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Juguemos a las encuestas

El rey Felipe VI. EFE/Salvador Sas/Archivo

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Bajo la palabra “encuesta” se ocultan dos cosas muy diferentes. El vocablo deriva etimológicamente del latín inquerere: inquirir, investigar, buscar, preguntar. Ese origen es el que se mantiene incólume en el primer sentido de la expresión, el que damos por descontado. Una encuesta sería aquí una investigación objetiva sobre las preferencias de un determinado colectivo. Su intención es descubrir la verdad sobre tales preferencias.

La encuesta publicada el lunes parece encajar bastante bien en esta categoría. Como es sabido, la iniciativa surge como respuesta al hecho de que el CIS decidiera, en 2015, justo cuando los ciudadanos empezamos a suspenderla en su valoración, no preguntar más por la monarquía. El sondeo ha sido promovido por diversos medios independientes y sufragado directamente por la ciudadanía. Lo ha llevado a cabo 40dB, una prestigiosísima empresa dirigida por Belén Barreiro, antigua directora del CIS. Aunque su motivo principal es la monarquía, la radiografía demoscópica que revela arroja luz sobre muchas otras cuestiones relativas a el estado de salud de nuestra esfera pública.

Hay otro tipo de encuestas, creadas no tanto para desvelar un estado de opinión como para crearlo. En Estados Unidos, por ejemplo, los lobbies partidarios de abolir el impuesto de sucesiones – una de las medidas más progresivas que existen, ya que solo lo pagan los superricos y ese dinero se redistribuye luego a toda la sociedad – decidieron, en los miles y miles de sondeos que llevaron a cabo durante años, cambiarle el nombre al tributo. En vez de preguntar por “el impuesto de sucesiones” empezaron a hacerlo por “el impuesto a la muerte”. Conseguían dos cosas. La primera, que aumentara el número de personas contrarias al impuesto, un número de personas que las encuestas iban a su vez desvelando de modo “objetivo”. La segunda, que en el imaginario social se impusiera poco a poco el nombre que a ellos les interesaba. Contra todo pronóstico, lograron su objetivo y el impuesto fue derogado en 2001, algo inimaginable en las décadas anteriores a los 90.

Entre ambos tipos de encuestas hay, sobra decirlo, infinitos grados. De la encuesta sobre la monarquía llama la atención el contraste entre sus resultados y los que arroja otra de hace solo un mes y elaborada para el diario ABC. Según la de ABC, del 8 de agosto, el 56.3% de los consultados prefiere la monarquía actual a la república, y solo un 33.5% de la ciudadanía aboga por esta última. En la de este lunes, sin embargo, esas mismas cifras son, respectivamente, 34.9% y 40.9%. ¿Cómo es posible esa discrepancia?

Aunque siempre pude haber excepciones, en este juego ocurre como en el mus: puedes engañar, pero no mentir. La encuesta de ABC se basa en 802 entrevistas, la de 40dB en 3.000. Lo más probable, con todo, es que la explicación de la divergencia no sea tanto de orden cuantitativo como geográfico. El trabajo de 40dB nos dice que los encuestados pertenecen a cuatro comunidades autónomas: Madrid, Cataluña, Andalucía y Valencia. Si nos fijamos solo en Madrid, vemos que un 46.3% prefiere monarquía, y un 32.2% apuesta por la república. Esos porcentajes se acercan algo más a los arrojados por ABC. Pero, incluso suponiendo que los 802 encuestados de ABC fueran de Madrid, los resultados siguen sin coincidir. Evidentemente no es lo mismo llamar a Salamanca que a Carabanchel. Así que, incluso dentro de Madrid, es probable que la explicación radique en la inevitable imbricación entre lo político y lo geográfico.

ABC no dudó en titular que “la mayoría prefiere la actual Monarquía frente a la República” … ¿la mayoría de qué, de españoles o de madrileños? ¿y de madrileños de Núñez de Balboa o de madrileños de San Blas? El ABC no se detenía a explicarlo, pero, más allá de ardides demoscópicos, por debajo de esa confusión entre Madrid y España late una mirada muy preocupante sobre lo político. Para algunos “España” no es algo que se construya a partir a las preferencias libremente expresadas por los ciudadanos españoles, sino mediante la remisión a una esencia cuasimetafísica existente desde hace siglos – la nación más antigua de Europa, ya saben – con la que ellos tendrían, al parecer, línea directa. La monarquía, la bandera y – desde hace unos años, en lo que es una involución tristísima que explica muy bien lo que está ocurriendo – la propia Constitución de 1978 no se conciben ahí como posibilidades políticas que dependan de la voluntad de los ciudadanos, sino como esencias inmutables cuya puesta en tela de juicio es situada de inmediato bajo el epígrafe de la traición y el anatema. Dicen y gritan “España”, pero en realidad solo ven cierto Madrid o aquellas partes de España que coinciden con ese cierto Madrid. Todo lo demás es deslealtad e infamia.

Lo que la encuesta del 12 de octubre revela, para el que quiera ver, no es solo que la monarquía carece por completo del apoyo que acríticamente se le supone, sino que siguen abiertos todos los grandes problemas de nuestro constitucionalismo: el territorial, el monárquico y la cuestión social, transmutada ahora en crisis de representación política y desafección. La crisis del bipartidismo y el nuevo sistema de partidos son el primer producto – que ya no remitirá – de una crisis que está pidiendo a gritos una reforma estructural de calado. Un nuevo pacto social, territorial y político que vuelva a ponernos de acuerdo en lo fundamental. Si se gestiona con generosidad y altura de miras, el texto del 78 – que incluye la posibilidad de una “revisión total de la Constitución” – puede ofrecer los cauces para esa gran reforma que la sociedad está demandando sin género de dudas, pero que ciertos partidos e instituciones bloquean a conciencia. La pandemia está operando en la clase política como un catalizador de lo peor de la naturaleza humana, pero lo que se ve en la sociedad no es eso, sino todo lo contrario. El futuro, como siempre, sigue abierto a cualquier posibilidad. También, pese a todo, a las que dibuja el optimismo.

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