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Si él no disfrutó de la violación, no fue violación

Barbijaputa

  • Esta semana un juez mexicano ha liberado a un agresor sexual porque “no disfrutó” del acto; es sólo una prueba más de que el machismo, sin ninguna duda, es una guerra normalizada que vamos perdiendo nosotras

En Estados Unidos y en otros países capitalistas, las leyes contra la violación fueron originalmente formuladas para proteger a los hombres de las clases altas frente a las agresiones que podían sufrir sus hijas y esposas. Habitualmente, los tribunales han prestado poca atención a lo que pudiera ocurrirles a las mujeres de clase trabajadora, y por consiguiente, el número de hombres blancos procesados por violencia sexual infligida a estas mujeres es extraordinariamente reducido.

Angela Davis, 'Mujeres, clase y raza'. 1981.

Esta semana, un juez mexicano ha liberado a un agresor sexual porque “no disfrutó” del acto. Un titular así se entiende mucho mejor si recalcamos que el acusado pertenece a una familia rica de México y que es hombre, así como el juez que lo absolvió. Y también si ponemos de relieve que la víctima es una mujer. Cuando la violaron era, de hecho, menor de edad.

Se entiende así mejor también que, a día de hoy, aún no haya interés en entender de qué hablamos cuando hablamos de violación. Si los hombres fueran las víctimas de este delito, ya haría –literalmente– siglos que habríamos aprendido que las agresiones sexuales nada tienen que ver con el placer o el deseo sexual. Pero no la sufren ellos, sino nosotras, y cuando una lacra sólo es sufrida por mujeres, ya saben ellos –y sufrimos nosotras– que el sistema normalizará los comportamientos que llevan a que dicha lacra se perpetúe.

Cuando hablamos de que la sociedad es androcéntrica no estamos opinando, estamos describiendo la realidad: desde la medicina al mundo laboral, pasando por la educación, todo gira en torno de la figura del hombre, tomándola como referencia para construir el mundo, invisibilizando a la mujer, su historia y las experiencias que vive por el simple hecho de ser mujer.

Pero por mucho que el machismo imperante haga recaer la culpa y la duda sobre nosotras de unas mil formas (desde el típico “si van así vestidas, luego no se pueden sorprender” hasta el “bueno, sólo tenemos la versión de ella”), lo cierto es que no van a cambiar la realidad de estas agresiones. Cuando un hombre lanza un piropo a una mujer por la calle, cuando un hombre acosa a una mujer en el metro, cuando un hombre manosea a una mujer en una discoteca, la agrede, abusa de ella o la viola, no está buscando más placer que el que proporciona el poder. Las violaciones, como la que sufrió esta menor, son justamente eso: muestras de control y de poder.

Para más señas, el violador de esta adolescente, Diego Cruz “Porky”, no usó su pene para penetrarla sino sus dedos. Y no lo hizo para darle placer, por supuesto, sino para estar y llegar allí donde ella no le dejaba voluntariamente estar ni llegar.

El juez, otro hombre, empatizó más con el violador que con la menor, y tomó la palabra del mismo como prueba irrefutable de que no merecía condena: si no disfrutó, si no se corrió, si no la penetró, no merece condena. Recuerda también al caso del violador de EEUU por el que un juez sintió preocupación si lo condenaba justamente, ya que era de buena familia y la cárcel podría torcerle las oportunidades que por su clase tenía. Así que, tras agredir a una estudiante, violarla y dejarla tirada e inconsciente una noche en mitad del campus, sólo tuvo que pasar tres meses en la cárcel.

Llegados a este punto donde la clase es, obviamente, determinante para la justicia en sí misma, cabe destacar también que si esta noticia ha llegado a los medios es porque la chica también era de clase alta. En México, las mujeres sufren violencia de forma especialmente salvaje sin que acaparen portadas y, como en cualquier país, con miedo a denunciar por si son culpadas por lo que tuvieron que sufrir.

En guerras, el cuerpo de la mujer también es un trofeo, una conquista, una victoria que se le arrebata al enemigo: la violación de mujeres en los países en conflicto es sistemática, y lanzan un mensaje al enemigo, un mensaje de poder. Martha, una mujer sursudanesa que relató a un reportero de El Mundo la guerra que sufre su país, describió así su situación y la de todas las mujeres: “Están en las charcas donde tenemos que ir a lavarnos (...) Buscan a mujeres solas o en pequeños grupos. Por eso procuramos ir juntas. Saben que nuestros hombres no están aquí y nos violan para destruirnos, como botín de guerra. No buscan placer sexual. A veces usan palos”.

Es el ejemplo más gráfico de lo que es una violación: un ejercicio de poder y de control. Le arrebatan así, a su víctima, el control de su propio cuerpo. Y detrás hay un machismo y una misoginia elevada a la enésima potencia; el mismo machismo que lleva a hombres a empatizar más con el violador, que los lleva a sentir preocupación si los condenan, que los hace dudar de la palabra de la mujer, que los hace exculpar y justificar a agresores sexuales.

Cómo repercuten estas experiencias en nosotras queda, una vez más, relegado a un último plano: nosotras estamos acostumbradas, nosotras no sentimos como ellos, estamos hechas de otra pasta, para eso somos objetos, cosas que usar y tirar. El foco del poder –habitado por hombres– siempre tiene en más consideración cómo afectará a otros hombres: sus experiencias son más importantes, más relevantes.

Este caso en México es sólo una prueba más de que el machismo es, sin ninguna duda, una guerra normalizada que vamos perdiendo nosotras.

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