El Tour, el verano y tanto que aprender
El verano comienza realmente cuando arranca el Tour de Francia. Siempre lo he pensado así. Lo de antes son preliminares por más que la AEMET nos alerte de olas calor -salvo en la zona de exclusión del Ventorro- y el calendario se empecine en remarcar el día 21 de junio como inicio de los meses estivales. Para mi hasta que un helicóptero no sobrevuela un campo de lavanda mientras la cámara enfoca un castillo medieval -uno tan bien conservado que ya lo quisiera el concejal de Urbanismo de Logroño para incluirlo en su ‘novedoso’ Inventario de Bienes Protegidos- para cerrar después el plano sobre el pelotón ciclista en pleno abanico, no ha comenzado el verano.
Es escuchar “restan tres kilómetros para comenzar la subida al puerto de categoría especial” y calzarme las chanclas. La playa, la piscina, la nevera portátil y las camisetas sin mangas son mero atrezo sin el inicio del Tour; pura meteorología, sin más. El sol, el calor y el chiringuito ya estaban, pero cuando se contempla a un tipo ascender el Galibier, el Peyresuorde o La Madelein con la respiración en modo sístole, mientras disfrutas de unas catas de sandía tirado en tu sofá entiendes el verano. Entiendes el espíritu del verano.
En el Tour hay fugas, líderes de equipo, gregarios, hay victorias, derrotas y franceses que lo intentan -otra vez- sin éxito. El Tour es como la vida. Ya saben, hay jefes de filas contra las cuerdas pero acostumbrados a sobrevivir -que es el Tour sino una prueba de supervivencia-, otros que llegan con el equipo fortalecido y aún así miran de reojo a formaciones cercanas por si llegado el caso pudieran echar una mano; hay compañeros de equipo que no lo eran tanto y compañeras que tal vez quieran serlo demasiado; ‘ruedan’ juntos quizá porque nunca se sabe cuando hay que aprobar una subida de sueldos o ponerse de acuerdo en anular el contrato de la revisión del Plan General de la Ciudad…al fin de cuentas todos le dieron coba a la empresa adjudicataria a pesar de retrasos y errores. Eso en la vida, en el ciclismo el pelotón es sinónimo de eficacia. Tanto que aprender.
Y es que el Tour en cambio reconcilia con el paisaje, con el cuerpo y con la lentitud en un mundo en que todo se quiere ya. El Tour dura tres semanas y no hay botón de ‘saltar etapa’ que acelere el descenso del Aubisque o esa escapada que agoniza a cinco kilómetros de meta.
Una escapada en el Tour es como una relación en verano, empieza con ilusión, se sabe condenada, y aun así se intenta; aunque un descenso a noventa kilómetros por hora pueda ser una decisión precipitada en el mes de julio y difícil de justificar con el frío.
El Tour es también una forma elegante de no hacer nada y al mismo tiempo de analizar tu existencia. Observas a un tipo esloveno subir una pared de asfalto sin torcer el gesto y piensas: “Ojalá se pudiera vivir así, en solitario, tirando sin mirar atrás, sin que te recorten plazos, presupuestos -ni camas de hospital en verano- y tampoco emociones. La del ciclista es otro tipo de humanidad, más básica, más necesaria.
El verano comienza con el Tour porque es entonces cuando comprendemos la belleza y la poesía de lo lento, pero un día el pelotón ciclista llega a París y comprendes que el verano está muriendo y otro año más no hiciste nada importante. Bueno, comimos sandía mientras disfrutamos de la etapa reina. Había comenzado el verano.
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