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Hablemos de crecimiento

Las 62 personas más ricas del planeta tienen lo mismo que otros 3.600 millones de habitantes

Iñaki Iriarte Goñi

Catedrático de Historia Económica de la Universidad de Zaragoza (UNIZAR) —

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La idea de que el crecimiento económico acelerado es la única opción que tenemos para vivir mejor es una de las más profundamente arraigadas en el imaginario colectivo de las sociedades actuales. Lo está por supuesto en las economías capitalistas; lo estuvo en las economías planificadas de tipo soviético mientras existieron; y lo sigue estando en el híbrido económico que representa actualmente la economía china. Emulando a aquel seleccionador de fútbol que dijo que el objetivo único de ese deporte era ganar y ganar y ganar y volver a ganar, una parte muy mayoritaria de la sociedad haría suyo el eslogan de que el objetivo prioritario de la economía es crecer y crecer y crecer y volver a crecer.

Pese a ello, al mismo tiempo somos cada vez más conscientes de que los graves problemas ambientales que acechan a la humanidad, incluyendo por supuesto el cambio climático y la pérdida acelerada de biodiversidad, son consecuencia ni más ni menos que del crecimiento económico. Pero los economistas ortodoxos nos dicen que el deterioro ambiental es una externalidad, un efecto no deseado, y que se podrá corregir en el futuro siempre y cuando seamos capaces de (¡sorpresa!), seguir creciendo.

La única virtud que ha tenido la actual pandemia es que ha demostrado fehacientemente que si la economía frena, muchos indicadores ambientales que son clave para mejorar nuestra calidad de vida, mejoran. Pero esa lección ni siquiera se ha tomado como tal, y las medidas políticas de salida de la crisis, que obviamente son muy necesarias, se están centrando de momento en la ayuda a sectores que pueden generar crecimiento como el turismo de masas o el sector automovilístico dependiente del petróleo, obviando que esas apuestas van a suponer con toda seguridad el empeoramiento de una situación ambiental que muchos consideran ya crítica. Dada la gravedad de la situación económica y social en la que nos encontramos, ¿no sería esta una buena oportunidad para reflexionar sobre el propio concepto de crecimiento y entender mejor sus virtudes y sus problemas?  

Si observamos el crecimiento económico acelerado en el muy largo plazo, vemos que se trata de un fenómeno relativamente reciente, que viene produciéndose desde hace unos 250 años aproximadamente. Parecen muchos, pero representan menos del 0,1% del tiempo de existencia de los humanos sobre la tierra. Visto con esta perspectiva milenaria, incrementar la producción por cabeza a la velocidad a la que lo hemos hecho en las últimas décadas, al mismo tiempo que la población mundial crece y crece, no deja de ser una anomalía en nuestro comportamiento como especie.

Es cierto que esa anomalía ha llevado a una parte considerable de los habitantes del planeta a unos niveles de bienestar material sin precedentes, y eso obviamente hay que celebrarlo. Pero no es menos cierto que esa mejora se ha producido a base de esquilmar recursos tanto renovables como sobre todo fósiles, de generar residuos sólidos, líquidos y gaseosos a una escala tal que está teniendo consecuencias incontrolables, y sin corregir una desigualdad social entre países y en el interior de cada país que sigue siendo abrumadora. Soterrar las disfunciones que está generando el crecimiento como si fueran los efectos inevitables de la mejora del bienestar es, cuando menos, irresponsable.  

El concepto de “crecimiento económico moderno” fue acuñado por el Nobel de economía Simon Kuznets en los años cincuenta para referirse precisamente a lo que estaba ocurriendo en algunos países desde la revolución industrial. El desarrollo del concepto estuvo estrechamente ligado a la formulación de su principal instrumento de medición, el PIB per cápita, que fue desarrollándose y estandarizándose también desde esa misma década. Se trata de un indicador económico parcial pero que, quizás por su simplicidad a la hora de reducir a una cifra procesos económico-sociales tremendamente complejos, y su facilidad para establecer rankings, tuvo un tremendo éxito. A partir de ahí, en un proceso bastante imperceptible pero interesado e inexorable, el PIB per cápita fue convirtiéndose en tótem, y el crecimiento acelerado del mismo acabó siendo un nuevo dogma. 

Los problemas conceptuales que el PIB per cápita presenta son de sobra conocidos. De un lado, deja al margen las actividades que no pasan por el mercado tales como el trabajo doméstico y los cuidados realizados mayoritariamente por mujeres, o el voluntariado, considerando implícitamente que no son importantes para la economía; de otro lado, no tiene capacidad para contabilizar los efectos que genera la buena conservación de los ecosistemas y, al contrario, contabiliza como algo positivo, porque suma producto, la sobre explotación de recursos independientemente del deterioro ambiental que genere.

Además, aunque se exprese en términos per cápita, es tan sólo una media ficticia resultante de dividir la riqueza total por el número de personas, pero no dice nada acerca de cómo se reparte realmente esa riqueza entre los habitantes de un territorio. Por poner un ejemplo extravagante pero ilustrativo, si un año se talaran todos los bosques de un país y los beneficios de la venta de los millones de metros cúbicos de madera fueran a parar a un puñado de grandes propietarios de bosque, el PIB per cápita de ese país crecería unos cuantos enteros, haciendo tabla rasa (nunca mejor dicho) del deterioro ambiental y de la evidente desigualdad generada por tal actividad económica.

Y pese a todo, seguimos celebrando alborozados que el PIB per cápita vaya a crecer unas décimas más, o nos sentimos casi compungidos cuando nos dicen que se va a producir una desaceleración del mismo, sin preguntarnos qué hay realmente detrás de esa métrica que ha acabado convirtiéndose en una especie de arcano que dirige nuestro destino. En las sociedades actuales, denostar el crecimiento como algo necesariamente malo no tiene sentido, pero considerarlo como algo siempre positivo que redunda en una mejora de la calidad de vida de la mayoría, es peligroso por falso.

El crecimiento nunca es inocuo desde el punto de vista ambiental, ni neutral desde el punto de vista de la distribución social de la riqueza. Considerarlo bueno per se resta debate público sobre el futuro de la economía y del medioambiente y, por extensión, debilita la democracia. En esta Nueva Normalidad en la que estamos entrando sería bueno que fuéramos adoptando una mirada crítica hacia el crecimiento, haciéndonos preguntas básicas como qué, cómo y para beneficiar a quién. De lo contrario, la Normalidad tendrá poco de nueva, y aunque consigamos despertar de este mal sueño, el dinosaurio de nuestros problemas civilizatorios irresueltos seguirá ahí. 

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