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Disentir

La jueza Ruth Bader Ginsburg. EFE/Matthew Cavanaugh/Archivo

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Uno de los eslóganes más habituales en las pancartas que utilizan la imagen de la jueza Ruth Bader Ginsburg es “Yo disiento”. En sus últimos años, la magistrada del Tribunal Supremo que murió la semana pasada emitía a menudo opiniones contrarias a la mayoría conservadora. Sus argumentos tenían tanto simbolismo que ella los unía con un cuello especial que se ponía sobre su toga negra para expresar su desacuerdo. Entre su repertorio, también tenía otro cuello, menos historiado, que lucía cuando se unía al consenso en una sentencia.

Cuando Bill Clinton la designó para el puesto en 1993, Ginsburg tenía una larga trayectoria en la lucha por la igualdad de todas las personas independientemente de su género, inclinación sexual, raza o cualquier otra identidad. Pero era considerada una jueza centrista. Entonces fue crítica con la decisión de legalizar el aborto en todo el país porque creía que la sentencia no estaba bien estructurada al basarse en el derecho a la privacidad en lugar de basarse en el derecho a la igualdad.

Con el paso de los años en el tribunal, Ginsburg empezó a emitir decisiones cada vez más a la izquierda de sus colegas, en particular cuando la mayoría de los jueces del Supremo ya habían sido designados por presidentes republicanos. Una de las reglas no escritas del Supremo de Estados Unidos es que los magistrados tratan de equilibrar sus posiciones para que no haya una mayoría dura y siempre en el mismo sentido. De igual manera, siempre suele haber jueces que tratan de mantenerse en el centro y deciden hacia un lado o el otro del espectro ideológico según el caso.

Las opiniones contrarias de Ginsburg y su valor son parte de su legado, que tiene un gran peso emocional en Estados Unidos, pero ese espíritu también puede ser útil para España o para cualquier país que haya descubierto a la jueza por la película o el documental o por obituarios como el que escribí hace unos días

“El disentimiento habla de una era futura. No quiere decir simplemente decir 'mis colegas se equivocan y yo lo haría de esta manera' sino que las mejores opiniones contrarias se acaban convirtiendo en sentencias”, explicaba ella.

Con su tono calmado habitual, ese que le enseñó su madre como una de las claves para ser escuchada, también contaba que nunca había que perder de vista a los demás, especialmente a quienes tienes al lado y a aquellos con los que no estás de acuerdo, como le pasaba a ella con Antonin Scalia, un juez muy conservador del Supremo al que ella consideraba su gran amigo en el Tribunal. “Lucha por las cosas que te importen, pero hazlo de manera que lleve a otros a unirse a ti”, decía.

La talla intelectual y humana de Ginsburg tiene difícil parangón. En España cuesta pensar en alguien parecido. Pero ojalá calen algunas de sus lecciones y ojalá su historia inspire a otras personas.

Necesitamos personas que disientan con cabeza. Sobre todo en estos tiempos de gran crisis y a la luz de la decepcionante y letal gestión de la pandemia, entre la parálisis aterradora del Gobierno de España que estamos viendo en estas semanas clave y las decisiones de los políticos de las comunidades más afectadas como Madrid, que no se ajustan a lo que la ciencia y los expertos en salud global ya saben sobre el virus.

En este punto, tal vez solo nos podrán salvar las personas con responsabilidad pública que tengan el valor de disentir. Tal vez.

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