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Austria: ¿normas o sensatez?

Manifestación contra las nuevas restricciones por la COVID-19 enen Viena (Austria).

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El viernes embarcamos rumbo a Viena simultáneamente al anuncio del lock down total a partir del lunes siguiente y que en principio durará hasta bien entrado diciembre, y no digo fecha exacta porque la que se ha anunciado está envuelta en dudas, como casi todo. Con cierta inquietud llamé a mis amigos vieneses, que me dijeron que esa decisión del Gobierno federal no cambiaba nada del plan de trabajo y diversión del finde; sin embargo, mi mente era incapaz de no merodear los tres meses, tan largos y tan lejanos ya, de nuestro confinamiento. Ante mi inquietud de poder volver antes del cierre, mi mujer me tranquilizó: “así aprovecho y aprendo alemán”. A nuestros hijos les invadía la ilusión de semanas de anarquía real en un Madrid sin padres, y vitalmente desconfinado, sensación desconocida en la antigua capital imperial. 

Según aterrizamos leo en la versión digital de los medios vieneses titulares diversos: ‘El último Confinamiento’, ‘¿Confinamiento para todos?’, o ‘¿Confinamiento para los no vacunados?’. Efectivamente, no se trata de contar ninguna noticia, aportando información al lector para que, a continuación, se haga su juicio particular por personal: no; esto va ya de adoptar una posición crítica, aunque se esté de acuerdo con una medida inevitable desde hace ya tiempo. El medio escénico también es viral: ¿les suena?

Pensando en esta tribuna pregunté a todo el que se dejó. El primer taxista, de origen turco, mostraba una resignación del emigrante que ha vivido cosas peores; el último, rumano, estaba preocupado por el crédito para pagar su coche nuevo, y por si debía enviar o no a su hijo de diez años al colegio, decisión que el Gobierno ha dejado en manos de los padres, que no saben todavía qué harán los profesores. El ministro del ramo ha prometido que no se harán exámenes y que se recuperará toda la materia. Si yo fuera el nuestro pensaría: “chico, te va a salvar que no estás en España”.

Los empresarios y directivos con los que he trabajado me aseguraban que todo seguiría igual, menos ir a cenar con los amigos, a la vez que me preguntaban cuánto duró nuestro confinamiento y si de verdad no salíamos de casa.

Los restaurantes estaban a rebosar; las mascarillas escaseaban porque no era obligatorio llevarlas, salvo para los camareros. El conserje del hotel se las prometía muy felices: “Unas semanas para que se curen los enfermos, se vacune todo el mundo, logremos la inmunidad de grupo y así salvamos el turismo de invierno”.

Este clima de comprensión se quebró cuando intentamos entrar en la Volksoper para disfrutar de la obra El Caballero de la Rosa de Richard Strauss, para la que hace semanas adquirimos las entradas, llevábamos nuestro pasaporte Covid y el resultado negativo en el test de antígenos de esa misma tarde, requerida por la Ópera. Ante la negativa del portero a dejarnos pasar por no tener además una PCR, requisito introducido horas antes y desconocido por nosotros y otros aficionados, mi mujer mostró su desconcierto.

Como médico que ha trabajo a diario con enfermos de COVID desde marzo 2020 trató de hacer ver al responsable del acceso a la Volksoper la absoluta falta de evidencia científica y el más completo absurdo que suponía exigir una PCR pendiente de resultado, por falta de tiempo dada la premura de la decisión de la empresa, para garantizar la seguridad clínica del público, a la vez que ignoran un test antígénico negativo que asegura que al menos esa tarde no vas a contagiar. 

Mientras yo negociaba la recuperación del dinero, la doctora se empeñaba con renovado ardor en su labor pedagógica, hasta que consiguió que el imperturbable vienés le diese la razón. Sin embargo, ante el dilema de elegir el sentido común y dejarnos pasar o el sinsentido de cumplir una norma absurda y sobrevenida, el magnetismo de la regla fue más fuerte. La aplicación mecánica de la norma, entendida como obediencia debida, ha cegado siempre la consideración humana de los afectados, las circunstancias que las envuelven, las consecuencias que desatan y el caos en el que finalmente desembocan. 

¿Tendrá esto algo que ver con que cuatro de cada diez austríacos y austríacas se hubieran negado a vacunarse por motivos de toda índole y condición, o sin ningún motivo, porque ¡no!, sin distinguir jóvenes de mayores, izquierdas de derechas y sanos de enfermos?

Nos habían regalado tres horas para pasear por el magnífico Ring, que anticipaba una Navidad sin Adviento, cuajado de manifestaciones a grito pelado, sin mascarilla. Finalmente, sustituimos la Ópera por el Kunsthistorisches Museum, y Strauss por Tiziano: su pintura veneciana con un insinuante acento femenino nos envolvió en colores que aligeran la pesadumbre vital de una pandemia que no acaba de ser post, y en la que las normativas equívocas nos dejan atónitos, pero no tranquilos.

Mientras escribo estas líneas en la sala de espera del aeropuerto de Viena, la tarde oscura y la lluvia caen sobre las pistas, y el confinamiento retorna para los austríacos.

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