Hace poco apareció en una playa de La Manga la mitad de una ternera sin cabeza. Cuando el mar arroja a la dorada orilla de nuestro inviolable veraneo un cuerpo que es símbolo del origen de la vida, parece un augurio chungo, pero los veraneantes tienen, desde hace años, un muy forzoso y brutal entrenamiento en estas sorpresas. El Mar Mayor devuelve siempre lo que no es suyo, mientras sus aguas esperan por si el otoño, de una vez por todas, se estrena.
Homero contó en su Odisea como los compañeros de Ulises sacrificaron y se comieron las vacas que eran propiedad de Helios, dios del Sol, y Zeus les mandó un rayo que se llevó al fondo del mar a la pequeña nave, y a los faltones compañeros de Odiseo. Los griegos, como profetas, resultan mucho más creíbles y molones que los del Antiguo Testamento, enredados en soflamas hechas de violencia y de resentimiento. En una interpretación muy libre de la historia de estas vacas helenas, a lo mejor el poema anticipaba que, un montón de siglos más tarde, las echarían por la borda cuando se mueren de pánico, o están enfermas. La pena es que Zeus se haya jubilado. Los castigos celestiales, más que divinos, ahora son cosa de la Naturaleza.
El cuento de los terneros ahogados, de donde vienen y quienes los tiran (y van a seguir tirando) al Mediterráneo pasó a ser tema menor cuando aparecieron en las playas las mujeres jóvenes con 'burkini', cuestión tan principal como influyente para el producto interior bruto murciano. Tan importante, que es decisiva en los precios del alquiler y la vivienda, la educación, la sanidad. O el medio ambiente, al que sí afecta, y mucho, el codicioso negocio del transporte de ganado vivo, que acaba hecho fiambre en nuestras playas.
Si una mujer caucásica sospechara de otra de su misma raza, sabría que en estas costas las mormonas se bañan con una camiseta de manga larga, blanca (por lo de la pureza) que las catoliquísimas llevan un bañador que parece de cuello vuelto, porque no falta elemento misógino en ninguna religión. Más allá de las creencias, las que tienen piel sensible se protegen con camisetas de neopreno, porque tienen menos miedo a la lascivia masculina que a las quemaduras del sol. Son unos pocos ejemplos, tan visibles en la playa como el 'burkini'. Si una mujer rubia, rica, o, mejor las dos cosas, se baña vestida de jugador de rugby, o de astronauta, quizá la miren, pero no la juzgarán desde una atalaya inmaculada.
La indignación sobreactuada porque las musulmanas tapen su cuerpo por decoro no es inocente, ni casual. En este curso que viene nuestros cansinos nazis murcianos envenenarán la convivencia desde su intocable Sanedrín, tal y como anuncia su agenda. Mientras se hace ruido, el negocio seguirá en silencio. El plan consiste en que se multiplicarán los cerdos en las macrogranjas, se concederán licencias para más plantas de biogás, el puerto de Cartagena seguirá apestando a intestino de animal, pero lo importante será el kaftán, el chador, la kufiya, lo que sea que huela a Mustafá. De qué sustancia viscosa estará hecha el odio, que se contagia como la peste antigua en los barcos de Venecia.
En todo este crisol veraniego que anticipa que dará de sí el curso nuevo, se han reproducido las procesiones en las playas y, si creyera en las conspiraciones, pensaría que es una invasión. Por ejemplo, en la urbanización de al lado hicieron dos, una por mes. Solamente eran seis personas y un tambor, un trono pequeño con una imagen tan sobriamente tapada como las jóvenes de la playa. Quizá por el cambio climático brotan los solitarios penitentes por doquier, esparciendo incienso a mansalva cuando no toca, que es en Semana Santa.
Ahora, desde el Veranillo de los Membrillos, todavía estoy a tiempo de invocar a san Miguel para que con su espada flamígera imparta unos cuantos machetazos de bondad y de templanza. Después daré las gracias por el agua, por la sal y hasta por las avionetas con propaganda caducada. Si cabemos todos en el mismo mar, es que los milagros son posibles en la playa.
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