendo volver a las madres, o al menos a las buenas madres, como desde luego lo es la mía, cuando necesitemos que alguien espabile o mantenga viva nuestra esperanza.

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