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Las irlandesas ya somos libres
“Éire, el nombre gaélico para Irlanda, es un nombre de mujer. Ahora, después del referéndum del 25 de mayo, este país puede estar orgulloso de sus mujeres”
“Siendo joven aprendí que mi cuerpo no me era propio, que éste pertenecía, de algún modo inexplicable, a la Iglesia y al Estado y ellos podrían hacer lo que quisieran con él”
En un corto lapso de tiempo Irlanda ha pasado de ser un bastión del conservadurismo europeo a un lugar que abraza sin reservas posiciones inconcebibles hace tan solo una generación. El pasado empobrecido de Irlanda, así como el importante papel de la Iglesia católica en el país lo diferenciaba de la mayor parte de Europa.
Éire, el nombre gaélico para Irlanda, es un nombre de mujer. Ahora, después del referéndum del 25 de mayo, este país puede estar orgulloso de sus mujeres y, más aún de ésas que han regresado al país para votar en este referéndum y cambiar nuestra historia.
Crecer en Irlanda significaba aceptar que todo lo que una chica hacía para protegerse y cuidarse fuera menospreciado, visto con malos ojos y, en algunos casos, terminaba con la represión de la mujer hasta al punto de que el miedo se hizo la segunda norma natural de cada mes.
Siendo joven aprendí que mi cuerpo no me era propio, que éste pertenecía, de algún modo inexplicable, a la Iglesia y al Estado, y ellos podrían hacer lo que quisieran con él. Yo tendría que ser cuidadosa; no por lo que yo podría hacerme a mí misma, sino por lo que podrían haberme hecho.
Los años pasaron. Supe del Magdalene Asylum (Lavanderías de las Magdalenas) y sobre las mujeres que aún en 1980 eran rajadas por la mitad como si dieran a luz por hombres santos. Esos mismos hombres santos quisieron mantenernos pequeñas. Quisieron llenarnos de vergüenza, forzarnos a llevar el trauma de nuestras madres y abuelas sobre nuestras espaldas.
Si nos violaban, era por nuestra culpa. Si nos quedábamos embarazadas, también era por nuestra culpa.
“¿Cómo te encuentras? ”, me preguntó una amiga irlandesa – el día de la votación- que vive en Murcia como yo y que tampoco pudo viajar a Irlanda para participar en el referéndum. No supe qué contestarle. Seguía teniendo miedo.
La campaña para legalizar el aborto ha sido larga. Los carteles antiaborto han sido difíciles de digerir, caracterizados por la desinformación e imágenes virulentas, diseñados para sobresaltar y asustar. Los debates feroces, el despido de víctimas de violación y parejas que han tenido que afrontar una malformación del feto como “casos difíciles”… Me he ido muchas veces a la cama preguntándome por qué mi país parece odiar tanto a las mujeres.
Sin embargo, también he sentido orgullo. Estoy orgullosa de la gente que vive en el extranjero y que ha vuelto para votar, las que entendieron que esto era “una oportunidad única” que no podían malgastar. Hubo muestras de solidaridad con nosotras en todo el mundo, en particular de nuestras hermanas en Reino Unido que usaron sus voces para amplificar la nuestra y que entendieron que esto no era solo nuestra carga. ¡Ochocientos años de opresión! nos habían dicho “ Brits out ” (fuera británicos) - pero era a sus orillas a las que escapábamos cuando estábamos desesperadas y buscábamos bondad.
Sentí alegría con las imágenes del referéndum, viendo a la gente con camisetas con el lema “REPEAL (abrogación)”. Entre lágrimas, pero ahora también con una sonrisa, se ha sabido la fuerza que hay tras nuestros votos.
Al principio intenté tener compasión por los que votaban No. Están contaminados por largas décadas de propaganda, me dije. Pero ha sido difícil permanecer tranquila a veces ante la gente que parece creer que nosotras no somos más que un navío, una matriz que anda y que debe estar llena. “Esto es un país católico”.
Pero sé también que tras el resultado no hay vuelta atrás para Irlanda. Los abortos ocurrían, pero nadie hablaba sobre tales cosas. Mujeres que llegaban “de una visita” a Londres o Liverpool con sus bocas selladas, con sus secretos. Las cosas son muy diferentes ahora. Las mujeres, y hombres también, han hablado sobre sus experiencias. Han rechazado callarse. Han contado sus historias. La cultura del silencio que dominó Irlanda ha desaparecido.
Hemos comenzado un debate nacional sobre las mujeres y de cómo Irlanda las ha tratado, pero también sobre cómo los hombres, desde las posiciones de poder, conspiraron por controlar nuestros cuerpos y vigilar nuestra sexualidad. Sabemos que no hay ningún modo de pagar reparaciones significativas a las mujeres que echaron de sus casas o les negaron un tratamiento médico. Tampoco hay disculpas suficientes para las mujeres que se vieron forzadas a coger un avión o un barco para buscar ayuda en una tierra extranjera. Con todo eso, finalmente podemos decir orgullosamente que lo hemos combatido como mejor hemos podido.
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