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Nuestras estatuas

La estatua de Edward Colston, comerciante de esclavos, en Bristol.

María Ramírez

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A partir del 25 de junio, el Bridge Theatre de Londres retransmite en streaming gratis Sueño de una noche de verano. Su producción, del año pasado, es la mejor representación que he visto nunca de la obra de Shakespeare. La adaptación cambia el género de los protagonistas y monta una fiesta de globos, banderas arcoiris y columpios gigantes que invade todo el teatro e involucra al público. La alteración de unos pocos detalles tiene el efecto de que la alegría de la obra llegue a la audiencia como lo hacía en su creación. Ése era el teatro del pueblo.

A menudo pensamos en las obras de nuestra cultura como algo congelado en el tiempo, fiel reflejo de su época. Pero lo cierto es que muchos de los clásicos del teatro o de la música fueron en su origen lo contrario: obras en cambio permanente que se adaptaban según cuál fuera su audiencia.

Shakespeare se puede e incluso se debe tocar. En Reino Unido, como en el resto de Europa, esto es algo que cuesta más entender por nuestra común tendencia pesimista al statu quo. En Estados Unidos, esto sucede de manera más natural: la esencia del país glorifica la flexibilidad y el cambio perpetuo hacia ese ideal mítico de la perfección que a menudo se queda en eso, en un ideal lejano. Las obras de la cultura, al igual que todos los símbolos de los que nos rodeamos, son un producto humano sujeto a la evolución de la mayoría de la opinión pública, que en Estados Unidos tiende a cambiar de manera fulgurante, entre otras cosas por esa cultura tan suya de subirse siempre al caballo que se percibe como ganador sea cual sea.

Es algo más profundo que el brochazo con el que se ha informado de que HBO “censura” Lo que viento se llevó. Para empezar, es bastante raro llamar “censura” a que una plataforma que cambia su catálogo cada mes decida poner una película unos días más tarde con un complemento de información extra mientras otras como Apple o Amazon la siguen vendiendo y transmitiendo (con mucho éxito gracias a la polémica, por cierto). Si eso es “censurar”, ¿entonces cómo llamamos a lo que ocurre en China o en Cuba? HBO, como muchas otras empresas privadas, quiere atraer el máximo número de suscriptores y evitar cancelaciones, y estima que le conviene lanzar ese mensaje.

Las reflexiones más interesantes sobre cómo estudiar el pasado y hablar de las tensiones del presente las escuché hace un par de años en una de las asignaturas más sorprendentes de la Universidad de Harvard, que se da para quienes se matriculan en el college, es decir, para los más jóvenes. Se llama “Introducción a la música occidental: de Bach a Beyoncé”, repasa los clásicos y también incluye a compositores e intérpretes que quedaron oscurecidos por la discriminación contra mujeres, negros, judíos o latinos de su época o de la época en la que se había contado la historia después, algo muy frecuente en la música. En esa clase, muchos de los jóvenes estudiantes comentaban su reacción ante algunas piezas o, por ejemplo, el uso de actores con la cara pintada de negro. Se trataba de debatir y de entender el origen de algunos de los comportamientos que más chocan hoy de la historia de la música, no de ignorarlos ni de evitarlos.

Aprendimos que estos debates ni siquiera son nuevos y que muchas obras han evolucionado en la percepción y la interpretación mucho después de su creación. Un buen ejemplo es Don Giovanni de Mozart. No hace falta cambiar ni una sola palabra del libreto para interpretar de distintas maneras la escena entre Don Juan y Zerlina. Bastan los gestos de los cantantes o la distancia entre ellos. En algunas producciones de los años 60 o 70, el acosador es el poderoso, en otras, el ridículo; en las más modernas, Zerlina tiene mucha más fuerza y presencia, y es la heroína de la escena.

Uno de los aspectos que no se pueden obviar es que la cultura o las estatuas se utilizan en ocasiones activamente para perpetuar clichés o incluso como símbolos de incitación a la violencia.

Las esculturas a los generales y líderes confederados de Estados Unidos no se levantaron en su época, sino alrededor de 1920 como parte de la cultura donde crecía el Ku Klux Klan, que linchaba y ahorcaba a los negros y a los mexicanos. El uso de los símbolos a lo largo de la historia debe ser parte del debate sobre cómo nos representan y qué lugar deben ocupar en el espacio público.

Por mucho que sea una evocación en los años 30 de una cultura sureña racista que sigue existiendo, no sé de ningún grupo que haya utilizado Lo que el viento se llevó para organizar una violenta marcha con símbolos nazis como ocurrió en Virginia en 2017 al calor de una estatua de Robert Lee. Tampoco Cristóbal Colón es una figura que se haya utilizado para agitar el odio en Estados Unidos: de hecho, es sobre todo el símbolo de los italianos, que tienen su propia historia de persecución y discriminación en Estados Unidos (reflejada tan crudamente en la película Sacco e Vanzettide los 70 sobre la persecución de los inmigrantes italianos en Boston en los años 20).

Pero las películas, las óperas, las estatuas nos pertenecen. No han llegado de ninguna divinidad que nos impida tocarlas, cuestionarlas, moldearlas, moverlas de sitio. No son trozos de historia congelada en el tiempo, nunca lo han sido. Mucho de lo que sabemos sobre ellas o de cómo las interpretamos ha cambiado a lo largo del tiempo. Y si lo hacen es porque la historia y la cultura nos siguen importando. Eso no puede ser una mala noticia.

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