La esperanza se llama Manuela
Hay luz al final del túnel en el que está metido el progresismo español. Si Manuela Carmena conserva la alcaldía de Madrid, los resultados electorales de la izquierda tendrán un aire mejor, o menos malo si acertaran los pronósticos pesimistas. Aun más, el mero hecho de que exista la posibilidad de esa victoria animará al resto de ese espectro, a menos de que alguno haga barbaridades que lleven al desánimo total. No solo porque Madrid es un referente político en el resto de España. Sino porque Manuela es la mejor bandera de los progresistas, de todos los que están contra la derecha.
Siempre ha sido una roca. Alguien en quien se podía confiar. No sólo porque tenía las ideas y los principios claros, sino porque sabía hacer las cosas. Como cuando, hace medio siglo, organizó el primer despacho de abogados laboralistas, aprovechando los mínimos resquicios que había en la estructura legal del régimen. Supo descubrirlos y explotarlos para crear un instrumento que fue muy importante en la lucha del movimiento obrero antifranquista. Ya entonces se convirtió en un nombre destacado, en aquel mundo ilegal y proscrito.
O cuando, más adelante, se hizo jueza, tras desechar la actividad política institucional y de partido. Dando desde el primer día la batalla impenitente contra la corrupción que abundaba en ese mundo, desde abajo hasta arriba, cosechando innumerables sanciones y concitando la animadversión activa de la dominante derecha judicial. Pero que no puedo con ella. O cuando fundó Jueces para la Democracia o accedió a una vocalía del Consejo del Poder Judicial y allí se ganó un espacio y una voz, aunque no era ni del PSOE ni del PP.
Con su aspecto de no haber roto nunca un plato ha demostrado siempre que es una muy buena negociadora, firme en sus propósitos pero también imaginativa a la hora de proponer vías de salida. En tantas décadas en la escena pública, nadie ha podido encontrar, y mira que lo han buscado, un solo detalle oscuro en su gestión, del tipo que fuera. Y trabajando sin la red protectora de un partido, actuando siempre como una outsider de la partitocracia. Y encima mujer.
Sus años de alcaldesa han seguido esa norma. Y no han sido fáciles. El PP, humillado por su victoria en 2015, le declaró la guerra desde el primer día, le montaron una y más campañas en su contra, el ministro Montoro trató de hundirla muchas veces. No lo consiguieron. Hasta el PSOE, cuando menos el del ayuntamiento, terminó aceptando su liderazgo.
Estudiando y escuchando a los que sabían, se metió en la cabeza los mecanismos de la gestión y de la política municipal. Porque vale mucho y porque tiene una larga experiencia en esos menesteres. Y porque sabe trabajar en equipo. Siempre ha tenido ese don.
No había participado en la confección de la lista de Ahora Madrid, pero escogió a los que creía más adecuados para su grupo de confianza, en el que también figuran personas por ella directamente escogidas. Unos y otros se han convertido en sus fieles, hasta el punto de que los pertenecientes a Podemos han arrostrado el riesgo de ser expulsados del partido con tal de seguir junto a ella.
Desde el primer momento Manuela dejó bien claro, aunque siempre con buenas palabras, que no iba a someterse a la disciplina de Podemos, que quería conservar su independencia. Como siempre, incluso y a su manera cuando estaba en PCE, hace ya mucho tiempo.
Eso le ha causado no pocos quebraderos de cabeza. Pero no cedió en sus planteamientos. Y Pablo Iglesias y los suyos tuvieron que aceptar esa condición a cambio de que volviera a presentarse. Porque tenían claro que el éxito electoral de 2015 se lo debían mucho a ella, a su prestigio en el mundo progresista y quien sabe si también más allá del mismo. Muchos votantes socialistas se apuntaron a su lista. Tuvo éxito entre los hombres pero tal vez un poco más entre las mujeres.
Y llegó el día del acuerdo con Íñigo Errejón. Que por como se ha comentado mayoritariamente el asunto se diría que ha sido cosa sólo de este último. Pero en el que seguramente Manuela tiene una parte mayor del protagonismo. Porque ella es la que está arriba y da peso a ese acuerdo, arriesgándose a sufrir contratiempos que no necesita, mientras que su ahora aliado apuesta a mejorar, aparte de a defender sus ideas.
Si la alcaldesa se la ha jugado, y se la ha jugado aunque no parezca, es porque cree que el paso vale la pena, que sirve a los intereses generales de la causa por la que siempre ha combatido. Porque cree que eso puede servir para ganar y también, o tal vez sobre todo, para que la izquierda se quite la costra de pesimismo que se le ha venido encima en los últimos tiempos.
Está claro que quiere volver a ser alcaldesa. Y que va a hacer todo lo que pueda por lograrlo. Porque es una política y eso se da por hecho en cualquiera que tenga esa condición. Pero no porque necesite vitalmente mejorar su currículum.
No es una gran oradora, pero todo lo que dice lo dice bien. Y sobre todo es creíble. Y porque termina convirtiéndose en hechos. De ahí le viene el carisma que Manuela ha tenido desde los tiempos del antifranquismo. Los que la conocieron entonces se maravillan de que siga siendo la misma, sin que el éxito la haya envanecido y conservando a sus casi 75 años la frescura política y personal que ya querrían para ellos casi todos los que pululan por las Cortes y los pasillos del poder. Su mediación en el conflicto del taxi supone un nuevo salto cualitativo de su imagen. Sobre todo si sale bien. Pero incluso si no sale del todo bien.
Si Carmena vuelve a ganar el 26 de mayo, todos los españoles que repudian a la derecha en cualquiera de sus expresiones habrán ganado también. Manuela es un símbolo que puede ayudar a muchos a empezar a volver a creer.