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Ana Botella ha hecho nada

Ruth Toledano

Esposa de Aznar y adoratriz de Rouco Varela, Ana Botella ha llevado hasta el paroxismo, en el Ayuntamiento de Madrid, la horrenda marca del Partido Popular. Sin embargo, aún encarnando la quintaesencia enchufista, privatizadora y catolicona del alma popular, Botella es en realidad un personaje secundario dentro de un elenco que ha representado en el escenario de Madrid las peores funciones de la miseria política del PP. El Madrid de la trama Gürtel. El Madrid de Ignacio González, el del ático en Marbella, presidente de la Comunidad puesto a dedo también.

Los madrileños no eligieron a Ana Botella como alcaldesa y ni siquiera se van a dar el gusto de desalojarla del mando: a Botella la puso el PP en la alcaldía de Madrid y el PP se la quita de encima, no ya por su nula capacidad de gestión sino porque se lleva consigo el más que posible deshonor de que su partido pudiera perder el gobierno de un municipio en el que lleva 23 años. Desde 1991. Solo durante apenas tres ha sido alcaldesa Botella para simbolizar, como patético botón de muestra, unos nefastos modelos de gobierno y de ciudad. Pues Ana Botella ha hecho nada. Simplemente. Para dejar una ciudad llena de basura que se puede recorrer, eso sí, en estupendas bicicletas que no llevan a ninguna parte, siempre que tengas la fortuna de que no te caiga en la cabeza una de las ramas de los pocos árboles que sobreviven al criminal desprecio de los conservadores por la vegetación urbana. Si no, te vas al otro barrio.

No es que Botella no haya sido una alcaldesa capaz, es que ni siquiera ha sido capaz de parecerlo por una sola vez. No es que Botella no sea querida por los madrileños, es que los madrileños se han sentido avergonzados de tener una alcaldesa así. Y lo que es peor: un 77% de los votantes de su propio partido deseaban otro candidato. Y lo que es el colmo: solo un 63% de esos votantes populares preferirían que el PP ganara las próximas municipales si Botella fuera la candidata. No puede imaginarse un epitafio político más penoso.

Con semejante suspenso se va Botella porque no solo deja una ciudad tan contaminada que ha llegado a ser amonestada por la Unión Europea, sino que se permite el cinismo de declarar que tiene un aire purísimo (ella, que fue concejal de Medio Ambiente). Porque no solo perdió para Madrid la atorrante y costosa candidatura olímpica que tanto ansiaba el PP, sino que como embajadora de la ciudad hizo un ridículo internacionalmente reseñado. Porque en el momento más crítico de su mandato, la tragedia del Madrid Arena, se fue al spa con su marido, perdiendo una ocasión de oro para ganarse, al menos, el encogido corazón de los ciudadanos.

Botella ha hecho nada porque no daba para más. Y eso teniendo una suerte que no ha sido capaz de aprovechar, pues le pasó lo mejor que le ­habría podido pasar a una alcaldesa sin capacidad política: el apogeo de una crisis que proporciona la coartada perfecta para no hacer nada. Ni por esas. Pero la ciudad que deja venía ya de fábrica pepera. Gallardón nos dejó una deuda de 7.500 millones que asfixiará a varias generaciones de madrileños y, en su carrera al gobierno nacional, nos dejó en depósito el impuesto revolucionario que Aznar ha cobrado al PP: una esposa inepta. Ni siquiera los casi 200 asesores que ha llegado a tener Botella han servido para disfrazar de laissez-faire su hacer nada.

Si una ciudad es un estilo, el que ha dado Botella a Madrid es de señorona analógica, con unas oposiciones y un marido. El estilo de legionaria cristiana pretecnológica, que sale de noche a encontrarse con huelguistas y lleva un abrigo de visón. La marca calle Génova. Ellos, que traen los apellidos ilustres, destruyen los teatros, eliminan la danza, encarecen los conservatorios de música. Ellos, tan celosos de sus posesiones, venden a fondos buitre el patrimonio común. Ellos, cultivados en la tradición, se encargan de revertir, para el único beneficio de ciertos intereses y de ciertas cuentas personales, la protección histórica y estética de los edificios y las plazas. Son los que están destruyendo, hoy mismo, ahora mismo, la encantadora plaza de la Villa de París. Son los que han entregado a los especuladores el Edificio España y la manzana de Canalejas. Son los que demuelen la Pagoda de Fisac y asisten a la agonía del Frontón Beti-Jai. Los que cambian el Palacio de la Música por mostradores de ropa barata. Los que quieren cargarse el Paseo del Prado y declaran los toros Bien de Interés Cultural. Los que van en coche oficial a la peluquería y aparcan en el carril bus de la Gran Vía y a llaman a Sol Vodafone. Son los que cierran comedores infantiles para que no se vea la pobreza y, siempre, siempre, dan una moneda al pobre a la salida de misa. Son los que apuestan por la ciudad-casino, y ni siquiera ganan esa partida. Son los que entregan la ciudad al Papa de Roma e infestan Chueca de lecheras policiales. La homofobia ultracatólica de Botella merecerá un capítulo especial en la vergonzosa historia de su mandato: no ha podido soportar que maricones, bolleras, peras y manzanas fueran seña mundial de identidad de la ciudad de Madrid, que fueran paradigma de libertad, tolerancia y creatividad social. Ni siquiera ha podido tirar de amoralidad ultraliberal para aprovechar que el Orgullo LGTB es el evento que más visitantes atrae y más dinero deja a la ciudad, y ha ido a saco contra ese activo. Ha sido superior a sus fuerzas de mujer-mujer.

Ana Botella deja Madrid como es ella, granítica, casposa y demodé. Y lo que es peor: deja la alcaldía abierta a posibles candidatas del PP como la Delegada Cifuentes, que ha capitaneado a las huestes armadas para tirar a golpes, al fondo de las zanjas en que sus piquetas especuladoras han convertido las calles de Madrid, a los ciudadanos que se han rebelado contra la oscuridad de su boquete moral.

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