Las amnistías son de pobres
Se ve en las manifestaciones. Como somos un país de toreros, no hay español sin su capa. O catalán independentista, que no es lo mismo, pero también la llevan. Se ha dicho que lo más parecido a un español de derechas es un español de izquierdas. La cita es de Josep Pla. También lo decía de otra manera: cuanto más se adjetiva, menos se disimula. Del mismo modo, lo más parecido a un independentista catalán es un independentista español, esto es, un español que quiere independizarse de las culturas, nacionalidades, o lo que sean, que integran el conjunto de España.
El pasado domingo, decenas de miles de independentistas españoles se manifestaron en Barcelona con sus capas atadas al cuello por un nudo. Las capas estaban hechas con banderas de España. Aquí, esto lo habíamos visto antes con esteladas. Desde que empezó el procés, un mogollón de gente ha vivido con un nudo al cuello para sujetar la bandera, que es lo último que queda. Basta con contemplar el cine de Clint Eastwood para comprenderlo. Cada vez que se juntan tres o cuatro personas con una bandera, sale un Iwo Jima, es decir, un grupo escultórico. Los antiguos griegos, como aún no habían inventado a Angelopoulos, tuvieron que conformarse con representar en mármol a Laocoonte con sus hijos y, como le faltaba la bandera, lo ponían retorciéndose. Le añadieron la serpiente para darle contexto.
En España, nuestro Laocoonte, hablo como boomer, fue Félix Rodríguez de la Fuente sujetando a la anaconda que le atacó. Le lanzó un bocado a la cara. El intento de mordisco salía en la cabecera de su programa, El Hombre y la Tierra, y así le veíamos todas las semanas reteniendo con las dos manos a la anaconda, muerta de hambre y de sed, en la entonces cuarteada y sedienta región de los Llanos venezolanos. Igual que el dios Apolo venció a la Pitón en el oráculo de Delfos, Félix Rodríguez de la Fuente le ganó a la anaconda, y con esta peripecia profetizó las mordidas y el cambio climático, que aún no se llamaba de esa manera.
Eso se debe a que éramos menos científicos, y a las catástrofes (las pertinaces sequías, las epidemias de hambre...), les quedaba un poso atávico de maldición, de destino bíblico. Para andar por el mundo, bastaba con conocer los cuatro puntos cardinales, y la metafísica iba a lomos de los cuatro jinetes del Apocalipsis (el hambre, la guerra, la peste y la muerte, que nunca dejan de cabalgar).
Cada vez que España se independiza de sus pueblos y de sus gentes, no queda nada. Ni siquiera queda España. Sólo queda el eco de su nombre; y también lo que se invoca es un nombre vacío lo mismo que un conjunto vacío. Si la teoría de los conjuntos sirviera para explicar los países, diríamos que un país es una intersección, o sea, que siempre es más pequeño que la historia de la que procede. Por eso no hay manera de asimilar los delirios de grandeza, las reivindicaciones históricas, patrióticas... Ahora se distingue entre nacionalismo y patriotismo. Pero lo cierto es que muchos nacionalistas han robado a su patria, y que muchos patriotas han masacrado a su nación.
Desde el punto de vista de las banderas, también hay dos Españas, que son la misma, como se vio en la mani de este domingo. Se trata de la España de los balcones y de la España de las capas. La España de los balcones ya no se exhibe casi; pero, cuando estaba en todo su esplendor, hasta Pablo Casado, antes de ser devorado por su partido, la celebraba empleando ese epíteto. Tenía el aplomo del edificio, voluntad de permanencia. Iba en serio. Un balcón es un ágora, es la plaza de las fachadas. La España de las capas, por su parte, palpita a pie de calle, se muestra viva y bulliciosa; pero es de disolución instantánea, como el Nesquik. A la que se acaba la mani, desaparece. En política siempre sucede lo mismo, que las palabras sobreviven a las convicciones. Las palabras son como el reintegro de la lotería, no te toca nada con ellas, pero puedes seguir jugando.
Al mismo tiempo que Félix Rodríguez de la Fuente nos advertía del terrible peligro en que se encontraban los Llanos de Venezuela por culpa de la extrema sequía, en el Un, dos, tres..., uno de los grandes premios era un viaje a Venezuela (la del primer Carlos Andrés Pérez). Cada vez que salía ese viaje, proyectaban unas imágenes documentales de modernos edificios al compás de la canción Alma llanera. La empatía es el origen de la autocrítica. Cuando empezaba la melodía con la frase “Yo nací en una ribera...”, no podía más que preguntarme dónde había nacido yo. Nunca supe responderla.
Por eso busqué respuesta en la lectura, y así fui a parar al libro El español y los siete pecados capitales, de Fernando Díaz-Plaja (Alianza Editorial, 1976, decimonovena edición). Lo primero que cuenta el autor, solo empezar el prólogo, es que la famosa frase “España es diferente” es suya. ¡Qué quiere que digamos! Todos los países son diferentes, pero todos los humanos se parecen. Los siete pecados capitales son como los doce (o trece) signos zodiacales. Todo el mundo los tiene todos. Lo malo es que no hay amnistía que los redima.
Las amnistías son de pobres. Una vez concedidas, nadie se acuerda de ellas. Y aún menos, de los amnistiados. Si quieres hacer desaparecer a un personaje, con su fama y su leyenda, amnistíalo. La única forma de perdurar en la historia es abdicar, y por esta razón es un recurso exclusivo de reyes y de papas. Los políticos no tienen derecho a la historia. Por lo menos de esa manera. Les queda el sucedáneo de la dimisión. Y ni a eso alcanzan la mayoría de las veces. A un político que dimite le está vedada la grandeza de la historia, pero se le otorga el modelo de la virtud.
Cuando este domingo, protagonizando la convocatoria de Societat Civil Catalana, se manifestaron en Passeig de Gràcia los líderes Núñez Feijóo, Díaz Ayuso, Moreno Bonilla (por el PP), Santiago Abascal (Vox), Carlos Carrizosa (C's)..., junto a los autocares venidos de las diversas comunidades autónomas, hicieron efectivo con su propia presencia lo viable de instalar el Senado en Barcelona. De algo sirvió el acto.
Cada uno de nuestros partidos políticos adolece de un pecado capital. Pero no entremos en detalles. Detrás de toda lujuria hay un puritano (por eso existe el voto de castigo). Contra la ira, la libertad (así se cantó en la Transición). La avaricia es la del partido que cree que los votos de los otros son suyos. Contra la gula, la abstención, el más terrible de los correctivos. La envidia es un tango, y por eso en los partidos recibe el nombre argentino de corrientes. Se es perezoso por miedo, y el miedo vuelve soberbia a la gente. El miedo es a perder. Por tal motivo en todos los ámbitos se habla siempre de ganar: unas elecciones, un debate..., de modo que ganar se ha convertido en un fin y ha dejado de ser un medio.
14