Vientres de alquiler: pensar antes de actuar
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El neoliberalismo como forma de pensar puede resumirse en dos máximas. Una, tus deseos no deben tener límites, siempre que no los tenga el dinero que lleves en la cartera. Dos, todo es susceptible de entrar en la lógica del mercado, todo puede ser mercancía. Un nuevo credo económico, que no reconoce fronteras territoriales y donde la naturaleza o los servicios públicos son objeto de mercantilización, demanda ahora mercantilizar los cuerpos de las mujeres.
Históricamente, los cuerpos de las mujeres han sido objeto de deseo e intercambio como medios para el placer sexual y para la reproducción humana. Para lo segundo es una condición necesaria contar con una mujer fértil, al menos, durante 9 meses. No se puede ser padre sin que medie una mujer gestante. Durante siglos, la propia filosofía, la autoconciencia de la especie en palabras de Habermas, no ahorró esfuerzos en borrar este hecho y argumentar que los varones engendraban los hijos, mientras las mujeres podían considerarse meros contenedores reproductivos. Y justo ahora, cuando comenzábamos a apropiarnos de “nuestros cuerpos, nuestras vidas”, cuando el estatus de “vasija vacía”, Aristoteles dixit, parecía cosa del pasado, las lucrativas empresas de vientres de alquiler pretenden devolvernos a tal estadio. Y para ello, la poderosa y publicitada lógica neoliberal -con la inexplicable complicidad de sectores que se definen de izquierdas o feministas- tergiversa la conocida máxima de “mi cuerpo es mío” para intentar redefinirlo como una propiedad o mercancía más a disposición del mercado.
Quizás conviene recordar que “mi cuerpo es mío” es un eslogan, que no un argumento, que pretende vindicar la autonomía de las mujeres respecto a los mandatos patriarcales, pero también respecto al mercado. No equivale a considerar el cuerpo como una propiedad privada de la que resulto ser la titular y que de ello se siga que puedo vender libremente un riñón o una cornea al mejor postor. No, no es cierto que el espíritu del conocido eslogan defienda la explotación a la carta del cuerpo de las mujeres según se precise un rato de sexo, sus óvulos o su útero. Y, eslogan por eslogan mejor el que dice “mi vida tiene valor, mi cuerpo no tiene precio”.
Tampoco es cierto que los vientres de alquiler sean la única forma de llegar a ser padre o madre cuando hay problemas de fertilidad o cuando se es varón gay o si se desea ser madre sin pasar por un embarazo. Hay miles de criaturas pendientes de ser adoptadas o acogidas y parece que cada día habrá más en este mundo creciente desigualdad. Eso sí, la subrogación es la única vía posible para seleccionar una criatura a la carta, a estrenar y con la carga genética que se desee.
Por estas razones y respecto al apresurado debate sobre la legalización de los vientres de alquiler conviene pensar antes de actuar, es lo mínimo que deberíamos exigir a nuestras y nuestros legisladores. Al menos se deberían afrontar con honestidad ciertos interrogantes como: ¿Quién está presionando para que se legalicen y por qué con tanta urgencia? ¿Es indiferente si el consentimiento de las madres gestantes representa un acto de voluntad y consciencia o de resignación, cesión y opresión? ¿Qué diferencia hay entre uso y abuso cuando median relaciones de poder? En rigor ¿Quién tiene libertad real en el libre mercado? ¿Qué mujer y en qué circunstancias gestaría, pariría y entregaría la criatura engendrada a otros? ¿Van a engendrar las mujeres con recursos económicos para las personas que no los tienen? ¿De forma altruista? ¿Es ese el pronóstico del futuro?
Es fácil empatizar con aquellas y aquellos que tienen el anhelo de ser padres, que la ternura nos invada cuando vemos esas fotos de criaturas sonrosadas de las páginas webs o los carteles de las empresas comercializadoras de los vientres de alquiler. Y parece que lo es menos poner cara y contexto a las posibles madres gestantes o proponer un debate que se atreve a cuestionar los límites de los deseos personales. Máxime en la invasiva cultura neoliberal que nos invita a quererlo todo y quererlo ya. Pero no podemos ignorar que la subrogación comercial de la maternidad se alimenta de una feminización de la pobreza y unas contrageografías de la globalización, en el sentido apuntado por Saskia Sassen, que están diversificando las formas de explotación y apropiación de los cuerpos de las mujeres como un lucrativo nicho de negocio.
Legalizar la gestación comercial tiene serias implicaciones éticas, entre otras, derivar hacia las mujeres más vulnerables las huellas físicas y psicológicas que comporta un embarazo y establecer una especie de ciudadanía censitaria, según la cual, las personas con recursos económicos pueden garantizarse que el libre mercado les provea de criaturas a demanda. Permitir la gestación altruista entre personas desconocidas, no nos engañemos, es abrir la puerta para que el negocio de los vientres de alquiler termine lucrándose de los mercados de la precariedad y de la feminización de la pobreza. Hay responsabilidades estatales indelegables, una de ellas es la tutela de unas y unos menores que no pueden quedar al albur de chequeras o intensos deseos personales. Los seres humanos no pueden venderse o regalarse por mucho que haya quien pueda, quiera o desee tenerlos. Pensemos antes de actuar.