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Sillas vacías

"Volveremos a brindar en Navidad pero, este año, hay demasiadas sillas vacías".

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Compra los regalos a última hora, saca el jersey feo de los renos del armario, piensa el amigo invisible de los del grupo del colegio y canta “miiiiil euros” trescientas veces al unísono con los niños de San Ildefonso. Emborráchate en la cena del curro, haz hueco en la nevera a la cesta de Navidad y raya de nuevo el único disco que, sospechas, tiene Mariah Carey. Hínchate a comer, que ya irás al gimnasio en enero. Tómate las uvas, paga 50 euros por un cotillón y sonríe al ver a tus sobrinos abrir los regalos de Reyes. Y hasta el año que viene. Hasta esta Navidad. 

Ahora, toca enfrentarse a un teléfono que no quiere sonar y a la ausencia del olor a tabaco y gintonic que impregnaba el aire después de la cena. Enfrentarse al árbol que se ha quedado sin poner, al recuerdo del menú que preparó las Navidades pasadas y a ser incapaz de recordar los detalles de la batallita que recitaba una y otra vez y que tú escuchabas sonriendo mientras fingías que era nueva para ti. Enfrentarse a ese silencio que se clava. Ahora, toca enfrentarse a esa silla vacía.

En esa silla se sentaría Merche, la madre de Nerea y Alfonso, que se apagó en un hospital de León lejos de los besos de sus hijos. En esa silla se sentaría José Antonio, el hermano de Manuel, del que no pudo despedirse y al que tuvo que acoger el frío de una pista de hielo. En esa silla se sentaría Carmen, a la que no se dio la oportunidad de salir de la residencia porque no había sitio en una UCI. En esa silla se sentaría Luis, el padre de Cristina y Álvaro, que se fue antes de tiempo porque los hospitales, colapsados, no podían atender otras patologías con la premura necesaria.

Esas sillas por las que lloraba Marius Portmercy en Les Miserables son la ausencia y el recuerdo de estos meses. Son todo lo que pudo ser y no será. Son el “ojalá pudiese haberle cogido la mano”. Son el decir adiós sin rodearte de los tuyos. Son el hambre de piel, de consuelo, con distancia y mascarillas. Y esta Navidad hay muchas. Decenas de miles, solo en España. Y todas tienen un nombre y una historia y una familia y mil duelos.

Esta Navidad no será Navidad para muchos. En unas fechas en las que siempre existe cierta presión social por disfrutar y en las que la melancolía lo abarca todo, las de 2020 se hacen una montaña. A pesar de que los que mandan lleven un mes repitiendo el mismo mantra: “Hay que salvar la Navidad”. Cerrarán los bares para que puedas reunirte con tus abuelos en Nochebuena y restringirán la movilidad para que puedas abrazar a tus hermanos y cantar villancicos. Lo harán todo para que este año puedas comer en Navidad, a riesgo de que, en enero, tengas que enfrentarte a una silla vacía.

Volveremos a comprar los regalos a última hora, a quitar las pelusas al jersey de los renos y a canturrear el gordo de la lotería. Nos emborracharemos en la cena del trabajo, regalaremos lo que no nos gusta de la cesta de Navidad y cantaremos el All I want for Christmas is you con un espumillón en el cuello. Ganaremos tres kilos y nos apuntaremos a un gimnasio al que no iremos. Nos volveremos a tomar las uvas mientras nos ponemos el abrigo para ir a la fiesta en la que solo dan garrafón. Y volveremos a sonreír al ver a los sobrinos abrir los regalos de Reyes. Pero, este año, hay demasiadas sillas vacías.

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