El derecho al olvido y las obligaciones de los periodistas
Los delincuentes, hasta los más viles, saldan sus deudas con la sociedad cumpliendo sus condenas. Pasados unos años sus errores se pierden en el tiempo, incluso los antecedentes penales se pueden borrar. Y sin embargo, desde la llegada de Internet, la memoria digital nos puede condenar a cualquiera a cadena perpetua por una nimiedad.
Desde la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, que ha obligado a Google en Europa a retirar algunos enlaces a petición de particulares que se sientan perjudicados, no deja de hablarse del llamado derecho al olvido. La empresa del buscador incluso ha iniciado una serie de reuniones, la primera tuvo lugar hace unos días en Madrid, para debatir el asunto con especialistas de diversas nacionalidades. Y mientras unos opinan, los más espabilados ya han montado empresas para gestionar la amnesia previo pago de sus servicios y los militantes, asociaciones para reivindicar la eterna memoria que nos facilita la Red y nos gestionan los buscadores.
Pero entre tanto barullo me quedo con la parte que le toca al periodismo, que no es poca, en esto del olvido. ¡La hemeroteca es sagrada! Los periodistas solemos tener esta primera reacción un tanto reaccionaria -si se me permite el juego de palabras-, ante la posibilidad de que se retire un enlace a una noticia, ¿pero qué diríamos si lo que se pide es directamente que se elimine o se modifique su contenido? Es verdad que no podemos borrar la historia, ni reescribirla... ¿No podemos? ¿Seguro? Ahora que tan de moda está la palabra, no sólo podemos, en algunos casos debemos o deberíamos hacerlo.
Las hemerotecas hace tiempo que dejaron de ser archivos de acceso restringido en los que se guardan como tesoros inalterables pesados tomos con las colecciones de los periódicos. Ahora son virtuales y todos entramos y encontramos al instante, categorizada por los buscadores, sobre todo por el rey Google, cualquier historia, por insignificante que sea, por antigua, incluso aunque no fuese cierta o no sucediese como en su día se contó, o terminase de una manera muy diferente a la primera versión que se publicó... Y ahí es donde empiezan los problemas y las dudas.
Yo creo firmemente que los periodistas y los periódicos (por llamar de alguna forma a las múltiples herramientas informativas que encontramos en la Red) tenemos una obligación con el rigor que no caduca con el tiempo y que hoy se prolonga de alguna manera con la vida natural de las noticias, que han pasado de morir cada 24 horas a permanecer accesibles para siempre.
Me dirán que es una pesada carga, que no está a nuestro alcance. Pero creo que habrá que asumirla, al menos en los casos en los que una información errónea o incompleta, por desidia o mala práctica profesional, esté perjudicando a una persona o empresa para siempre. Y casos hay a montones, algunos trágicos, otros más anecdóticos.
Hace tiempo, poco antes del día del orgullo gay (aún quedaban años para que se reconociese en España el derecho al matrimonio de personas del mismo sexo), en elmundo.es, que yo dirigía, ofrecimos la posibilidad de casarse con nuestra complicidad. Era una ironía, una reivindicación festiva. Se rellenaba un formulario y emitíamos una especie de certificado que cada uno podía imprimir en casa. Muchos entraron al juego y se casaron. Con su novio o novia, con su amante soñada, con una vaca, con una nevera... Y todo quedó grabado en la memoria de Google. Meses después empezamos a recibir algunas llamadas de personas que nos pedían retirar sus nombres para que dejasen de aparecer en el buscador. Lo que un día fue una broma, con el tiempo se había convertido para ellos en un gran quebradero de cabeza. Porque ya no estaban juntos o porque para encontrar trabajo no les convenía que lo primero que aparecía en el buscador relacionado con su nombre fuese eso. Por supuesto, lo retiramos.
Más recientemente, estando en El País, el abogado del periódico me planteó otro caso singular que ejemplifica muy bien el problema.
José Luis Ortega Monasterio fue un gran compositor de habaneras. Autor, entre otras muchas, de El meu avi, una de las más cantadas en Cataluña. Murió a los 85 años en 2004, laureado y respetado como músico y como persona. Pero si buscamos en Google podemos llevarnos una desagradable sorpresa. Ortega Monasterio también fue militar y en 1979, en plena transición, un tribunal de honor le expulsó del Ejército acusándole de regentar un prostíbulo en Huesca. Con los años el Tribunal Supremo reconoció el error, todo era falso, fue una venganza de militares franquistas contra un compañero que había sido miembro de una asociación de militares demócratas.
El País publicó en el 79 una noticia que parecía cierta, pero que al final resultó ser una farsa. Durante mucho tiempo, lo primero que nos ofrecía Google sobre Ortega Monasterio era la primera noticia, la que manchaba su nombre de manera tan injusta. Lógicamente sus hijos se quejaron, pusieron una demanda, y lo arreglamos para que esa noticia abandonase ese inmerecido lugar de privilegio. Solucionamos un problema puntual, pero perdimos la oportunidad, que yo defendía, de convertir el archivo en una herramienta viva, con contenidos mejorables, abierta a la permanente actualización.
Creo que si el periodismo quiere ser respetado, primero ha de ser respetuoso con la verdad y con las personas. Una noticia falsa o excesiva o no contada en su totalidad, puede hacer mucho daño y perpetuarlo cuando se puede evitar, no tiene justificación. Eso, por supuesto, no quiere decir que cualquiera pueda borrar sus fechorías a conveniencia, y ahí es donde se abre el espacio para el debate. Le dejamos a Google que aplique sus criterios o peleamos, desde la decencia, para salvar los nuestros ¿Ustedes qué opinan?