El desprecio, antesala del fascismo

Ahora que al fin se habla más de los peligros del fascismo, no está de más analizar de qué modo la dinámica del desprecio está legitimada en determinados formatos mediáticos y en políticas institucionales. Albert Camus escribió que toda forma de desprecio, si interviene en la política, prepara o instaura el fascismo. El desprecio es la antesala de la deshumanización, ese proceso por el cual una persona es despojada de su nombre, de su identidad, de sus derechos, reducida a solo su cuerpo, como explicó Hannah Arendt. Cuando solo eres cuerpo eres un ser superfluo y puedes ser asesinado sin que el asesino sienta culpa alguna, escribió la filósofa exiliada y refugiada en EE.UU.
La ultraderecha -hay un PP que forma parte de ella, ahí tenemos a Ayuso- es maestra en eso de la falta de respeto y el desprecio. En España desprecia a colectivos muy vulnerables, deshumanizándolos previamente. También fomenta la idea de que el Gobierno del Estado es ilegítimo, justificando así la necesidad de su derrocamiento, con la ayuda de importantes medios de comunicación. Siguiendo su nociva argumentación, se puede pensar que si un exvicepresidente es ‘una rata’, ¿qué tiene de malo que alguien le envíe unas balas? Si un Gobierno es traidor y golpista, ¿qué tiene de condenable el envío de un cuchillo ensangrentado a una ministra?
Como bien dijo Ryszard Kapuściński, una guerra no comienza cuando se dispara la primera bala: comienza con un cambio de vocabulario en los medios. No es difícil pensar en ejemplos en los últimos años: determinadas coberturas de manifestaciones en Cataluña, demonización inigualable de una opción política -Unidas Podemos- que a unos gustará más y a otros menos, pero que sin duda ha sido objeto de una campaña sin precedentes en nuestra democracia, mensajes racistas normalizados y mentiras cotidianas, entre ellas una muy repetida: que Iglesias era responsable de las residencias.
Ocurre que también de forma oficial se permite el desprecio. En España no se ha completado un proceso para la recuperación de la memoria contra el franquismo y se ha apostado por la teoría de la equidistancia en una narración que habla de una guerra fratricida entre ‘dos bandos’, sin insistir en que uno de esos ‘bandos’ impulsó un golpe de Estado y sin hacer pedagogía democrática sobre los terribles crímenes de lesa humanidad del franquismo.
Si el Estado sigue siendo equidistante, si mantiene medallas y reconocimiento a torturadores, si niega investigación y justicia a las víctimas de la dictadura, ¿qué tipo de cultura antifascista transmite? Si la Justicia considera legítimo que un ultraderechista acuse a las Trece Rosas de violadoras, ¿por qué vamos a tener que respetar a las víctimas de la dictadura?
También de forma oficial el Estado estigmatiza y persigue a activistas, manifestantes o artistas, a través de las 'leyes mordaza', de impunidad y de políticas de doble rasero que desprecian la defensa de derechos y libertades. Hay medios que lo secundan.
En España hay personas despojadas de su identidad, de sus derechos e incluso de su nombre, reducidas a un número, condenadas a no ser más que su cuerpo, narradas y vistas como mero bulto. Ocurre a través de políticas oficiales que defienden el encierro de personas extranjeras por el simple hecho de no tener papeles, que practican devoluciones en caliente, que justifican ataques mortales contra migrantes, que impulsan redadas y detenciones de personas inocentes en plena calle, que levantan campos de retención. Esas políticas migratorias restrictivas y excluyentes contribuyen a fomentar la explotación de las personas migrantes, y en especial de las mujeres, que caen a menudo en redes de explotación sexual o en empleos del hogar donde sufren abusos cotidianos.
Si alguien muere en un centro de internamiento para extranjeros, en una ruta de migración o en el transcurso de una redada, o si languidece en un CETI o en una situación irregular, el Estado no pestañea. Forma parte de las consecuencias previsibles de sus políticas. No muere una persona, muere un migrante, un refugiado, un bulto, un cuerpo. Si fuerzas de seguridad disparan y matan a alguien que cruza una frontera, si amordazan a una persona migrante en un avión para deportarla y aprietan tanto que se asfixia, si niegan atención médica a una mujer encerrada en un CIE, se suele mirar hacia otro lado. Son ‘las bajas colaterales’ de las políticas de desprecio elegidas y justificadas como un mal menor.
Como advirtió Camus, ese desprecio, en la política, allana el camino al fascismo. Acepta parte de sus postulados. Porque si está permitido el desprecio a los migrantes de forma oficial, ¿por qué tiene que parecernos tan grave que los desprecien los partidos de la ultraderecha? Si se impone a las personas migrantes muros de cemento, concertinas y caminos cada vez más peligrosos, ¿por qué debe importarnos la vida de esa gente? Si las políticas de migración oficiales normalizan la condena a una vida indigna para algunos sectores de la población, ¿por qué debe indignarnos que partidos como Vox defiendan una vida indigna para determinados sectores de la población?
Las proclamas de la ultraderecha, para conquistar terreno, necesitan de actores ajenos a ella. Las encuentran en diversos medios de comunicación. Y tienen en las políticas que restringen derechos enormes aliados. Si el Estado, si las instituciones, si la oficialidad, no se plantan ante el racismo que fomentan, si no abandonan las políticas que deshumanizan a las personas migrantes, estarán dando la razón a parte de los argumentarios de los partidos neofascistas. Y entre el original y la copia, ¿a quién preferirá el electorado?
El marco de esta campaña electoral es un momento idóneo para analizar cómo está normalizado el desprecio hacia los sectores vulnerables y para que los partidos conscientes del peligro del fascismo transmitan la urgente necesidad de defender los derechos humanos de forma radical. Es esta, sin duda, la mejor medicina frente al fascismo. Que no nos quepa duda que podemos hacer de ella una gran herramienta movilizadora.
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