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Discursos económicos y relaciones de poder (o cómo el capitalismo reencuentra a Marx)

Monitor en la bolsa de Madrid que muestra, entre otras, la prima de riesgo de España, que mide la confianza del mercado en la deuda. / Efe

Ignacio Muro Benayas

El capital financiero globalizado que hegemoniza el sistema productivo va agotando sus instrumentos de intervención económica sin conseguir estabilizar su desarrollo. La consecuencia de este hecho es que para resolver sus crisis se ve conminado a echar mano de medios cada vez más arriesgados, injustos y desestabilizadores de los equilibrios sociales de las sociedades.

Ocurre que cualquier nuevo paradigma termina enlazando con estrategias anteriores y compartiendo la misma lógica: favorece el endeudamiento creciente de los agentes económicos y la creación de burbujas financieras. Quizás sea, porque el poder, todo poder, tiene por finalidad, construir una sociedad a la medida de sus intereses y el capital financiero globalizado no podía ser una excepción.

El hecho es que, mientras se consolidaba como principio la “moderación salarial” era para fomentar “vivir a crédito”. Si se promovía el músculo internacional de las grandes empresas se alentaba forzar al máximo el apalancamiento empresarial vía banca corporativa, materia prima de las fusiones y adquisiciones. El recurso durante más de 15 años a tipos de interés bajos, imprescindibles para no dañar las expectativas de los mercados, empujaba a familias, empresas y países a aumentar hasta el límite sus créditos. Ese endeudamiento, absolutamente coherente con la racionalidad económica cuando las tasas de interés reales son negativas, fue presentado después como un despilfarro irracional. Y para combatir sus efectos, se implementó la mayor batería de ajustes sociales jamás conocida con un resultado paradójico: también esas medidas terminan alimentando, vía colapso económico, la deuda que querían evitar.

El último recurso es una expansión excepcional de la oferta monetaria, pero el exceso de dinero no llega a las empresas ni a las familias ni genera alegría en el gasto ni aumenta la velocidad de circulación del dinero, simplemente empuja al alza a las bolsas y genera nuevas burbujas cimentadas en productos cada vez más sofisticados. De un lado, los bancos aprovechan el dinero para invertir o especular con deuda soberana, de otro, mueven el dinero de un sitio a otro, de los países emergentes a las materias primas y de éstas a los países centrales en un baile permanente que deja un reguero de inestabilidad y burbujas sectoriales o locales.

Solo hay una medida que nunca se aplicará: hacer una quita de la deuda y reducir el tamaño de los mercados a otro más acorde con la economía real. Aunque sea la única solución sensata, las élites financieras no están dispuestas a tolerarla mientras pueden evitarlo porque serían los grandes perdedores. Y es que detrás de las múltiples interacciones entre variables económicas yacen relaciones de poder: las clases dirigentes tienen la mayor parte de su riqueza financiera en productos de deuda y derivados de todo tipo, que se evaporarían si se dejasen caer a los bancos que han apostado por esos activos. De momento, la operación de socializar las pérdidas de la crisis financiera está funcionando a entera satisfacción, los estados están soportando el colapso causado por el fraude bancario generalizado.

Todo apunta a un ciclo largo depresivo con grandes convulsiones económicas, sociales y políticas. No es catastrofismo: la “devaluación salarial” y la competencia global empujan, poco a poco, a la deflación generalizada. Para mantener la inflación en cotas positivas se promueven subidas del IVA que acentúan la caída de las demandas internas que deben ser sustituidas por mayores cuotas en el mercado exterior. La presión por la competitividad refuerza la presión a la baja sobre los sueldos en todos los sitios y afecta, de lleno, a las clases medias y bajas, que ven cómo se agotan los ahorros acumulados durante los años de crecimiento. Los ajustes las alejan de su tradicional moderación política mientras ven descender su nivel de vida. Lo peor es que el deterioro de las retribuciones directas, (desempleo, sueldos) y de las indirectas (pensiones, educación, sanidad, vivienda) no podrá ser sustituido, durante muchos años, por el recurso al crédito fácil. Esa vía está ya agotada.

La obsesión por ajustes en la oferta hunde la demanda en todos los sitios, síntoma claro de que retrocedemos hacia el capitalismo más primitivo. Si nadie para esta locura nos encaminamos hacia las crisis de subconsumo típicas del siglo XIX. Sus pautas son conocidas: “el salario medio será el mínimo posible, es decir, el mínimo necesario para que el trabajador sobreviva”. Parece imposible que esta “profecía” de Carlos Marx incluida en el Manifiesto Comunista se cumpla 160 años después. Y, sin embargo los minijobs y las pensiones recortadas son, empiezan a ser, simplemente, eso, símbolo de mera subsistencia vital que comienza a sentirse en el creciente nivel de pobreza infantil.

“Cada cosa se esfuerza, cuando está a su alcance, por perseverar en su ser”, decía Espinoza. Será por eso, porque todo tiene una lógica interna, una esencia que tiende a repetirse, por lo que el capitalismo se reencuentra con sus vicios de origen. El caso es que Marx, una figura que durante décadas, las del éxito del Estado de Bienestar, había quedado olvidado en el desván, recupera actualidad mientras el capitalismo sale a su encuentro.

Todo esto ocurre mientras la sociedad desarrolla tecnologías disruptivas que nos enfrentan día a día a un mundo con unas posibilidades inmensas. Pero, cuanto más grandes son los avances tecnológicos, más se nos quiere hacer comprender que debemos aceptar un futuro peor para nosotros y nuestros hijos. También lo decía Marx. En la medida en que crece el volumen y la intensidad del capital, se produce un incremento extraordinario de la capacidad productiva del trabajo; pero el desarrollo de la técnica y la racionalización de la producción que trae consigo, en lugar de aliviar la carga de los trabajadores, genera, paradójicamente, desocupación, precariedad y descenso salarial. La expresión de esa apropiación de la productividad del trabajo se percibiría porque los beneficios empresariales crecerían en una espiral exponencial en relación con los salarios hasta el punto de provocar periódicamente crisis de subconsumo y sobreproducción que ahora llamamos burbujas. Desgraciadamente, esa tendencia se está volviendo a cumplir desde que la globalización y el neoliberalismo se han convertido en fuerzas dominantes.

Sólo resucitando el miedo al precipicio será posible evitar un siglo de miserias. Los más inteligentes miembros de la clase dirigente empiezan a ser conscientes de que este camino disminuye su tasa de ganancia a medio plazo y aumenta la energía política de los ciudadanos descontentos. Anton Costa, el recién elegido presidente del Círculo de Economía, lobby de los principales empresarios de Cataluña, ha dicho que “si la desigualdad continúa su tendencia actual, la lógica desigualitaria del capitalismo financiero acabará chocando con la lógica igualitaria de la democracia”. Así es. Por eso, hay que frenar el círculo infernal al que nos conduce la corriente especulativa y cortoplacista dominante. Es ella la que se empeña en resucitar las condiciones de depauperación generalizada, ella la que sale al encuentro con Carlos Marx, la que lo pone de moda.

No hay solución a esta crisis si no se abordan a fondo los problemas, si no recuperamos y renovamos los equilibrios sociales que dieron forma al Estado de Bienestar. Hoy las resistencias democráticas son esenciales para frenar un nuevo y más profundo descalabro económico. Tenemos que llegar a tiempo.

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