Hay una creciente falta de fisicidad en el modo en que vivimos en Occidente. Falta el cuerpo y faltan elementos físicos en multitud de órdenes de nuestra vida. Los niños y las niñas ya no juegan a juegos presenciales desde edades demasiado tempranas. Dedican horas y horas a las pantallas, horas que deberían dedicar a correr, a perseguirse, tocarse, pelearse. Hemos permitido en muchas ocasiones que pierdan incluso el contacto amable de un libro: las pantallas les ofrecen entretenimiento fácil e inmediato, sin necesidad de esfuerzo alguno. Error nuestro. Nosotros también estamos atravesados por esa lenta desaparición de lo físico en nuestra vida.
Utilizamos con escasa frecuencia el dinero contante y sonante, lo cual no es bueno ni malo, solo un hecho. La música está almacenada en la web, al alcance de un click, ya nadie usa CDs y las nuevas generaciones no saben lo que es un disco de vinilo. Los libros se nos ofrecen en formato digital. Las amistades nos saludan desde pantallas parpadeantes. Las relaciones se establecen a distancia por medio de aplicaciones ad hoc. Las compras se realizan a través de internet, sin que nuestra presencia sea necesaria. Los trabajos se pueden realizar desde un ordenador. De hecho, cuanta menos corporeidad comporta un trabajo, mejor considerado está este.
Pero no dejamos de ser seres materiales, carne mortal, y esa materialidad requiere de cuidados. El peso de la fisicidad recae sobre las capas más bajas de la sociedad y sobre las personas inmigrantes. Son ellos quienes se ocupan de cultivar las verduras que nos comemos, de construir las casas que nos dan refugio, de conducir los camiones de reparto que nos traen a casa todo lo necesario, de cuidar a nuestros mayores y a nuestros niños porque los cuidados físicos son también una parte de esa fisicidad a la que hemos renunciado. Son los más pobres quienes soportan el peso de lo material. Los ricos y las clases medias ya no usan el cuerpo si no es para actividades placenteras. Paradójicamente (o no) los que soportan la fisicidad son además los peor considerados y peor pagados, cuando no perseguidos por el egoísmo, la insolidaridad y la xenofobia.
La falta de fisicidad en nuestras vidas se ha puesto de manifiesto en toda su extensión durante esta pandemia y nos ha ayudado a mantenernos encerrados y conectados con el mundo al mismo tiempo. Trabajar desde casa ha sido una opción que en muchísimos casos ha permitido que continuemos con nuestra actividad. Nuestro cuerpo sólo ha sido necesario ante la pantalla de un ordenador. Los niños y las niñas han recibido las tareas online, para que su formación no se viera interrumpida.
Hemos accedido a conciertos, libros, películas, llamadas de teléfono en grupo, presencias virtuales, una abrumadora cantidad de información porque daba la sensación de que teníamos que aprovechar todo ese tiempo detenido y sacarle el mayor partido posible. El aburrimiento, el imprescindible aburrimiento, estaba mal visto y ha sido perseguido hasta el último rincón como si hubiera que sacar rendimiento a todo pues lo que no rinde es inútil y nos devalúa. Debido a esa presión social de lo “útil” apenas quedan en nuestro interior habitaciones libres que puedan ser ocupadas por la reflexión y la calma y por supuesto, por el aburrimiento.
Todo lo que teníamos que hacer para detener la pandemia era quitar de en medio nuestro cuerpo y lo hemos hecho, más o menos bien. Pero para que nosotros quitemos el cuerpo, otras personas han tenido que ponerlo: repartidores, cajeras de supermercado, trabajadores de sectores esenciales, fuerzas de seguridad. Y personal sanitario, sobre todo el personal sanitario. Con ellos ha pasado lo que pasa siempre: los que ponen el cuerpo son los que lo pierden. Lo hemos comprobado dolorosamente durante esta pandemia, tantos enfermos y muertos entre el personal sanitario, única barrera activa entre nosotros y la temida enfermedad. Podemos decir sin exagerar algo casi litúrgico: han muerto por nosotros, han interpuesto sus cuerpos para proteger los nuestros. Es su profesión, es verdad, pero aún así...
Espero que nadie piense que pueden darse por pagados con los aplausos de las ocho pero por encima de todo espero que la ciudadanía se acuerde del personal sanitario y de lo imprescindible que es una sanidad pública y universal a la hora de depositar el voto. Confío en que hayamos comprendido como sociedad que una sanidad fuerte y bien abastecida es garantía de protección y seguridad y lo será cada vez más de aquí en adelante, que los recortes en Sanidad de estos años han significado falta de medios durante la pandemia y en consecuencia muertes, muertes que se podían haber evitado. Ojalá seamos capaces de comprender que los aplausos y el reconocimiento están bien pero que quien nos cuida precisa sobre todo de medios. Es imprescindible que se haga esta reflexión por nosotros y por nuestros sanitarios. Qué menos, ellos y ellas ponen el cuerpo.
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