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Crisis de Estado

El rey Felipe VI en la playa de Las Canteras (Efe)

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¿Podrán Felipe VI y la institución monárquica superar la crisis que ha abierto el indecente comportamiento de Juan Carlos I? Esa pregunta atraviesa el panorama político e institucional español, también se la hacen en las cancillerías de todo el mundo y seguramente interesa a muchos ciudadanos bastante más que la marcha de la pandemia. Al menos en estos momentos. Sobre todo, porque hoy por hoy no hay respuesta a la misma. La monarquía y el entramado constitucional español se están jugando su futuro. Por eso, estamos en una situación de emergencia.

No existen soluciones milagrosas al problema terrible que ha creado la investigación del fiscal suizo Berzosa y la consiguiente apertura de un procedimiento en la fiscalía española que puede terminar con el procesamiento del monarca de la Transición. Que éste deje de tener su residencia oficial en La Zarzuela o que se le obligue a trasladarse a un país extranjero no sólo son salidas técnicamente muy complicadas y costosas. Sino que plantean un problema del que nada se sabe. El de si Felipe VI, que es quien habría de tomar esas decisiones, o la de quitarle la condición de miembro de la casa real, sería capaz de dar esos pasos sin arriesgarse a que su padre no las aceptara y contraatacara poniendo en riesgo la supervivencia del actual monarca.

Es cierto que existe la posibilidad de que los tribunales españoles decidan no procesar al rey emérito, y no porque no haya pruebas para acusarlo de graves delitos, sino porque consideren que la inmunidad le protege o porque esos delitos han prescrito. Pero en el punto en el que han llegado las cosas, cuando buena parte de la ciudadanía tiene muy claro que Juan Carlos I ha cometido desmanes por los que debería ser juzgado con severidad, si el Tribunal Supremo opta por esa vía provocaría un rechazo cuyas consecuencias serían más graves que las del juicio mismo.

Está claro en todo caso que la muerte natural del rey emérito, una persona de 82 años y aquejada de distintas dolencias, despejaría más incógnitas que cualquiera de las hipótesis hasta aquí mencionadas.

Pero como ese es un factor incontrolable, Felipe VI no tiene pues más remedio que cruzar los dedos y apretar los dientes. Con la esperanza de que todo el arco político e institucional le apoye en la complejísima andadura que tendría por delante. Porque prefieran ese apaño que provocar una crisis que sólo podría terminar con el fin de la monarquía y de la Constitución de 1978.

No es seguro que todos los partidos estén en estos momentos por esa labor. Para Unidas Podemos y para los nacionalistas catalanes y vascos sería un sapo muy difícil de tragar. Y sin su concurso, toda la eventual operación de rescate podría estar en cuestión. Una ardua negociación, en la que se barajarían cuestiones políticas fundamentales, será necesaria para buscar una solución a ese problema. La postración del país que ha provocado la pandemia y el drama económico y social que la acompañan tendría su papel en ese debate. Y aunque lo más probable es que actuaran como elementos disuasorios de aventuras rupturistas, tampoco está dicho que no propiciaran la salida contraria. La de aprovechar un momento dramático para cambiarlo todo.

La crisis de Estado que en estos momentos vive España era en buena medida previsible desde hace más de 30 años. Desde que salió a la luz el escándalo de las comisiones que Juan Carlos I obtenía por su intermediación en el comercio de petróleo con los países árabes. O desde que se orquestó el llamado 'chantaje al Rey', en el que participaron empresarios como Javier de la Rosa y Mario Conde, que luego terminaron en la cárcel, destacados periodistas de derechas y algunos aventureros políticos y que obligaron a una formidable operación de rescate dirigida por Felipe González y en la que Jordi Pujol tuvo un papel destacado.

En la base de dicho chantaje también estaba un tráfico ilícito de mucho dinero que tenía al monarca, siempre ávido de fondos, como protagonista. Muchos de los detalles de ese escándalo que tuvo en vilo a la política y a las instituciones por aquel entonces, se publicaron en los medios. Lo mismo ocurrió con el del petróleo árabe y con otros chanchullos que fueron salpicando la andadura del monarca, año tras año. Para llegar a los que provocaron su abdicación en 2012, también entonces en una situación de emergencia institucional.

Pero en ninguno de esos momentos alguien con fuerza para hacerlo se atrevió a proponer que se diera un paso más para acabar con esa dinámica. Los temores a provocar un derrumbe de la estructura institucional, que en el fondo, eran un reconocimiento de la debilidad de la misma, frenaron cualquier veleidad. Se criticaba en privado y se miraba para otro lado en público.

Y Juan Carlos, con una desfachatez digna de mejor causa, aprovechó ese estado de cosas para asegurarse la impunidad de cualquiera de sus actos. La primera vez que se rompió ese estatus fue cuando los tribunales de Mallorca decidieron procesar, y luego condenar, a su hija Cristina y a su yerno Urdangarín, por el escándalo Noos, cuyo éxito económico, formidable, sólo se entiende si Juan Carlos tuvo un papel protagonista en el mismo. 

Felipe VI ha convivido con ese desmadre desde hace mucho tiempo. Es miembro destacado de la familia destinada a beneficiarse de los pingües beneficios de la corrupción del antiguo rey. Sólo en el último momento, cuando no tenía más remedio, ha decidido distanciarse de su padre. En marzo, en plena pandemia, anunció que renunciaba a una herencia de 65 millones de dólares colocados a su nombre en un paraíso fiscal. Sólo cuando The Telegraph denunció el chanchullo y seis días más tarde de que lo hiciera el fiscal suizo.

Esos datos no fortalecen precisamente su posición en estos difíciles momentos. A su favor, sin embargo, juega algo que también benefició siempre a su padre. La evidencia de que en estos momentos las principales fuerzas políticas, instituciones y organizaciones sociales, no son proclives a propiciar una caída de la monarquía, que sólo podría ser sustituida por una república que hoy por hoy sigue siendo un sueño.

Por ese motivo, y por un montón de cuestiones procedimentales, lo más probable es que Felipe VI salga de este entuerto. Pero no precisamente de una manera boyante. Con la popularidad muy tocada, con muchísimos españoles desconfiando de él. Pero así son las cosas en este desgraciado país. Que todavía tiene que hacer las cuentas con la manera en que salió de la dictadura franquista, mediante una Transición que cada año que pasa, sobre todo los últimos, demuestra ser mucho menos modélica de lo que dicen sus corifeos.

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