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Enseñanzas ocultas del conflicto del transporte

La ministra de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez, en una imagen de archivo.

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Sepultado por un alud de noticias apocalípticas sobre los efectos del paro del transporte y cabreado por la escasez de análisis -algunos hay- que expliquen las causas profundas del conflicto, tuve la fortuna de toparme con el último libro de Daniel Innerarity, “la sociedad del desconocimiento”.  

Me congratuló leer que “la información y comunicación masivas informan sin orientar” o “el exceso de información distrae de lo importante”. Me ayudó a entender lo que me pasa -creo que también a muchas otras personas. No me siento informado y estoy desorientado entre tanta información -por llamarla de alguna manera- que me distrae de lo importante. 

Cuando me disponía a despotricar de la falta de profesionalidad de los periodistas -así en genérico- me topé con otra interesante reflexión de Innerarity: “No es un problema de malvados desinformadores, sino sobre todo de confusos buscadores de información”. Así que opté por indagar y buscar información que me ayudara a entender el conflicto. Lo que viene a continuación es lo que me parece ver. 

En primer lugar, detecto que los transportistas y otros sectores económicos exigen que el Estado subvencione, con recursos públicos, una parte del coste de la prestación de servicios entre empresas privadas; insisto, subvencionar el tráfico mercantil entre empresas privadas. Lo que resulta cuando menos sorprendente en una sociedad que ha otorgado al mercado atributos beatíficos, casi milagrosos, en la ordenación perfecta de las relaciones económicas. 

Se argumenta que se trata de una situación excepcional provocada por la invasión de Ucrania por Rusia, pero la verdad es que eso mismo pasó con la pandemia y antes con el rescate del sector financiero en la gran recesión. Se ha normalizado la idea de que el Estado tiene la obligación de salir al rescate del mercado cada vez que este no funciona o genera destrozos. 

Nada que objetar si eso supone revisar en profundidad algunos de los dogmas de fe, imperantes en la política y sectores de la academia. A saber, que “el Estado, cuanto más pequeño mejor”, “la política no debe entrometerse en el mercado” o “donde mejor está el dinero es en el bolsillo de las personas”. 

O una cosa o la otra, pero lo que parece insostenible es la lógica perversa de privatizar beneficios y socializar las pérdidas. Aunque parece que el populismo fiscal de exigir el menor esfuerzo tributario y al mismo tiempo la mayor protección del Estado ha calado en amplios sectores de la ciudadanía y de la opinión publicada. 

Quizás sea eso lo que explique, al menos en parte, que dos terceras partes (2.006.000 con datos del 2019) de las personas afiliadas al régimen de autónomos declaren ingresos fiscales que están por debajo del salario mínimo o que una buena parte de los empresarios reconozcan ingresos menores que los de sus asalariados. 

Los autónomos del transporte no están en condiciones, dicen, de trabajar con tarifas que reflejen los costes reales del servicio que prestan. Eso a pesar de que el Decreto Ley 3/2022, fruto de un reciente acuerdo con los transportistas, recoge su principal reivindicación. Autoriza y obliga a revisar las tarifas pactadas cuando el precio del combustible experimente una variación igual o superior al 5%. Un aumento en las tarifas que tendrá efectos de manera automática cuando se trate de contratos de transporte continuado, o sea la mayoría. 

Los autónomos se quejan de que esta ley no se cumple y no tengo dudas de que su denuncia sea cierta, pero si es así deberíamos interrogarnos por las causas profundas de este dislate.  

España sufre un sistema logístico perverso e insostenible, que se manifiesta especialmente en dos datos. Somos uno de los países desarrollados que menos mercancías transporta en ferrocarril y somos uno de los países con una estructura empresarial del transporte más fragmentada. No se trata de una maldición bíblica sino de opciones empresariales y políticas adoptadas hace algunas décadas. El resultado es un modelo logístico ineficiente, que reduce los costes empresariales a costa de externalizar los riesgos económicos, sociales y ambientales hacia la sociedad.   

El abandono del ferrocarril para transporte de mercancías tiene causas comunes al deterioro del transporte público de pasajeros. Durante años se apostó por invertir en autopistas y líneas de alta velocidad porque era lo más rentable para las grandes empresas de infraestructuras. Todo ello con la colaboración de un poder político -también autonómico y local- cooptado por el capitalismo concesional. Y, desgraciadamente, con la connivencia de una buena parte de la ciudadanía. 

La estructura empresarial fragmentada también tiene raíces profundas que vienen al menos de los años 90 del siglo pasado. En pleno éxtasis de la ideología neoliberal, por imponer modelos de competitividad basados exclusivamente en la reducción de costes laborales, el sector del transporte optó por reducir tarifas a base de externalizar la actividad de las grandes empresas a las pequeñas y de estas a los trabajadores autónomos. 

Durante años la lucha sindical y jurídica consiguió obstaculizar esta estrategia de externalización de costes. Incluso el Tribunal Supremo llegó a dictar sentencia por la que consideraba a los falsos autónomos del transporte como trabajadores asalariados ¿les suena de algo eso? 

Ante esa derrota judicial las empresas del sector contratacaron hasta conseguir que se aprobara en 1994, con el último gobierno de Felipe González, una dura reforma del Estatuto de los Trabajadores. Una de sus nefastas consecuencias fue deslaboralizar la relación de los transportistas con sus empresas y establecer la presunción de que estos trabajadores eran autónomos y no asalariados por cuenta ajena. Este fue el momento de inflexión que nos ha conducido hasta la catástrofe.  Que, por cierto, contó con una huelga general del sindicalismo confederal en contra, pero al mismo tiempo con mucho apoyo político y de sectores de la academia neoliberal. Aunque pueda parecer políticamente incorrecto recordarlo en estos momentos también contó con mucha connivencia de sectores de los transportistas autónomos, que solo vieron supuestos beneficios a corto plazo.  

El abandono del ferrocarril para el transporte de mercancías y la apuesta por un modelo empresarial basado en la autoexplotación del transportista autónomo explican muchas de las cosas que nos están pasando. El aumento de los precios del combustible, fruto del conflicto en Ucrania, ha sido el detonante de este conflicto, pero no es la causa. 

Lo explicaba con absoluta nitidez un transportista autónomo ante las cámaras de televisión: “Nuestro problema no son los clientes, que pagan, quien no paga es el que nos contrata a nosotros”. O sea, la gran empresa de transporte que hace de intermediario entre el autónomo y el cliente final. Ese conflicto en el interno del sector, que la ministra del ramo parece no haber entendido, explica en parte –además de otros intereses más oscuros- el problema de interlocución en las negociaciones. 

Sin abordar el problema de fondo, el sector del transporte continuará siendo un volcán, no sabemos cuándo va a dejar de estar en erupción o en qué momento va a explotar de nuevo, pero sabemos que lo hará. Los acuerdos alcanzados son una buena noticia, porque urgía desactivar un conflicto que amenazaba con colapsar toda la actividad económica, pero ni de largo son la solución, solo son un intento de salida de emergencia que tiene graves efectos colaterales a corto y medio plazo. 

De entrada, dificulta aún más el imprescindible pacto de rentas que requiere recursos públicos distribuidos de manera racional y equitativa. Si el Gobierno no toma la iniciativa política y solo actúa arrastrado por los tsunamis de los conflictos sociales, el resultado va a ser una distribución muy injusta de los costes de la crisis y una distribución inequitativa de los recursos públicos que se destinen a paliarla.  

A medio y largo plazo este acuerdo consolida los elementos más perversos de este sistema logístico insostenible. Al subvencionar una parte del coste real del transporte entre empresas privadas se alimenta la lógica perversa de un sistema construido sobre la externalización de costes de las grandes empresas centrales a las periféricas y los autónomos. Y de todos contra el medioambiente. Al tiempo que se abona la concepción del Estado como financiador de esta ineficiente estrategia competitiva. 

Desgraciadamente esta estrategia de externalización no es exclusiva del transporte, sino que se ha generalizado en muchos sectores. Los llamados eufemísticamente autoemprendedores -de hecho, son autoexplotadores de sí mismos- son la pieza central del engranaje competitivo de reducción de costes laborales por parte de las empresas centrales que controlan productos y mercados. Esta lógica es insostenible y está saltando por los aires, con graves consecuencias económicas y sociales. También políticas, porque se trata de colectivos muy susceptibles de ser seducidos por el discurso de una extrema derecha que, al mismo tiempo que defiende e impulsa las políticas de precariedad social, se presenta como salvadora de sus víctimas. 

Además, en la medida en que los recursos públicos sirven para financiar una parte del coste del combustible – en un país que tiene el impuesto de hidrocarburos sobre el diésel más bajo de la UE- el mensaje que se envía al conjunto de la sociedad va contra el objetivo que todos decimos compartir, el de limitación del consumo de combustibles fósiles.  

Soy consciente de que en momentos como este hay que salir del embrollo descomunal como sea, pero intentemos al menos no autoengañarnos mucho. Las medidas adoptadas en estos momentos van en sentido contrario a las que necesitaríamos adoptar en términos estructurales. Me temo que eso pueda repetirse en muchos más ámbitos. El éxito o el fracaso de la transición energética pasa en buena parte por identificar los costes de esta transición y compensar sus efectos en los colectivos más vulnerables, para evitar que sea bloqueada o tenga efectos no deseados. Todos decimos estar de acuerdo con la transición. Eso sí, a condición de que no nos afecte a nosotros. La consigna de moda parece ser “Digo a todo que sí, pero añado que no así ni a mí”. 

Cuadrar este endiablado puzle es la ingente tarea de la política, en su sentido más amplio. Ayudaría algo que los medios de comunicación no nos sepulten en “noticias” y nos ofrezcan algo más de información. Algunos ya lo hacen, pero son los menos. 

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