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San Ginés, el barrio de Cartagena que sobrevive a dos inundaciones al año: “Vivimos la lluvia con ansiedad”

Vía del tren y calle de la Fábrica en San Ginés, Cartagena | A. G. S.

Álvaro García Sánchez

12 de agosto de 2023 06:01 h

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En la calle de La Fábrica del barrio de San Ginés de Cartagena el asfalto tiene un color marrón, sucio, como esos lugares que han pasado mucho tiempo sumergidos bajo el barro y el agua. Hay coches aparcados en ambas aceras, y los vecinos, en la calle estrecha que concluye en una vía de ferrocarril construida sobre el caudal de una rambla, entran y salen de sus casas y sus negocios y se saludan con la monotonía amistosa del día a día. A la zona se la conoce, comúnmente, como El Hondón. Hay fachadas que presentan rastros de humedad y corrosión. Hay pintura y trozos de yeso caídos sobre las aceras, tablones de madera que protegen ventanas, barreños y cubos de goma sintética que aún recogen los desperfectos que dejaron tras de sí las inundaciones que asolaron el barrio en la madrugada del 23 de mayo.

Juan Ayala, que ha pasado toda su vida, 43 años, viviendo en este lugar, mira hacia donde, cada día, los trenes recorren veloces y ruidosos la antigua vía de la ciudad portuaria. Señala: “Cuando llueve muy fuerte, el agua se desborda por ahí. Empezó a llover poco antes de las cinco menos diez de la mañana. A las cinco y veinte ya estaba todo inundado. Fue incontrolable. Normalmente da tiempo a poner los tableros, a proteger las cosas. Pero esta vez no”.

La Fábrica es la zona cero del barrio, el punto más bajo. Cuando llueve de forma torrencial, el agua atraviesa las vías del tren con la agresividad de la crecida de un río muy caudaloso. Recorre la calle en apenas unos segundos, de punta a punta. Arrasa con todo. Después se extiende al resto de calles. Sus vecinos han vivido incontables inundaciones. Ni siquiera recuerdan cuántas. “En más de 40 años que llevo viviendo aquí, nadie ha hecho nada por solucionarlo”, dice Ayala.

Caminando junto a las vías, apunta hacia el principal causante: un embudo o una especie de pozo que acumula agua, basura y maleza, bajo un puente de aspecto ruinoso que resiste periódicamente la acometida del ferrocarril y bajo las colosales columnas que levantan la autovía, en la salida de la ciudad, a apenas unos minutos andando de La Fábrica. Una tubería abierta, a modo de desembocadura de la rambla, todavía expulsa agua. Las bombas de achique continúan vaciando trasteros y garajes.

“El problema”, continúa, bordeando las vallas que protegen las vías, “es que este lugar pertenece a tres administraciones distintas que, a su vez, se responsabilizan las unas a las otras: a Adif, al tratarse del ferrocarril; a la Confederación Hidrográfica del Segura, al ser también una rambla; y al Ayuntamiento de Cartagena”. Toda el agua que cae en esta zona de Cartagena, y también en La Unión, va a parar a este punto. Al tiempo que lo explica, dos técnicos de Adif llegan en una furgoneta. Se suben a los raíles e inspeccionan el terreno, comentan pormenores. Hay otro factor añadido, dice Juan: los arrastres. Al margen de plantas, matorrales y ramas que el agua arranca sin miramientos, ésta se lleva consigo metales pesados procedentes de la sierra minera. En el horizonte, al norte de las vías del tren, se extiende una explanada baldía y abandonada que décadas atrás albergó fábricas fertilizantes que, cuando cesaron su actividad, dejaron toneladas de residuos químicos al descubierto. Nunca se llegaron a limpiar. La lluvia se encarga de transportarlos hacia el barrio. “Todo entra en casa”, asegura Ayala. “Incluso a través del suelo, a nivel freático, aunque trates de contener las puertas y las ventanas. Cuando llueve tan fuerte, mi madre y mis tías, que son mayores y viven en la casa de abajo, tienen que subirse al apartamento que tenemos arriba. Entonces decimos: que sea lo que Dios quiera”.

La alcaldesa de la ciudad, Noelia Arroyo, señaló tras las inundaciones del 23 de mayo que el desastre del caudal desbordado del agua se solucionará cuando, con la futura llegada del Ave, se modernicen las vías. Pero aún no hay una fecha concreta para ello. En el barrio afrontan cada día de lluvia con el pavor de lo imprevisible. “Se excusan eludiendo responsabilidades en unos y en otros, pero, aunque llegue el Ave, el proyecto de canalización del agua no está hecho. Ni parece que vaya a hacerse. Seguirá ocurriendo lo mismo”, matiza Juan.

Seguros que se encarecen, temor incontrolable a la lluvia

Los vecinos, dice Ayala, sienten abandono. “Todo el mundo viene prometiendo algo, pero no se actúa. Está en juego el futuro de mucha gente. Las últimas inundaciones fueron una semana antes de las elecciones. Aquí se presentó todo el mundo: la alcaldesa, el de Vox, el de Movimiento Ciudadano. Todos con la misma película”. A los vecinos de la primera casa de la calle, la más cercana a los raíles, y también la más afectada, cuenta, la alcaldesa les prometió varios electrodomésticos, una puerta principal nueva. De momento no han vuelto a tener noticia al respecto.

Todos, en conjunto, además de soluciones, reclaman ayudas. “Es mucho dinero”, asegura Ayala. “Por qué, si yo pago mis impuestos, tengo que costearme los destrozos. Los seguros se han encarecido mucho. El de la casa de mi madre nos cuesta 800 euros. Ninguna compañía quiere asegurar aquí”, concluye.

Nati posee un taller de coches en La Fábrica desde el año 98. En el suelo de la nave, que es muy amplia, hay rastros de humedad por todas partes. El olor se percibe nada más entrar. Hay mecánicos trabajando sin pisar algunas de las zonas más destrozadas, pues necesitan esperar para que las valore el perito, que en ningún caso les asegurará cubrir los costes totales de la reparación. La puerta del almacén está cerrada con llave. Entraron en él más de 40 centímetros de agua y aún no han tenido tiempo de limpiarlo. Está lleno de barro. El hedor es fuerte y lo acapara todo. Muchos objetos están tirados de cualquier manera en el suelo. “Todo el mundo pasa de nosotros, y no nos queda quien nos asegure”, dice Nati. “Esta inundación ha pasado ahora. Sin embargo, en otoño vendrá otra. Desde el 2010 vamos a dos por año. Unas afectan más. Otras menos. Pero estamos muy cansados”.

La oficina es un espacio reducido de muebles inflados por el agua, de torres de ordenador subidas sobre bloques de hormigón. “Mira como tengo los armarios otra vez”, dice Nati. “Todos los años es lo mismo. Llamo al carpintero, y los arregla. Pero luego vuelve a llover y se vuelven a mojar. Al ser zona de riesgo, los seguros están por las nubes. Los perjudicados somos siempre los mismos, y luego vienen políticos, se echan sus fotos y no hacen nada”. Nati también posee el local que está situado junto al taller. Es una peluquería que regenta su hija. Han tenido que cambiar el suelo. Muchas máquinas han quedado inutilizadas. El coste se hace insostenible.

De todas las inundaciones que han vivido, ya se les solapan los recuerdos. Nati recuerda los años en que un vecino sacaba la barca y navegaba tranquilamente por el barrio. Juan tiene en su casa fotos de antiguas inundaciones en las que los hombres se subían a sus hijos a la espalda y atravesaban como podían el ancho caudal de agua estancada que anegaba el asfalto.

“Cuando vemos que va a llover lo vivimos con un ataque de ansiedad terrible”, comenta Nati. “En esta calle hay gente muy mayor que no sé cómo aguanta el agobio que les produce las tormentas. La otra noche estuvimos sin poder dormir, temiendo que se desbordara la rambla. Hasta que se desbordó. Entonces bajamos al taller con la sangre en un hilo, para intentar taparlo todo, sin saber lo que puedes llegar a perder”. “Llega un momento en que asumes”, interrumpe Ayala, “que la salud de la familia es lo importante, que todos estemos a salvo. Después, que pase lo que tenga que pasar”.

Negocios, viviendas, garajes y vecinos en vilo

Basta con atravesar un par de manzanas para llegar a otra parte del barrio de San Ginés en la que se notan, a simple vista, en cada edificio, los estragos de la última inundación. La travesía Jacinto Benavente, la travesía Ingeniero de la Cierva, la calle Oeste y la calle Jacinto Benavente conforman un rectángulo hundido, otro punto muy bajo de la ciudad, donde se amontona irremediablemente el agua que proviene de La Fábrica, y también la que cae del cielo, pues los alcantarillados, coinciden los vecinos, están en pésimas condiciones. A Juan y Diego Manuel, dos hermanos que están trabajando concienzudamente en su lavadero de coches de Jacinto Benavente, se les cayó “el techo encima”, metafóricamente hablando, cuando llegaron el 23 por la mañana, muy temprano, y encontraron lo que se habían temido durante la noche: 40 centímetros de agua bañaban su negocio, sus coches, algunas de sus máquinas y herramientas. “Estas calles son un desastre. Por mucho que limpian el alcantarillado, éste no traga. Aunque chispee un poco durante una hora, la calle está hecha una piscina. Siempre vivimos con la preocupación”, aseguran ambos, hablando casi al unísono.

Enfrente del lavadero se encuentra la Asociación de Vecinos de San Ginés. Hombres sentados miran la televisión, desayunan cafés y tostadas, conversan plácidamente. Su presidente, José Belmonte, expresa el sentir general de sus vecinos. “Es caótico. Se ha inundado casi el barrio entero. Siempre pasa lo mismo. Estamos reivindicándonos sobre el Ayuntamiento. Hemos pedido una reunión con los técnicos, pero las elecciones lo han retrasado todo demasiado”, dice. “Queremos que la limpieza de los alcantarillados sea más efectiva, que puedan desahogar agua en cortos períodos de tiempo. El tema de las vías y de la rambla es más complejo, porque es de competencia estatal. Las políticas chocan entre ellas. He conocido, como presidente, a tres alcaldesas de Cartagena. Se ha luchado mucho porque se ponga un remedio a esto, pero nos cuesta un mundo conseguir cosas por el barrio”, manifiesta.

En torno a este conjunto de calles hay abiertos varios negocios humildes que sobreviven con dignidad trabajadora en el día a día de San Ginés. Rozalia y su marido, dos ancianos procedentes de Rumanía que abrieron, en el año 2011, una tienda de arreglos textiles, todavía están ocupados limpiando el serrín que ha ido soltando la madera empapada. Junto a la puerta, sobre la acera, hay secándose al sol una mesilla antigua y oscura. De la radio resuena a todo volumen una canción típica de su país que Rozalia tararea con los labios. Su marido sigue barriendo el serrín de las baldosas del suelo, concentrado, en silencio, y ella recuerda el sonido de la tormenta de aquella noche de hace poco más de dos meses, el miedo que le produjo. “Cuando dormía escuché de pronto un trueno, muy agudo, muy fuerte, como si fuera un disparo. Estaba asustada. No volví a dormirme, porque ya sabía que se iba a inundar mi tienda. Siento mucho miedo cada vez que llueve. Cada tarde, cuando cierro, subo todo lo importante arriba, aunque digan que va a hacer buen tiempo”, explica.

Facturas arrugadas

Junto a una de las pequeñas rotondas que rodean el barrio, Zoila Germania ha levantado, a la misma hora de cada mañana, la persiana de su supermercado, tal y como lleva haciendo los últimos 14 años. Encima del mostrador hay una gran cantidad de documentos arrugados, débiles, como si estuvieran a punto de romperse. Son las facturas que Zoila olvidó resguardar las horas previas a la tormenta. Ahora las tiene que revisar, una a una, pues ha perdido muchas de ellas. Las necesita para reclamar al seguro los daños causados. El agua entró imparable en su local, y ella, angustiada, vivió la noche con su hija, en su casa, que está justo en el edificio trasero. Su marido se encontraba de viaje. “Tuvimos que llamar a unos vecinos para que nos ayudaran. Hasta el congelador, que estaba lleno, se nos volcó. Perdí todos esos productos. También se rompió el motor del frigorífico, y hubo que cambiarlo”. Zoila dice, con un evidente tono de hartazgo, que ha pasado ya numerosas inundaciones, y que, en una de ellas, hace aproximadamente una década, el seguro tardó en pagar cuatro años. Únicamente cubrió los gastos de la pintura. El nuevo motor del refrigerador le ha costado 1.600 euros. “Mi marido lleva un tiempo diciéndome que cierre el local, porque económicamente no podemos aguantar”, revela.

Enfrente de una frutería, en cuyas paredes se puede apreciar la altura exacta hasta la que ascendió el agua aquella noche, hay una puerta de garaje a medio abrir. Una señora, Cati, que acaba de comprar un poco de fruta, habla dentro con otra, Isabel, que está subida en una escalera, pintando la pared de blanco. “He puesto losas debajo para que no se vea, porque la pintura está que se cae por culpa del agua”, dice Isabel. “Esta cochera era de mis padres. En todos los años que llevo viviendo aquí, toda la vida, no se ha puesto solución al problema de las inundaciones. Entra un político y dice que sí. Entra otro, y dice que también. Pero no”.

Han soportado juntas tantas inundaciones que ahora las afrontan con la desagradable conformidad de una repetitiva catástrofe. “No entiendo cómo dieron permiso para edificar aquí, en una zona tan inundable. Pagamos todos los impuestos habidos y por haber y no se soluciona”, asegura Isabel. “En este bajo, ahora mismo, no hay nada de valor. Pero hay personas que arriesgan su negocio”, dice Cati, en voz baja, amagando con marcharse, debajo de la puerta. “Yo vivo aquí enfrente”, continúa, señalando una puerta de metal con un cristal escarchado en el centro, “y el agua entró hasta el tercer escalón. Aunque en otras ha llegado a haber un metro de profundidad”. Saliendo por completo del garaje, mirando hacia abajo, la bolsa de la compra en la mano y el tono quebrado, se gira una última vez hacia Isabel y dice: “Sufrimos mucho en los días de lluvia. Todos. Es horrible. Nunca nos acostumbraremos a esto”.

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