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Un enemigo del pueblo: el pueblo

Un enemigo del pueblo: el pueblo

José Antonio Fuentes

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Hay un episodio en la vida del director de escena de Un enemigo del pueblo (Ágora), Àlex Rigola, que conecta con la temática y el dilema moral que planteó Ibsen en una sus obras maestras publicada en 1883 y que él mismo ha llevado a escena. En octubre del pasado año dimitió de su puesto al frente de los Teatros del Canal de Madrid por la “violencia ejercida contra los ciudadanos catalanes” durante el referéndum soberanista, al considerar que no podía seguir ejerciendo un cargo para el que fue nombrado por el partido político que ordenó aquella intervención.

Al igual que el protagonista, el doctor Stockmann, Rigola actuó en contra de sus intereses por una cuestión ética. Preguntado tras su estreno en agosto de 2018 por el periódico El País si, “¿Por eso monta esta pieza ahora?”, respondió: “Evidentemente en el trabajo siempre influye la situación personal. Pero no creo que yo deba sentirme más identificado con esta historia que cualquier ciudadano. Todos tenemos nuestras líneas rojas”.

Y así entramos el pasado viernes 26 de octubre al Teatro Circo de Murcia, expectantes y predispuestos a explorar nuestras propias líneas rojas. En el díptico que acompaña la entrada Àlex Rigola lanza grandes preguntas existencialistas incluso antes de sentarnos en la butaca: “¿hasta que punto somos libres? ¿a qué precio? ¿nos autocensuramos?”... Junto al díptico se nos entregan dos papeletas, una verde con un “Sí” impreso y otra roja con un “No”. Habrá votación, habrá ágora.

Con las primeras preguntas que el fabuloso elenco de actores lanza al público llegan las primeras controversias e incomodidades. Cuestiones como si creemos en la democracia, en la libertad de expresión o si El Pavón Teatro Kamikaze, productor del espectáculo y con espacio propio en Madrid, siempre debe decir lo que piensa a pesar de recibir dinero de las administraciones públicas gestionadas por un partido político con ideales y acciones contrarios a su ética. Gruesas cuestiones que el público, convertido en pueblo, vota con un sí (papeleta verde) o un no (papeleta roja) como se remarca en diferentes momentos para evitar confusiones. La votación, lejos de producir tranquilidad, cuestiona el alcance de la responsabilidad de nuestros actos, una incertidumbre con la que cada espectador debe lidiar en la intimidad de su butaca. En este punto, un espectador indignado decidió abandonar la sala entre cuchicheos por lo intolerable de la propuesta. Algo empezaba a suceder.

La presentación escénica es un acierto de cabo a rabo. No hay cambios en la iluminación del espectáculo, no hay efectos sonoros, no hay música enlatada ni proyección de grandes audiovisuales ni cambios de escenografía. En una gran pizarra horizontal aparece un dibujo con tiza blanca del pueblo y el famoso balneario que además sirve para apuntar los resultados de las votaciones. Y una mesa donde tres garrafas de agua sujetan una vara con globos blancos a diferentes alturas en los que puede leerse: ETHIKE. La sencillez de los elementos se convierte en claridad. Todo despejado y listo para plantear las grandes cuestiones que nos han llevado hasta allí, lo correcto o equivocado del comportamiento humano, de nosotros mismos.

Esta apuesta radical del director artístico por la sencillez permite centrar toda la atención en el elenco de actores que cumplen y superan las expectativas de la función. Magníficos Elejalde, de la Fuente, Reyes y Albet y magnífica Escolar. Al teatro político, al teatro que trata frontalmente cuestiones políticas y sociales de nuestro tiempo, independientemente del grado de transgresión, se le pide un plus de coherencia en la propuesta que trasciende lo escénico.

El conocido actor Guillermo Toledo se cayó del reparto porque el papel de su personaje le quedaba pequeño, una lástima. Habría sido interesante ver la recepción de la misma obra con un personaje público tan controvertido y con un planteamiento político al margen de las grandes mayorías que se agrupan entorno a partidos políticos. Pero Israel Elejalde no se queda atrás, forma parte de la dirección de El Pavón y es conocido por su activismo y compromiso político. Consigue cristalizar la esencia dramática del doctor Stockmann, el insobornable, el que hace tambalear los cimientos de un pequeño pueblo por salvaguardar la salud de los usuarios del balneario. El que no se deja corromper y da un paso al frente para señalar la corrupción en sus diferentes manifestaciones. El que repudia las mayorías porque están fundamentadas en la ignorancia. El hombre que entiende la democracia como un acontecimiento científico sujeto a leyes y normas que no todo el mundo es capaz de gestionar. El hombre que cree en la separación de poderes, en la libertad de expresión, en la verdad caiga quien caiga… Un Israel Elejalde extraordinario, un auténtico y creíble enemigo del pueblo.

A mitad de función y de forma sorpresiva, llamaron al escenario al director artístico murciano, Antonio Saura, para que ejerciera de moderador de una preparada ágora escénica que dio paso a un debate abierto al público con animadas e interesantes intervenciones. Posteriormente Saura publicó en su perfil de Facebook: “Mañana habrá que plantear una propuesta escénica de Un enemigo del pueblo con Tomas Stockmann preocupado por las inmundicias del Mar Menor, donde encontramos más suciedad en la política que en sus aguas”.

A la salida del teatro dos espectadores confesaron que no habían podido comer durante la representación. Una por pudor y la otra que si dio el paso y sacó un bocadillo (porque tenía hambre y no le había dado tiempo a cenar), la llamaron al orden. Y este tema menor, alejado de las grandes preguntas que plantea la filosofía moral, me hizo pensar que habría estado bien, aprovechando la magnífica oportunidad que nos brindó del teatro Circo con la programación de este espectáculo, someter a votación cuestiones que afectan al funcionamiento de nuestros teatros públicos para ver si realmente funciona eso que cantaba John Lennon en power to the people.

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