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El trabajo y la virtud

José Gálvez Muñoz

Murcia —

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Uno de los trabajadores más decididos y entusiastas que hemos conocido, fue Bertrand Russell. Productor incansable de conferencias, ensayos y escritos filosóficos, perteneciente a la ya de por sí sospechosa y paradójica escuela de los lógicos, llegó incluso, a fin de mejorar el rendimiento de su conocida obsesión por el trabajo, a poner en marcha la eficaz estrategia de ir adelantando lenta y paulatinamente la hora del despertador para alcanzar una mejor adaptación a la disminución de las horas de sueño y disponer así de más tiempo para todo.

Este entusiasta del trabajo, como digo, tras confesar que era la conciencia la que controlaba sus actos y le impelía en esa dirección, proclamó que a pesar de ello había experimentado una verdadera revolución en su estado de opinión sobre el trabajo y se dispuso a publicar su celebrado “Elogio de la ociosidad”. Afortunadamente para nosotros, y debido, con toda probabilidad, a la intercesión de alguna divinidad, todavía quedan entre nosotros algunos que piensan y que dicen y escriben lo que piensan.

Es preciso, decía Russell, desprender al trabajo de su manto virtuoso. Se ha trabajado demasiado y la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado ya demasiados, enormes daños. El amor al trabajo no representa ninguna virtud. Sólo una vez que nos hemos liberado de la idea, como decía él, de que “mover materia” de un lado para otro es uno de los fines de la vida humana, comprenderemos que hay otras muchas cosas por hacer. Por supuesto, que en cierta manera el trabajo es necesario para mejorar las condiciones de vida, pero probablemente si deseamos una vida plenamente humana para todos debemos contar con el esfuerzo de muchos, trabajando mucho menos cada uno y viviendo todos mejor.

Porque, ¿Cómo deberemos encajar la noticia, que más parece un parte final de guerra, de que 333.107 personas fueron despedidas de sus empleos en un sólo día en España, el 31 de agosto de 2015? Cuando además, multitud de trabajadores son obligados a trabajar prolongadas jornadas laborales para apenas conseguir con su salario lo mínimo para su subsistencia. No son buenos tiempos para la lírica, ni para el trabajo ni para conocer el paro.

Cuenta Russell que todo se hizo evidente durante la Gran Guerra, cuando a pesar de todo el personal dedicado a la guerra, a la industria de guerra y a otros trabajos relacionados con la guerra, no empeoró el bienestar de los asalariados. Se consiguió mantener un considerable bienestar, con sólo una parte de la capacidad de trabajo. Al acabar la guerra todo volvió al orden establecido, unos se veían obligados a trabajar largas horas y otros fueron condenados al paro.

Parece cada vez más evidente que estamos asistiendo a una transferencia de beneficios cada vez mayor al capital, por no hablar de la escandalosa y ruinosa corrupción de parte de sus élites, que los avances científico-técnicos no están sirviendo para mejorar de forma proporcional las condiciones de vida de trabajadores y asalariados, que el paro está sirviendo como valiosa herramienta de ajuste y negociación para los empleadores y que los ciudadanos en paro, por efecto de esa superstición que supone que la laboriosidad es virtuosa, quedan además de empobrecidos despojados de esa supuesta virtud.

Probablemente sea el momento de ir pensando en reformas, pero no de estas a las que nos tienen acostumbrados los estrategas del “hemos salido de la crisis y apenas hemos dejado la mitad atrás”, sino una reforma que contemple el trabajo como lo que es: una necesidad. Que se comience a pensar cómo invertir la dirección de cierta proporción del flujo de beneficios hacia la sociedad en su conjunto y que permita jornadas laborales reducidas y el pleno empleo.

Hay muchas otras cosas que hacer aparte de trabajar. Aunque, como también señaló Russell, la idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre fue escandalosa para los ricos. No fue hasta que emergió el floreciente negocio del ocio pasivo, cuando algunos emprendedores comenzaron a ver con buenos ojos el descanso de los asalariados.

Además, existe toda una corriente de pensamiento relacionada con la idea de decrecimiento -decroissance- que trata de recuperar la alegría de vivir y el disfrute de la vida conjugados con cierta austeridad en bienes materiales y anticonsumismo, que merece ser considerada. Porque frente a la necesidad del trabajo, que recordemos es considerado por los trabajadores simplemente como un medio de subsistencia, otros aspectos de la vida como el juego, la contemplación y el amor sí son un fin en sí mismos.

Pero es que además, muchas de las cosas que han servido para mejorar y alegrar nuestras vidas se hicieron por el simple gusto de hacerlas. Se han realizado retratos conmovedores, se han compuesto himnos inmortales, se han construido cármenes imposibles y cultivado jardines, se ha explorado el mundo y descubierto continentes…

Cuenta Abraham Flexner en un conocido ensayo, cómo cuando el profesor Waldeyer ejercía en Estrasburgo, tenía como alumno de anatomía a Paul Ehrlich. El joven Ehrlich, que con el tiempo alcanzaría el premio Nobel por sus estudios sobre química inmunológica y llegaría a ser muy reconocido por sus aportaciones en métodos de tinción histológica, estaba muy poco interesado por la disección pero pasaba sin embargo largas horas en el microscopio rodeado de todo tipo de colorantes. Un día, Waldeyer le preguntó que qué estaba haciendo, a lo que Ehrlich, mirándolo con franqueza a los ojos, respondió: “estoy probando”, lo que se podría también entender por una expresión de “solo estoy jugando”, que por supuesto Waldeyer comprendió.

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