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La ética, un accesorio incómodo

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En 2022, parece que La Rioja se puso seria. Tanto, que aprobó un Código Ético para los cargos públicos del Gobierno. Un manual sencillo que determinaba que, si quieres ocupar un puesto de responsabilidad, primero tienes que firmar un documento mediante el que te comprometes a trabajar con transparencia, a rendir cuentas de tu gestión y a no mezclar lo público con lo privado. Fácil de entender. Difícil de hacer trampas.

Este Código Ético que se publicó en el BOR el 24 de enero de ese mismo año, no era un adorno para colgar en la pared del despacho, ni una frase inspiradora en un cartel de campaña. Se aprobó y se presentó a los afectados como un requisito claro: sin esa firma, no podrás tomar posesión y no podrás continuar en tu puesto. Y eso, en tiempos de desconfianza política, no era poca cosa. Era decirle a la gente que con la gestión pública podían estar tranquilos porque su Gobierno iba a jugar limpio y se comprometía por escrito.

Pero, tras las elecciones del año siguiente llegó el presidente Gonzalo Capellán y su Gobierno del Partido Popular y…, de repente, la ética pasó de ser una norma obligatoria, a convertirse en un complemento de temporada. Un complemento que podía quedar bonito para las fotos, pero que, a este Gobierno, le resultaba muy incómodo para el día a día. El argumento oficial que los dirigentes del PP utilizan para eludir el cumplimiento de este Código Ético es de antología: “como no tiene fuerza de ley, no estamos obligados a cumplirlo”. ¡Chimpúm!

A mí me parece que esa explicación es como si un cirujano dijera que, como en el juramento hipocrático no dice nada específico, ¡pues hoy opero sin guantes! Absurdo, ¿no? Pues eso.

Además, lo más inquietante de todo esto no es solo el chiste en sí, sino el margen que abre a la discrecionalidad. Porque sin la aceptación del Código, todo queda a la buena voluntad de cada cargo. Y ya sabemos que la buena voluntad es maravillosa… hasta que deja de serlo. Así, un consejero puede aceptar un jamón “de cortesía”, o una caja de vino, o unas entradas para un partido de una empresa interesada en un contrato; puede usar un coche oficial para fines personales como hacían algunos no hace tantos años o responder a una pregunta incómoda con tecnicismos que no aclaran nada, como viene haciendo este Gobierno a diario. Nada de eso es ilegal mientras no sobrepase determinados límites legales, pero huele. Y, claro, sin la adhesión al Código, nadie puede exigir que deje de hacerse.

Y es que la ética es como una alarma silenciosa: no molesta, pero disuade. Cuando se desconecta, no significa que todo el mundo vaya a entrar en tu casa a robar… pero es evidente que la tentación y las posibilidades se disparan. Y las excusas, también.

En este asunto, el problema de fondo es el mensaje que lanza el actual Gobierno de La Rioja cuando asume que la ética política es solo una opción voluntaria y no supone ningún tipo de obligación. Se exhibe cuando conviene, pero se guarda cuando estorba. Y, mientras tanto, se van llenando los discursos de palabras como “buen gobierno”, “decencia” o “transparencia” que suenan muy bien… hasta que uno se da cuenta de que son como las flores de plástico: son muy decorativas, pero no tienen vida.

No quisiera que alguien piense que este es un asunto menor de esos que ocupan el tiempo de los políticos para lanzarse reproches sin fundamento, porque desde luego que no es un rifirrafe más entre partidos ni una cuestión sin importancia. Y no lo es, porque si un Gobierno se permite ignorar su propio compromiso ético, pierde autoridad para exigir honestidad a los demás. Y, sobre todo, destruye algo mucho más frágil que una norma que es la confianza.

La verdad es que cuesta entender por qué un Gobierno decide que un marco ético le sobra. Tal vez porque obliga a explicar por qué se aceptan determinados regalos, por qué no se publican ciertos viajes o por qué hay contratos que se firman sin demasiada luz ni taquígrafos. Tal vez porque incomoda más de lo que ayuda. Lo irónico es que, sin el Código, nada de eso es ilegal. Pero sí es profundamente dañino. La ley marca el límite mínimo. La ética, en cambio, fija un listón más alto: el de la ejemplaridad. Y cuando un Gobierno prefiere optar por el mínimo… se nota. Y duele.

La ciudadanía no pide milagros. Pide coherencia. Pide que quien exige honestidad predique con ella. Pide que las palabras se parezcan un poco a los hechos porque la integridad no se alquila. No se pone y se quita como una corbata. O se vive con ella, o se renuncia a ella. Y si se renuncia, el ciudadano tiene derecho a saberlo. Porque por más discursos que se pronuncien, hay algo que no se puede maquillar y es que, cuando un político trata la ética como un accesorio… es que, probablemente, la necesita más que nadie.

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