Una sentencia desgraciada
Puede que sólo a unos pocos nos interese la defensa del prestigio que debe tener incuestionablemente el Tribunal Supremo. Por ello, no debe omitirse que la sentencia de condena del fiscal general del Estado, por desgracia, no consigue mantener ese prestigio, pues no parece realmente una sentencia, sino más bien el escrito de una parte acusadora que busca no hacer mucha sangre con el reo. No de otro modo se entiende que el relato de hechos probados, o incluso la argumentación jurídica, no se centren realmente en la evaluación de las razones de la defensa del reo -lo que vulnera la presunción de inocencia-, sino más bien en la reiteración de un relato condenatorio que busca convencer con la mera repetición, y no con argumentos muy difícilmente rebatibles, que es la obligación de una sentencia condenatoria, insisto, si desea superar el umbral de la presunción de inocencia.
Es así como, en resumidas cuentas, la sentencia pivota sobre cuatro ejes principales, a saber: 1. El fiscal borró los datos de su teléfono móvil, lo que sería una prueba de su ánimo de ocultación del delito; 2. La fiscal superior de Madrid Almudena Lastra goza de total credibilidad; 3. No tienen credibilidad, en cambio, los periodistas que declararon poseer el correo antes que el Fiscal General. 4. La información de la nota de prensa era reservada.
Todo lo demás es, en realidad, secundario, por lo que se analizarán a continuación esos cuatro puntos.
Empezando por el primero, es obvio que el tribunal le da una tremenda importancia al dato del borrado. La sentencia ignora o descarta completamente -esto es importante- todos los motivos que alegó el fiscal general para proceder a ese borrado, incurriendo con ello en una suerte de responsabilidad objetiva incompatible, como se ha advertido, con la presunción de inocencia. Si ha borrado, algo habrá hecho, cabría resumir. Evidentemente, una conclusión así es frontalmente incompatible, no sólo con el derecho a no aportar pruebas contra uno mismo de cualquier reo, derivado de su derecho al silencio. Además, ignora que el Fiscal General no es cualquier ciudadano, sino un cargo público del máximo nivel obligado a proteger las informaciones que posea de terceros, e incluso su propia intimidad, absoluta, expresa e incomprensiblemente ninguneada por la sentencia, aun a sabiendas de que los datos privados de alguien tan sumamente relevante como el Fiscal General, hubieran servido en malas manos para destrozarle su vida presente y futura. Todo ello es ignorado por el Tribunal, y, de repente, lo que en este contexto de altísimo cargo público hubiera debido servir, no ya para exculparle, sino para considerar irrelevante el dato del borrado, se convierte en uno de los principales elementos de convicción para la condena.
El segundo eje es la total -y sorprendente- credibilidad que merece al Tribunal Almudena Lastra. Toda España pudo percibir en los interrogatorios que el grado de enfrentamiento personal con el fiscal general era, no ya máximo, sino exagerado. Pero ello no le merece ninguna sospecha de falta de objetividad al tribunal, sino todo lo contrario, y además sin exigir a dicha señora ningún dato objetivo para confirmar la veracidad de su testimonio, incluso con la evidente animadversión que, cabe insistir, se hizo evidente que sentía por el fiscal general.
Este último extremo -el dato objetivo de confirmación- es muy importante, porque cuando se trata de considerar la credibilidad de los periodistas que dijeron poseer el correo con anterioridad, la sentencia les resta su credibilidad, precisamente, porque no alegan, a juicio del tribunal, ningún dato objetivo que confirme lo que dicen, pese a que varios de ellos aludieron al contexto de su toma de conocimiento, es decir, a qué ocurría cuando se enteraron de la información. Sin embargo, este contexto no parece ser relevante para el tribunal. Cabe concluir, por tanto, que es cuando menos curioso que ese “dato objetivo de confirmación” que se les exige a los periodistas, no se le requiera a Almudena Lastra.
Por último, invierte el tribunal un esfuerzo, pese a las apariencias, escaso en motivar que la información difundida era reservada, para poder integrar el delito por el que se condena. Se habla a grandes rasgos de argumentos jurídicos, en general de segundo orden, para justificarlo. Pero no se afronta el punto principal: la información no podía ser ya reservada porque aquel a quien afectaba la información -la pareja de Isabel Díaz Ayuso-, la había difundido de manera interesada. Parece que ante esa eventualidad, lo único que podía hacer la fiscalía era decir “no es cierto lo que dice ese señor”, puesto que la expresión de cualquier dato rectificador sería considerado “reservado”. Para entenderlo, conviene reproducir brevemente los hechos. El jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso difunde una información que él mismo reconoce en sede judicial que es falsa. La información revela, aunque de manera sesgada, que hay una investigación por delito tributario contra la pareja de la presidente. La fiscalía rectifica los aspectos falsos de la información ya revelada. ¿Alguien acierta a entender cuál es el carácter “reservado” de una información ya revelada, aunque de manera sesgada?
Queda al margen el juicio sobre la desproporción brutal de las medidas de investigación del juez instructor, que decretó la incautación de cualquier dispositivo de comunicación del fiscal general y de su contenido. Y ello por un delito que, salvo en los sueños de alguna acusación popular, jamás mereció, ni de lejos, una pena superior a la impuesta, que es de multa y ni siquiera alta. Y ello, con la excusa de que sólo de ese modo podía descubrirse el delito, cuando, en realidad, nada se descubrió con esos medios excepcionales. A partir de ahora, ¿todos los jueces podrán ocupar nuestros ordenadores y smartphones por sospecha de la comisión de un delito menor? El ejemplo para el futuro que queda es ciertamente inquietante, pues en nada se diferencian estas medidas de investigación de las que podrían decretarse en un régimen autoritario. En democracia, las finalidades de la investigación no lo son todo, y sí lo es, en cambio, la protección de los derechos fundamentales.
También se ocupa el tribunal de advertir, muy a vuelapluma y de manera innecesariamente ambigua, que el Fiscal General no debería perder su plaza de fiscal, parecer que comparto por completo, pero bien hubiera estado que tras una condena tan sumamente coja, el tribunal lo hubiera recordado.
Esta sentencia quedará para la historia, ciertamente. Quedará en la memoria la imprudente frase de que el autor de la filtración fue, o bien el fiscal general, “o una persona de su entorno inmediato y con su conocimiento”. ¿Cabe condenar a alguien, respetando la presunción de inocencia, si ni siquiera aparece clara su autoría?
En definitiva, la sentencia quedará para la historia de lo que jamás se debe volver a repetir. Y mucho menos si la condena se jalona de comentarios inapropiados e innecesarios hechos fuera de contexto por algunos magistrados, y que desde luego no han dejado en buen lugar la imagen del Tribunal Supremo.
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