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Opinión

La historia más triste del mundo del último de los awá

Árbol grande del Amazonas
7 de agosto de 2021 21:54 h

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Nunca escuché una historia tan triste. Más o menos así empieza -en inglés, “This is the saddest story I have ever heard”- la historia de El buen soldado (1915), del novelista británico Ford Maddox Brown, que conoció la Gran Guerra pero no el corazón de las tinieblas del Amazonas como Peter Fleming, hermano mayor de Ian, creador de James Bond. La del autor de Aventura en Brasil (1933) fue una busca infructuosa de la muerte en una selva que noventa años atrás exhalaba oxígeno y no dióxido de carbono como hoy, y donde los blancos que la penetraban temían, porque respetaban (o al revés), a sus pobladores originarios. Nunca escuché una historia tan triste como la del awá amazónico brasileño que sobrevivió a la matanza de los suyos, un pogromo selvático programado por ávidos colonos, vagabundeó diez años perdido en las sombras de las húmedas galerías vegetales o en el sol negro de las inhospitalarias tierras altas, reencontró a su familia, para después encontrar la muerte por el coronavirus.

Una emboscada mortal lo llevó a vagar solo durante una década a lo largo de 1500 kilómetros de tierras altas accidentadas al este de Brasil. Y el superviviente indígena murió por síntomas de COVID-19, según sus compañeros de la tribu y los activistas por los derechos indígenas. Karapiru, cuyo nombre significa halcón en su awá nativo, expiró en un hospital del estado amazónico de Maranhão el 16 de julio. Desarrolló síntomas graves de la enfermedad mientras estaba en su aldea adoptiva, Tiracambu, donde había vivido durante los últimos años. Aunque fue evacuado a la ciudad de Santa Inés, allí exhaló su último aliento. La muerte de Karapiru “en un ala de aislamiento, lejos de sus seres queridos y su pueblo, hace eco del sufrimiento y la soledad que marcaron su vida y su extraordinaria historia de supervivencia. Su historia personifica lo que vivieron los awá y otros grupos aislados, sobre todo ante una frontera móvil -afirma Louis Forline, antropólogo de la Universidad de Nevada (EEUU), que ha dedicado su carrera al estudio y la defensa de la tribu-: es emblemático de las dificultades y de todo lo que atravesaron”. Mientras Brasil no llega a vacunar a su población, mientras sea letra muerta la exhortación de la Organización Mundial de la Salud contra las terceras dosis de los países grasos y prósperos, las historias serán más y más tristes.

Vidas de muertos

En Centroamérica, cerca de EEUU, Guatemala vacunó solo al 2% de la población. En las católicas islas Filipinas, antigua posesión del sudeste asiático donde nunca se ponía el sol y país más poblado de la región; en Nigeria, el país más poblado de África y el único del continente en pertenecer al club de las potencias exportadoras de petróleo, apenas se vacunó un 10%. En China, la COVID-19, como un asesino obsesivo, volvió al lugar del crimen, a Wuhan, y las autoridades dispusieron restricciones y confinamientos.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) pidió a los países ricos que se abstengan de la sobreprotección de sus ciudadanías. Les señaló la oportunidad que tienen delante: en vez de organizar planes nacionales de aplicación de terceras dosis de refuerzo, inviertan en generosidad (inmunizándose contra futuros resentimientos globales por la flagrante inequidad manifiesta en su obrar) y socialicen e internacionalicen esas vacunas donándolas a países pobres y superpoblados. Este evangélico pedido enfrenta muchas probabilidades de ser desoído. Avanzan variantes como la delta, que perfeccionaron sus facultades y destrezas para el contagio. Y al horizonte se suma una certeza nueva, a las que flanquearán otras análogas. El jueves, los productores de Moderna, una de las más perfectas vacunas según la valoración científica, hicieron públicos los resultados de sus investigaciones, que establecieron que la inmunidad que proveen, aun sin caducar a los seis meses, sin embargo no basta para defenderse del invierno y las nuevas variantes. Con lo que las terceras dosis serán una necesidad, además de un lujo, que únicamente se podrán pagar los países más ricos. Y así Alemania ya empezó a administrar terceras dosis, seguida por Francia, que nunca quiere parecer más pobre que su temible vecino del otro lado del Rin.

Optimismo sádico

El martes, Joe Biden pudo finalmente felicitarse y proclamar 'Misión cumplida': había alcanzado su objetivo de que el 70% de la población adulta de EEUU estuviera vacunada con una dosis contra la COVID-19. Solo que el presidente demócrata, en mayo, había fijado ese objetivo para el 4 de julio. Y el martes era 2 de agosto. Es decir, un mes más tarde

El relato de los medios, que siguen siendo tan sacarinadamente dulzones con Biden como eran pasteurizadamente ácidos con Donald Trump, colocaba la historia del buen éxito que coronó la campaña de vacunación en el centro de un escenario mayor cuyo marco era la historia de esta historia. Ninguno dejó de evocar el simbólico Día de la Independencia, en el que todavía el 70% se veía lejano. Sin embargo, al día siguiente la noticia era otra, y es más reveladora la relevancia que le fue concedida que el hecho que presuntamente revela. El fracaso en cumplir con un plazo que la propia Casa Blanca se había impuesto a sí misma con cruel y visible precisión de día y mes, y visibilidad enfatizada por ser los del más importante feriado nacional del calendario, no le había causado el menor daño ni a la imagen del presidente ni a la administración demócrata en el gobierno. 

El gobierno había satisfecho un porcentaje de vacunación que nadie dudaba que pudiera cubrirse, tan pronto como hubiera las dosis y estuviera en marcha la logística. El auténtico desafío era hacerlo a tiempo; el genuino objetivo era la fecha, no el número de aplicaciones. 

Sobre el fondo del incumplimiento, el logro refulgía todavía más: el incumplimiento hacía ver, retrospectivamente, gigantescos los escollos, y sublime el triunfo. Los medios y la opinión pública mayoritaria no lo dudaban. Las vacunas habían estado a tiempo, la logística había funcionado. Si la vacunación había ido más lenta, era responsabilidad de las fake news, de la irresponsabilidad de algunas autoridades estaduales, de gobiernos locales, de líderes negacionistas: el peso de la culpa caía sobre la oposición republicana. Y el ponerse un plazo perentorio, aun a riesgo de llegar muy tarde, no era un error de cálculo, ni muestra de predilección por la retórica y de tedio ante la planificación, sino demostración de la  veracidad del presidente demócrata que juró que la primera prioridad de su mandato era coordinar los esfuerzos federales en la guerra contra los estragos nacionales de la pandemia global.

El ponerse objetivos tan elevados como irrealizables, para así después hacerse o mostrarse más fuertes y cosechar triunfos y halagos gracias a esa fortaleza exprimida de la desdicha, es una conducta que los gobiernos deben aplicar solo en prudentes dosis -homeopáticas.

En todo caso, Biden reincidió abiertamente en el método de la apuesta exagerada, secretamente apostando a que también del buen éxito va a haber reincidencia. El jueves 5, un decreto presidencial puso en números y fechas un objetivo gloriosamente codicioso. Para el fin de la década, la mitad de los autos en EEUU van a ser eléctricos. Es cierto que en el uso del petróleo como combustible del transporte está la más ineludible y abundante fuente de gases invernadero. Es quizás menos cierto que la urgencia y la exigencia deriven de la inflexible conciencia verde del demócrata en la Casa Blanca. La misma radio pública norteamericana (NPR) no tiene problemas en explicarlo así: ''Esto, como todo, tiene muy poco que ver con el clima pero mucho que ver con China''. Ya en mayo lo había prenunciado Biden: ''Vamos a ver si en la investigación de la energía somos los que guiamos al mundo o los que estamos a la zaga de los chinos''.

Para un demócrata, nada mejor que otro demócrata

De democracia demócrata a democracia demócrata -de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a Joe Biden-, el jueves 5 se supo que el Gobierno de México les había iniciado juicio en los tribunales federales de EEUU a los fabricantes de armamentos locales. Casi el 100% de los crímenes mexicanos son muertes con armas de fuego contrabandeadas que cruzaron ilegalmente la frontera desde el Norte: los carteles que proveen de droga (y de migrantes) a EEUU ocupan un lugar de lujo en las prósperas carteras de clientes de las empresas armamentistas.

El gobierno de AMLO alega que la relación es mucho más práctica y directa y fácil entre vendedores y compradores de lo que hasta ahora se creía. Es cierto también que, dicen los medios en EEUU, en todo México solo hay un único negocio de venta legal de armas de fuego.

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