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Nochebuena

Vela

Carmen Díaz Beyá

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José camina pausado hacía el lugar donde celebrará este año la Nochebuena. No sabe qué habrá de menú ni conoce apenas a sus compañeros de banquete. Tampoco le importa demasiado. Las prisas y los compromisos dejaron de ser un problema para él hace tiempo.

La cita es a las siete en la calle Eulogio Soriano. Ha llegado con tiempo, así es que aprovecha para visitar el belén de la peña La Pava, en la iglesia de San Juan de Dios, que está a unos pasos del lugar donde cenará.

Mientras sube la rampa que da acceso a la iglesia, husmea con agrado el olor a incienso que envuelve todo el conjunto monumental.

El belén está emplazado sobre una gran tabla casi circular. Alrededor de ésta, unas marcas indican cuál es la distancia máxima a la que está permitido acercarse para hacer fotografías, así como la dirección que hay que seguir para ver las escenas religiosas, repletas todas ellas de tradiciones y guiños huertanos.

A José no le gustan los agobios de gente y parece que esta tarde son demasiados los vecinos que han decidido entrar también a visitar el belén, así es que no le queda otra que contemplarlo un tanto aprisionado por el gentío.

Comienza su recorrido movido por la inercia de los envites del resto de personas que están en la fila. Nada más comenzar, decide dar un paso hacia delante para separarse un poco de los demás y poder pararse unos segundos a ver el Nacimiento del Niño Jesús. El recién llegado aparece representado mirando al cielo mientras que el resto de figuras, sus padres, ángeles y pastores, lo miran con gesto de recogimiento y agradecimiento.

En ese momento, le viene a la cabeza el calor que desprendía su hijo al nacer. Respira hondo, cierra los ojos y se traslada mentalmente a la sala de Maternal. La evocación es tan real que puede olerlo de nuevo. Aún sin abrir los ojos, rememora lo que sintió al acariciar ese cuerpo que, siendo tan diminuto, ya tenía sus mismas manos, con sus dedos largos y finos. Parecía algo de otro mundo.

Una señora que va detrás de él comienza a quitarse el abrigo. Sin querer, mientras se quita una de las mangas, le da un codazo a José, despertándolo de sus recuerdos. “Uuhh, perdone”, le dice. “No pasa nada”, contesta él.

“¡Ay qué bonico!” exclama ahora la señora ya sin el abrigo. “Fíjate que detallico más gracioso ¿Lo has visto? ¡Si está el cuadro pintao y !”. La señora se refiere a una de las escenas de los denominados: “grupos familiares y oficios”, donde se ve a un pintor haciendo su obra al aire libre, mientras su mujer y sus dos hijos pequeños lo observan con atención. “Sí, señora, muy bonito”, le contesta él sin haberlo mirado aún.

Cuando observa la escena, se da cuenta de que la señora tiene razón. El cuadro consiste en un óleo en miniatura con el retrato de dos huertanos. A su vez, en la pata izquierda del caballete que sujeta el cuadro, reposa otro a medio terminar. “La verdad es que tiene mucho mérito pintar unas figuras tan nítidas en un espacio tan pequeño”, contesta ahora.

“Oiga – vuelve a interrumpirlo la señora- lo voy a adelantar que tengo que poner el pavo en el honno y si no llego pronto, mi Pepe se va a poner de lo nervios”. “Claro señora, pase”. “Bueno, felí navidá y perdone por el codazo de antes ¡Es que estaba achicharrá con el abrigo aquí metía!”. “No se preocupe señora. Qué tenga buena noche”.

La señora lo adelanta y José se queda un rato más mirando la escena. Intenta entonces recordar dónde estarán los pinceles que él utilizaba hace años para pintar bodegones en sus ratos libres. Supone que se quedarían en la que fue su casa. Junto con todo lo demás.

Sigue rodeando el belén y la siguiente escena es la de unos huertanos almorzando al lado de su perro. “Es igualito a Risco” – piensa- “tiene su mismo hocico”. Parece que fue ayer cuando Merche y él decidieron sacarlo de la perrera, unos meses antes de saber que el pequeño Mario estaba en camino.

Continúa avanzando y llega a uno de los misterios religiosos: Herodes y la matanza de los niños. Fija su mirada en el pequeño que gatea mientras observa a un militar romano empuñando un cuchillo a punto de clavárselo. Entonces vuelve a pensar en Mario, en cuánto lo echa de menos. Pero se consuela creyendo que su padrastro le podrá dar todo lo que a él le quitó. O eso espera. Nunca sabes qué esperar de un Judas.

Da un par de pasos más en la dirección impuesta por las marcas del suelo y llega a otro misterio religioso: El sueño de San José, donde éste aparece sumido en un profundo letargo mientras un ángel se sitúa detrás de él y le habla.

Durante mucho tiempo, José también durmió.

Soñaba que los bancos le regalaban el dinero y que podía invertir en inmuebles, recuperando por triplicado sus préstamos. Soñaba con un grupo de apóstoles que parecían saberlo todo sobre cómo invertir en Bolsa, quedándose con una alta comisión por sus servicios. En su sueño fue donde conoció a Judas por primera vez, su socio. Alguien que se anticipó al desastre e hizo una gran jugada a sus espaldas para que cayera sobre José todo el peso de las deudas que habían acumulado entre los dos.

Cuando la realidad le despertó, no tuvo tiempo de reaccionar. Ya lo había perdido todo. Pero aún faltaba la estocada final. Una tarde cuando regresó a casa después de haber ido lloriqueando por los bancos intentando recuperar algo de su dignidad perdida, Merche no estaba. Ni ella ni su hijo Mario. Los dos se habían ido a vivir con Judas.

El sueño, convertido ya en pesadilla, siguió aumentando en intensidad. Todo empezó con la mezcla de alcohol y ansiolíticos. Los ansiolíticos pronto dejaron de ser suficiente así es que empezó a rondar por el bloque del Rey Midas, que le vendía como si fuera oro, cualquier sustancia que le ayudara a evadirse por unas horas de su realidad. Las cartas del banco se le acumulaban en el buzón hasta que llegó el día del lanzamiento. A pesar de la ayuda de la Plataforma Antidesahucios, José se quedó en la calle y absolutamente sin nada en menos de un año.

Pero como en aquel misterio religioso que ahora tenía delante, también apareció un ángel en su camino. Un ángel que hablaba a malas penas el español, pero lo suficiente como para despertarlo una noche de un atracón de pastillas y alcohol y llamar al 112 para que lo sacaran del coma.

Los empujones de la gente con prisas por volver a casa para la cena le resultaban cada vez más molestos. Le obligaban a abandonar algunas escenas del belén con la sensación de que le hubiera gustado quedarse un rato más ahí, recreándose en sus detalles. Pero nada, una vez más, el impulso de la masa decidía por él.

Ahora tocaba: La huida de Egipto. Y entonces se acordó de Amin, su “ángel”. Hacía tiempo que no lo veía. Después de rescatarlo del coma, un día fue a visitarlo al hospital. Le contó que hacía poco que había llegado a Murcia, huyendo de alguna de las dictaduras que hay en el mundo.

Amin tenía claro que seguiría luchando por la vida, aunque eso significase andar kilómetros y kilómetros con los pies destrozados, saltar una valla inmensa o pasar mil penurias. Nada podía ser peor que lo que ya había vivido. Así es que cuando vio a José aquella noche echando espuma por la boca, no lo dudó. No quería ver más muertos por un tiempo. Además, no lograba entender porqué alguien de occidente, podía dejarse morir, lenta y voluntariamente, en la calle. Por eso decidió despertarlo y enseñarle lo que él, con apenas dos meses en la ciudad, hacía para, al menos, llevarse comida caliente todos los días al estómago.

Las campanas de San Juan de Dios, repicaron marcando las siete. Era hora de irse.

José salió de la Iglesia y cruzó la calle. Se dirigió al portal donde iba a cenar. Ya se había formado una pequeña cola así es que, paciente, esperó su turno para acceder y alimentarse con dignidad. Cuando entró al comedor social, se sentó junto a otras tres personas que, aunque desconocidas, le resultaban familiares.

Mientras apoyaba en la mesa la bandeja con sus dos platos, la bebida y el postre, pensó que hasta el año que viene no volvería a visitar ese belén. Y que, además, no volvería a ir en Nochebuena. Iría otro día, con menos gente. Quizás una mañana temprano, después de desayunar, para poder contemplarlo bien despierto. Tenía claro que no quería volver a sentir nunca más que lo mueve la inercia de otras personas cuando está intentando, con calma, poner de nuevo en orden su vida. La vida. Eso sí que es sagrado.

“Feliz Navidad” dijo una compañera de mesa. “Qué aproveche”, contestó él.

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